CAPITULO VIII
HAY PRUEBAS CON CERTEZA SUFICIENTE,
EN CUANTO LE ES POSIBLE AL ENTENDIMIENTO HUMANO
COMPRENDERLAS, PARA PROBAR QUE LA ESCIRITURA ES
INDUBITABLE Y CERTÍSIMA
1.La fe precede a toda demostración
Si no tenemos esta certeza mucho más alta y firme que todo entendimiento humano, es vano probar la autoridad de la Escritura con argumentos; es vano confirmarla por el acuerdo de la Iglesia o por otros medios. Porque si no se pone en primer lugar este fundamento, siempre quedará en suspenso; como por el contrario, después que eximiéndola de toda duda la admitimos como conviene conforme a su dignidad, las razones que antes no valían mucho para plantar y fijar en nuestro corazón su certidumbre, nos serán entonces de gran ayuda. Es ciertamente maravilloso, qué confirmación le da esta consideración, cuando diligentemente pensamos cuán ordenada y bien armonizada se muestra la dispensación de la Divina Sabiduría, y cuán celestial se muestra en todo su doctrina, sin saber a nada terreno; qué bello concierto y armonía tienen sus partes entre sí, y todo cuanto puede hacer al caso para dar autoridad a otros escritos cualesquiera. Nuestros corazones se confirman aún más cuando consideramos que es la majestad de¡ asunto, más bien que la gracia de las palabras, lo que nos transporta y hace que la admiremos. Y en verdad es una gran providencia de Dios el que los grandes misterios y secretos del Reino de los Cielos nos hayan sido en su mayor parte revelados con palabras muy sencillas y sin gran elocuencia, para evitar que si eran adornados con elocuencia, los impíos calumniasen que era la elocuencia solamente la que reinaba en estos misterios.
2. La sencillez de la Escritura nos conmueve más que cualquier bellezaal estilo
Pero ahora, viendo que aquella ruda y rústica simplicidad nos incita mucho más que toda la elocuencia y culta manera de hablar de cuantos literatos existen, a que la tengamos gran veneración, ¿qué podernos pensar sino que la Escritura contiene en sí tal virtud y verdad que no es menester ningún artificio de palabras? No sin razón, pues, el Apóstol prueba que la fe de los corintios (1 Cor. 2,4), no fue fundada con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder. Porque la verdad está fuera de toda duda, cuando sin ayuda de otra cosa que ella misma basta para defenderse; y se ve claramente cuán propia de la Escritura es esta virtud, porque de cuantos escritos humanos existen, ninguno de ellos, por artístico y elegante que sea, tiene tanta fuerza para conmovernos. Leed a Demóstenes o a Cicerón; leed a Platón o a Aristóteles, o cualesquiera otros autores profanos. Confieso que nos atraerán grandemente, que nos deleitarán, nos moverán y transportarán; pero si de ellos pasamos a leer la Santa Escritura, queramos o no, de tal manera nos conmoverá y penetrará en nuestros corazones, de tal suerte se aposentará en la médula misma, que toda la fuerza de los retóricos y filósofos, en comparación de la eficacia del sentimiento de la Escritura, no es más que humo de pajas. De lo cual es fácil concluir que la Sagrada Escritura tiene en sí cierta virtud divina, pues tanto y con tan gran ventaja supera toda la gracia del arte humano.
