CAPÍTULO II
DE LA FE. DEFINICIÓN DE LA MISMA Y EXPOSICIÓN DE SUS PROPIEDADES
Segunda parte
III. REFUTACIÓN DE LA DOCTRINA ROMANA
38. La seguridad de la fe no es una conjetura moral
De aquí se puede juzgar cuán perniciosa es la doctrina de los teólogos de la Sorbona, según la cual no podemos en modo alguno juzgar de la gracia de Dios para con nosotros, sino por conjetura moral, en cuanto que cada uno juzga que no es indigno de ella.
Ciertamente, si hubiésemos de juzgar por nuestras obras qué afecto Dios nos tiene, confieso que no lo podemos comprender ni por la menor conjetura del mundo. Mas siendo así que la fe debe responder a la simple y gratuita promesa de Dios, no queda lugar a duda posible. Porque, ¿qué confianza podríamos tener frente al Diablo, si pensamos que Dios solamente nos es propicio a condición de que la pureza de nuestra vida así lo merezca? Mas como he de tratar expresamente de esto en otro lugar, no me alargaré más en ello al presente; sobre todo viendo que nada puede haber más contrario a la fe que la conjetura o cualquier otro sentimiento que tenga algún parecido con la duda y la incertidumbre.
Para confirmar este error, acuden siempre al dicho del Eclesiastés, que indebidamente corrompen: ninguno sabe si es digno de amor o de odio (Ecl. 9, 1). Porque dejando a un lado que este texto ha sido mal traducido en la versión latina, llamada Vulgata, los mismos niños pueden ver lo que Salomón ha querido decir; a saber, que si alguno quiere juzgar, por las cosas presentes, a quiénes Dios aborrece, y a quiénes ama, tal trabajo es vano, puesto que la prosperidad y la adversidad son comunes y pueden sobrevenir lo mismo al justo que al impío; lo mismo al que sirve a Dios, que a quien no se preocupa de El. De donde se sigue que Dios no siempre da testimonio de su amor a aquellos a quienes hace que todo les suceda prósperamente en este mundo; ni tampoco que muestre su odio a los que aflige. Salomón dice esto para confundir la vanidad del entendimiento humano, puesto que es tan tardo para considerar las cosas necesarias y de gran importancia. Lo mismo que había afirmado antes que no se puede discernir en qué difiere el alma del hombre de la de la bestia, pues parece que ambos mueren con la misma clase de muerte (Ecl. 3,19). Si alguno quisiera deducir de aquí que la doctrina que profesamos respecto a la inmortalidad del alma, se funda únicamente en una conjetura, ¿no deberíamos con razón tener a este tal por loco? Entonces, ¿se hallan en su sano juicio los que concluyen que no existe certeza alguna de la gracia de Dios para con los hombres, porque no se puede comprender por el aspecto carnal de las cosas presentes?
39. La fe, sellada por el Espíritu Sonto, jamás es presuntuosa
Pero ellos alegan que es una temeraria presunción querer arrogarse un conocimiento indubitable y cierto de la voluntad de Dios. Evidentemente yo estaría de acuerdo, si nosotros nos atreviésemos a querer someter el incomprensible consejo y decreto de Dios a la pequeñez de nuestro entendimiento. Mas, como nosotros simplemente afirmamos con san Pablo que “no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Cor. 2, 12), ¿qué pueden ellos objetar contra esto, sin que hagan gran injuria al Espíritu de Dios? Y si es un horrendo sacrilegio hacer sospechosa de mentira, de duda o de ambigüedad a la Revelación, cuyo autor es Dios, ¿qué pecado cometemos nosotros al afirmar que es del todo cierto lo que Él nos ha revelado?
Pero ellos pretenden además que no carece tampoco de gran temeridad el atreverse a gloriarse de tal manera del Espíritu de Cristo, ¿Quién podría creer que la necedad e ignorancia de los que quieren ser tenidos por doctores del mundo entero llegue a tal extremo, que desconozcan los mismos elementos de la religión cristiana? Ciertamente a mi me resultaría increíble, si sus mismos libros no diesen fe de ello.
San Pablo tiene únicamente por hijos de Dios a los que son guiados por el Espíritu de Dios (Rom. 8, 14); en cambio éstos quieren que los hijos de Dios sean guiados por su propio espíritu, y están privados del Espíritu de Dios. San Pablo nos enseña a llamar a Dios Padre, “porque el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom. 8, 16); éstos, aunque no nos prohíben invocar a Dios, nos privan, sin embargo, del Espíritu, bajo cuya guía y adiestramiento ha de ser invocado. San Pablo niega que sea siervo de Cristo “el que no tiene el Espíritu de Cristo” (Rom. 8,9); éstos se imaginan un cristianismo que no tenga necesidad del Espíritu de Cristo. San Pablo no nos deja esperanza alguna de la resurrección gloriosa, si no sentimos que el Espíritu reside en nosotros (Rom. 8, 11); éstos fingen una esperanza vacía de tal sentimiento.
Quizás respondan que ellos no niegan que es necesario que el Espíritu Santo resida en nosotros, sino que es humildad y modestia pensar que no reside en nosotros. Entonces, ¿qué quiere decir el Apóstol cuando manda a los corintios que se examinen si están en la fe, que se prueben si tienen a