3. Elocuencia de algunos profetas
Confieso de buen grado que algunos profetas usaron de una manera de hablar elegante y con gracia y hasta un estilo elevado y adornado; de modo que su elocuencia no es de menos quilates que la de los escritores profanos; más con tales ejemplos quiso el Espíritu Santo mostrar que no le faltaba elocuencia, cuando en otros lugares le plugo usar un estilo rudo y vulgar. Pero ya leamos al profeta David, a Isaías, o a otros semejantes a ellos, cuyo estilo es suave y dulce, ya leamos a Amós que fue pastor, a Jeremías o a Zacarías, cuyo estilo es un poco áspero y rústico, en unos y otros se verá claramente aquella majestad de espíritu de que he hablado. No ignoro que Satanás, por imitar a Dios, se deforma para entrometerse a la sombra de la Escritura y engañar los corazones de la gente sencilla; y que ha seguido el mismo proceder en cuanto ha podido, a saber: ha divulgado astutamente los errores con que engañaba a los hombres infelices en un lenguaje duro, basto y bárbaro; y aun ha usado maneras antiquísimas de hablar, para encubrir con esta máscara sus engaños. Pero todos aquellos que tuvieren siquiera un mediano entendimiento, ven bien claro cuán vana y frívola es esta ficción. Por lo que toca a la Sagrada Escritura, aunque los hombres profanos y libertinos se esfuercen en hallar algo ¡que morder en ella, sin embargo es evidente que toda ella está llena de dichos y sentencias que el entendimiento humano no hubiera podido imaginar. Léase cada uno de los profetas; no hay uno solo que no haya superado la medida de los hombres, de forma que cuantos no hallan sabrosa su doctrina son hombres que han perdido el gusto, y del todo necios.
4. Antigüedad de la Escritura
Ya otros han tratado esta materia más ampliamente, por lo cual basta que al presente toque como de pasada algunas cosas que hacen muy al caso para entender la suma y lo principal de este tratado. Además de las cosas que ya he tocado, la misma antigüedad de la Escritura es de gran importancia para inducirnos a darle crédito. Porque por mucho que los escritores griegos nos cuenten de la teología de los egipcios, sin embargo no se hallará recuerdo alguno de ninguna religión que no sea muy posterior a Moisés. Además, Moisés no forja un nuevo Dios, sino solamente propone al pueblo de Israel lo mismo que ellos ya mucho tiempo antes, por antigua tradición, hablan oído a sus antepasados del eterno Dios. Porque ¿qué otra cosa pretende sino llevarlos al pacto que hizo con Abraham? Si él hubiera propuesto una cosa antes nunca oída, no hubiera tenido éxito alguno. Mas convenía que el libertarlos del cautiverio en que estaban fuese cosa muy conocida y corriente entre ellos, de tal suerte que la sola mención de ello, levantase al momento su ánimo. Es también verosímil presumir que fueron advertidos del término de los cuatrocientos años. Consideremos pues, que si Moisés, el cual precedió en tanto tiempo a todos los demás escritores, toma, sin embargo, el origen y fuente de su doctrina tan arriba; ¡cuánta ventaja no sacará la Sagrada Escritura en antigüedad a todos los demás escritos!
A no ser que fuésemos tan necios que diésemos crédito a los egipcios, los cuales alargan su antigüedad hasta seis mil años antes de la creación del mundo; pero, puesto que de todo cuanto ellos se glorían se han burlado los mismos gentiles y no han hecho caso de ellos, no tengo por qué tomarme el trabajo de refutarlos. Josefo, escribiendo contra Apión, alega testimonios admirables, tomados de escritores antiquísimos, por los cuales fácilmente se ve que todas las naciones estuvieron de acuerdo en que la doctrina de la Ley había sido célebre mucho tiempo antes, aunque fuera leída pero no bien entendida. Del resto, por lo demás, a fin de que los escrupulosos no tuviesen cosa alguna de qué sospechar, ni los perversos ocasión de objetar sutilezas, proveyó Dios a ambas cosas con muy buenos remedios.
5. Veracidad de Dios
Moisés (Gn.49,5-9) cuenta que trescientos años antes, Jacob, inspirado por el Espíritu Santo, había bendecido a sus descendientes. ¿Es que pretende ennoblecer su linaje? Antes bien, en la persona de Leví lo degrada con infamia perpetua. Ciertamente Moisés podía muy bien haber callado esta afrenta, no solamente para perdonar a su padre, sino también para no afrentarse a sí mismo y a su familia con la misma ignominia. ¿Como podrá resultar sospechoso el que divulgó que el primer autor y raíz de la familia de que descendía, habla sido declarado detestable por el Espíritu Santo? No se preocupa para nada de su provecho particular, ni hace caso del odio de los de su tribu, que sin duda no lo recibían de buen grado. Así mismo cuenta la impía murmuración con que su propio hermano Aarón y su hermana María se mostraron rebeldes contra Dios. (Nm. 12, l). ¿Diremos que lo hizo por pasión carnal, o más bien por mandato del Espíritu Santo? Además, ¿por qué teniendo él la suma autoridad no deja, por lo menos a sus hijos, la dignidad de sumos sacerdotes, sino que los coloca en último lugar? He alegado estos pocos ejemplos aunque hay muchos; y en la misma Ley se nos ofrecerán a cada paso muchos argumentos para convencernos y mostrarnos sin contradicción posible que Moisés fue como un ángel venido del cielo.
6. Los milagros
Además de esto, tantos y tan admirables milagros como cuenta son otras tantas confirmaciones de la Ley que dio y de la doctrina que enseñó. Porque el ser él arrebatado en una nube estando en el monte (Ex. 24,18); el esperar allí cuarenta días sin conversar con hombres; el resplandecerle el rostro como si fueran rayos de sol cuando publicó la Ley (Ex. 34,29); los relámpagos que por todas partes brillaban; los truenos y el estruendo que se oía por toda la atmósfera; la trompeta que sonaba sin que el hombre la tocase; el estar la entrada del tabernáculo cubierta con la nube, para que el pueblo no la viese; el ser la autoridad de Moisés tan extrañamente defendida con tan horrible castigo como el que vino sobre Coré, Datán, Abraim (Nm. 16,24) y todos sus cómplices y allegados; que de la roca, al momento de ser herida con la vara, brotara un río de agua; el hacer Dios, a propuesta de Moisés, que lloviera maná del cielo... ¿cómo Dios con todo esto no nos lo proponía como un profeta indubitable enviado del cielo? Si alguno objeta que propongo como ciertas, cosas de las que se podría dudar, fácil es la solución de esta objeción. Porque habiendo Moisés proclamado todas estas cosas en pública asamblea, pregunto yo: ¿qué motivo podía tener para fingir delante de aquellos mismos que habían sido testigos de vista de todo lo que había pasado? Muy a propósito se presentó al pueblo para acusarle de infiel, de contumaz, de ingrato y de otros pecados, mientras que se vanagloriaba ante ellos de que su doctrina habla sido confirmada con milagros como nunca los habían visto.
Realmente hay que notar bien esto: cuantas veces trata de milagros está tan lejos de procurarse el favor, que más bien, no sin tristeza acumula los pecados del pueblo; lo cual pudiera provocarles a la menor ocasión a argüirle que no decía la verdad. Por donde se ve que ellos nunca estaban dispuestos a asentir, si no fuera porque estaban de sobra convencidos por propia experiencia. Por lo demás, como la cosa era tan evidente que los mismos escritores paganos antiguos no pudieron negar que Moisés hubiera hecho milagros, el Diablo, que es padre de la mentira, les inspiró una calumnia diciendo que los hacía por arte de magia (Éx. 7, 11). Mas ¿qué prueba tenían para acusarle de encantador, viendo que había aborrecido de tal manera esta superstición, 'que mandó que cualquiera que aunque solo fuese que pidiera consejo a los magos y adivinos, fuese apedreado? (Lv. 20,6). Y ciertamente ningún farsante o encantador realiza sus ilusiones sin procurar, a fin de ganar fama, dejar atónito el espíritu de la gente sencilla. Pero ¿qué hizo Moisés? Protestando públicamente (Éx. 16,7) que él y su hermano Aarón no eran nada, sino que solamente ponían por obra lo que Dios les había mandado, se limpia de toda sospecha y mala opinión. Si, pues, se consideran las cosas como son, ¿qué encantamiento hubiera podido hacer que el maná que cada día caía del cielo bastase para mantener al pueblo, y que si alguno guardaba más de la medida, aprendiese por su misma putridez que Dios castigaba su incredulidad? Y aún hay más, pues Dios permitió que su siervo fuese probado con tan grandes y vivas pruebas, que los detractores no logran ahora nada hablando mal de él. Porque, cuantas veces se levantaron corra éL unas veces todo el pueblo soberbia y descaradamente, otras las conspiraciones de particulares, ¿cómo hubiera podido escapar a su furor con simples ilusiones? En resumen, el suceso mismo nos muestra claramente que por estos medios su doctrina quedó confirmada para siempre.
7. Las profecías de Moisés
Asimismo el asignar, en la persona del patriarca Jacob, el principado a la tribu de Judá sobre todos los otros (Gn. 49, 10) ¿quién negará que ello tuvo lugar por espíritu de profecía, principalmente si consideramos bien cómo sucedió la cosa después? Supongamos que Moisés fuese el primer autor de esta profecía; sin embargo, desde que escribió esto, pasaron cuatrocientos años sin que en todo este tiempo se haga mención alguna del cetro real en la tribu de Judá. Cuando Saúl (1 Sm. 11, 15) fue coronado rey, parecía que la majestad real residía en la tribu de Benjamín; cuando Samuel (1 Sm. 16,13 unió a David, ¿qué medio se veía para que la corona pasara de la tribu de Benjamín a la de Judá? ¿Quién podía pensar que había de salir un rey de la casa de un pastor? Y habiendo en aquella casa siete hermanos, ¿quién creerla que el menor de todos ellos habla de ser rey, como de hecho lo fue? ¿Y por qué caminos llegó después a poseer el reino? ¿Quién osará decir que su unción fue dirigida por arte, industria o prudencia humana y no más bien que fue el cumplimiento de lo que Dios había revelado desde el cielo? Además de esto, lo que el mismo Moisés profetiza aunque oscuramente, sobre la conversión de los gentiles, y que sucedió dos mil años después, ¿por ventura no da testimonio de que habló inspirado por Dios? Dejo aparte otras profecías, las cuales tan claramente muestran que han sido reveladas por Dios, que cualquier hombre con sentido común comprende que es Dios quién las ha pronunciado. Y para terminar, su solo cántico (Dt. 32) es un espejo clarísimo en el cual Dios netamente se deja ver.
8. Algunas profecías extraordinarias
Todo esto se ve mucho más a las claras en los otros profetas. Escogeré unos cuantos ejemplos, pues costaría gran trabajo recogerlos todos Cuando en tiempo del profeta Isaías, el reino de Judá estaba pacificado, y no solamente pacificado, sino también confederado con los caldeos, pensando que en ellos hallarían socorro, Isaías predicaba que la ciudad sería destruida y el pueblo llevado cautivo. Suponiendo que uno no se diera por satisfecho con tal advertencia, para juzgar que era impulsado por Dios a predecir las cosas que por entonces parecían increíbles, pero que andando el tiempo se vio que eran verdad, no se puede negar que lo que añade sobre la liberación, procede del Espíritu de Dios. Nombra a Ciro (ls.45, 1), por quien los caldeos habían de ser sojuzgados y el pueblo habla de recobrar su libertad. Pasaron más de cien años entre el tiempo en que Isaías profetizó esto y el nacimiento de Ciro, pues éste nació cien años más o menos después de la muerte de Isaías. Nadie podía entonces adivinar que había de nacer un hombre que se llamaría Ciro, el cual había de hacer la guerra a los babilonios y, después de deshacer un imperio tan poderoso, había de libertar al pueblo de Israel y poner fin a cautiverio. Esta manera de hablar tan clara y sin velos ni adorno de palabras, ¿no muestra evidentemente que estas profecías de Isaías son oráculos de Dios y no conjeturas humanas? Además, cuando Jeremías (Jer. 25,1112), poco antes de que el pueblo fuese llevado cautivo, señala el tiempo fijo de setenta años como término del cautiverio, ¿no fue menester que el mismo Espíritu Santo dirigiera su lengua para que dijese esto? ¿No sería gran desvergüenza negar que la autoridad de los profetas ha sido confirmada con tales testimonios, y que de hecho se cumplió lo que ellos afirman, para que se diese crédito a sus palabras a saber (Is 42,9): 'Tas cosas primeras he aquí vinieron, y yo anuncio nuevas cosas; antes que salgan a luz yo las haré notorias". Queda por decir que Jeremías y Ezequiel, aunque estaban muy lejos el uno del otro, sin embargo, profetizando a la vez, en todo lo que decían concordaban de tal manera, como si el uno dictara al otro lo que había de escribir y ambos se hubieran puesto de acuerdo. ¿Y qué diré de Daniel? ¿No trata de cosas que acontecieron seiscientos años después de su muerte, como si contara una historia de cosas pasadas y que todo el mundo supiera? Si los fieles pensaran bien en esto, estarían muy bien preparados para hacer callar a los impíos, que no hacen más que ladrar contra la verdad. Porque estas pruebas son tan evidentes que no hay nada que se pueda objetar contra ellas.
9. La Ley ha sido milagrosamente conservada
Sé muy bien lo que ciertos desvergonzados andan murmurando para mostrar la viveza de su entendimiento batallando contra la verdad. Preguntan quién nos ha asegurado que Moisés y los profetas han escrito lo que leemos como suyo. Y ni siquiera les da pudor preguntar si ha existido alguna vez el tal Moisés. Ahora bien, si alguno pusiese en duda que hubiera existido Platón, Aristóteles o Cicerón, ¿quién, os pregunto, no diría que este tal merecía ser abofeteado y castigado? La Ley de Moisés se ha conservado milagrosamente, más por la divina providencia que por la diligencia de los hombres. Y, aunque por la negligencia de los sacerdotes estuvo por algún tiempo sepultada, desde que el piadoso rey Josías la encontró ha sido usada y ha andado en las manos de los hombres hasta el día de hoy continuamente. Además, el rey Josías no la dio a conocer al público como cosa nueva y nunca oída, sino como cosa muy conocida y cuyo recuerdo era público y reciente. El original estaba guardado en el templo; una copia auténtica, en los archivos del rey. Solamente había sucedido que los sacerdotes hablan dejado de publicarla solemnemente, y también al pueblo le tenía sin cuidado que no se leyese como antes. Y lo que es más, nunca pasó edad ni siglo en que su autoridad no fuese confirmada y renovada ¿No sabían por ventura quién había sido Moisés, los que lelan a David? Y hablando en general de los probos, es cosa cierta que sus escritos han llegado en sucesión continua de mano en mano de padres a hijos, dando testimonio de viva voz los que les habían oído hablar, de modo que no quedaba lugar a duda.
10. La destrucción de los Libros Santos por Antíoco
Lo que esta buena gente objeta sobre la historia de los Macabeos, tan lejos está de derogar la certidumbre de la Sagrada Escritura (que es lo que ellos pretenden), que nada se pueda pensar más apto para confirmarla. Primeramente deshagamos el color con que ellos lo doran; y luego rechazaremos sus argumentos atacándoles con sus propias armas. Puesto que el tirano rey Antíoco (I Mac. 1, 19), dicen, hizo quemar todos los libros de la Ley, ¿de dónde han salido todos los ejemplares que ahora tenernos? Yo les pregunto a mi vez dónde se pudieron escribir tan pronto, si no quedó ninguno. Porque es cosa sabida que luego que la persecución cesó, dichos libros se encontraron enteros y perfectos, y que todos los hombres piadosos que los habían leído y los conocían familiarmente, los admitieron sin contradicción alguna. Además, aunque todos los impíos de aquel tiempo conspiraron a una contra los judíos para destruir su religión, y cada uno de ellos se esforzaba en calumniarlos, con todo, ninguno jamás se atrevió a echarles en cara que hubiesen introducido falsos libros. Porque aunque estos blasfemos hayan tenido la opinión que queráis de la religión de los judíos, in embargo admiten como autor de aquella religión a Moisés. Así que estos charlatanes mentirosos muestran una rabia desesperada cuando hacen el cargo de que han sido falsificados los libros, cuya sacrosanta antigüedad se prueba por el común consentimiento de la Historia. Pero para no esforzarme en vano en refutar tan necias calumnias, consideremos aquí el gran cuidado que Dios ha tenido en conservar su Palabra, cuando frente al parecer de todos y contra toda esperanza, como de un fuego la libró de la impiedad de aquel cruelísimo tirano; fortaleció con tal constancia a los sacerdotes y a los fieles, que no dudaron en exponer su propia vida por guardar este tesoro de la Escritura para sus sucesores; cerró los ojos de los satélites de Satanás de tal manera que, con todas sus investigaciones y pesquisas, nunca pudieron desarraigar del todo esta verdad inmortal. ¿Quién no reconocerá esta insigne y maravillosa obra de Dios, que cuando los impíos penaban que ya hablan quemado todos cuantos ejemplares había, de repente aparecieron de nuevo, y con mayor majestad que antes? Porque al poco tiempo fueron traducidos al griego, traducción que se divulgó por todo el mundo. Y no sólo se mostró el milagro en que Dios libró los documentos de su pacto de los crueles edictos y amenazas de Antíoco, sino también en que en medio de tantas calamidades con que el pueblo judío fue tantas veces afligido, oprimido y casi del todo deshecho, con todo la Ley y los Profetas permanecieron en su integridad y perfección sanos y salvos. La lengua hebrea no sólo no era estimada, sino aun desechada como bárbara, y casi nadie la sabía. De hecho, si Dios no hubiera querido conservar su religión, hubiese perecido del todo. Y en cuanto a que los judíos, después que volvieron de la cautividad de Babilonia, se hablan apartado de la perfección y pureza de su lengua, se ve muy bien por los escritos de los profetas de aquel tiempo; y ello se ha de tener muy en cuenta, porque con esta comparación se verá más clara y evidentemente la antigüedad de la Ley y de los Profetas. ¿Y por medio de quién nos conservó Dios su doctrina de vida, comprendida en la Ley y en los Profetas, para manifestarnos por ella a Jesucristo a su debido tiempo? Por los mayores enemigos de Cristo, que son los judíos; a los cuales, con gran razón, san Agustín llama libreros de la Iglesia cristiana, porque ellos nos han suministrado los libros que a ellos mismos no les sirven para nada.
11. El valor de los Evangelios y de las Epístolas
Si después vamos al Nuevo Testamento, ¡sobre cuán firmes fundamentos se asienta su verdad! Tres evangelistas cuentan la historia en estilo sencillo y vulgar. Los hombres altivos y orgullosos desdeñan esta simplicidad; y la causa realmente es que no consideran los principales puntos de la doctrina, de los cuales fácilmente se deduciría que los evangelistas trataron de los misterios celestiales más altamente de lo que el entendimiento humano puede alcanzar. Ciertamente, cualquiera que tuviere siquiera un poquito de honradez quedará confuso al leer el primer capítulo de san Lucas. Asimismo, los sermones de Jesucristo, que los tres evangelistas cuentan, no permiten que su doctrina sea menospreciada. Mas sobre todos, el evangelista san Juan, como quien. truena desde el cielo, echa por tierra más poderosamente que un rayo la obstinación de aquellos que no se sujetan a la obediencia de la fe. Que se muestren en público todos estos censores que gozan desautorizando la Escritura y desarraigándola de su corazón y del de los demás. Lean el evangelio de san Juan y, quieran o no, allí hallarán mil sentencias que por lo menos los despertarán del sueño en que están. Y aún más, cada una de ellas será como un cauterio de fuego que abrase sus conciencias, para que refrenen sus risas. Lo mismo se ha de entender de san Pablo y de san Pedro, cuyos escritos, aunque la inayor parte de la gente no los pueda acabar de entender, no obstante tienen tal majestad celestial que los refrenan y tienen a raya. Aunque no hubiese más que esto, ello basta para elevar su doctrina sobre cuanto hay en el mundo, es a saber, que san Mateo, el cual antes vivía sólo para cobrar sus ganancias y derechos, san Pedro y san Juan, acostumbrados a pescar con sus barcas, y todos los demás apóstoles, hombres rudos e ignorantes, ninguna cosa habían aprendido en la escuela de los hombres que pudieran enseñar a los demás. En cuanto a san Pab1n después de haber sido, no solamente enemigo declarado, sino hasta cruel y sanguinario, al convertirse en un hombre nuevo demostró claramente con su cambio súbito y nunca esperado que se vela forzado por la voluntad y potencia divinas a sostener la doctrina que habla perseguido. Ladren estos perros cuanto puedan, diciendo que el Espíritu Santo no descendió sobre los apóstoles; tengan por fábula una historia tan evidente; a pesar de ello, el mismo hecho testifica que los apóstoles fueron enseñados por el Espíritu Santo, pues los que antes eran menospreciados por el pueblo, de repente comenzaron a tratar tan admirablemente de los profundos misterios de Dios.
12. Perennidad de la Escritura
Hay todavía otras buenas razones, por las que se prueba que el común acuerdo de la Iglesia no es cosa de poca importancia. Porque no se debe tener en poco el que a través de tantos siglos como han pasado después de la publicación de la Escritura, haya habido común y perpetuo acuerdo en obedecerla. Y aunque Satanás se ha esforzado de diversas maneras en oprimirla, destruirla y aun borrarla totalmente de la memoria de los hombres, con todo, ella, como la palmera, siempre permaneció inexpugnable y victoriosa. Porque casi no hubo en los tiempos pasados ni filósofo ni retórico famoso que no haya empleado su entendimiento contra ella; pero no consiguieron nada. Todo el poder de la tierra se armó para destruirla, mas todos sus intentos se convirtieron en humo y nada. ¿Cómo hubiera resistido siendo tan duramente acometida por todas partes, si no hubiera tenido más ayuda que la de los hombres? Por ello más bien se debe concluir que la Escritura Santa que tenemos es de Dios, puesto que, a pesar de toda la sabiduría y poder del mundo, ha permanecido en pie por su propia virtud hasta hoy. Nótese, además, que no fue una sola ciudad, ni una sola nación, las que consintieron en admitirla, sino que en toda la amplitud de la tierra ha alcanzado autoridad por un común consentimiento de pueblos y naciones tan diversos que, por otra parte, en ninguna otra cosa estaban de acuerdo. Siendo, pues, esto así, tal acuerdo de naciones tan diversas, que en lo demás están en de acuerdo entre sí, debe conmovernos, pues ciertamente que tampoco convendrían en esto si Dios no las uniese; sin embargo esta consideración tendrá más peso cuando contemplemos la piedad de los que han consentido en admitir la Escritura. No me refiero a todos, sino a aquellos que el Señor ha puesto como antorchas de su Iglesia para que la iluminen.
13. Testimonio de los mártires
Además de esto, ¡con qué seguridad debemos recibir una doctrina sellada y confirmada con la sangre de tantas personas santas! Ellos, después de admitirla, no dudaron en morir por ella animosamente y sin temor alguno, y aun con grande alegría; y nosotros, habiéndonos sido dada con tales garantías, ¿podremos no recibirla con una convicción cierta y firme? No es, pues, una aprobación cualquiera la que tiene la Escritura, puesto que ha sido sellada y confirmada con la sangre de tantos mártires, principalmente si consideramos que no sufrieron la muerte para dar testimonio de su fe por una especie de furia y frenes! (como suelen hacer algunas veces ciertos espíritus fanáticos), sino por celo de Dios, no desatinado sino sobrio, firme y constante. Hay también muchas otras razones, y de no pocos quilates, por las cuales, no solamente se puede comprobar la dignidad y majestad de la Escritura en el corazón de las personas piadosas, sino también defenderla valerosamente contra la astucia de los calumniadores. Ellas, sin embargo, no son por sí solas suficientes para que se les dé el crédito debido, hasta que el Padre Celestial, manifestando su divinidad las redima de toda duda y haga que se les dé crédito. Así pues, la Escritura nos satisfará y servirá de conocimiento Para conseguir la salvación, sólo cuando su certidumbre se funde en la persuasión del Espíritu Santo, Los testimonios humanos que sirven para confirmarla, dejarán de ser vanos cuando sigan a este supremo y admirable testimonio, como ayuda y causas segundas que corroboren nuestra debilidad. Pero obran imprudentemente los que quieren probar a los infieles, con argumentos, que la Escritura es Palabra de Dios, porque esto no se puede entender sino por fe. Por eso san Agustín 1, con mucha razón dice que el temor de Dios y la paz de la conciencia deben preceder, para que el hombre entienda algo de misterios tan elevados.
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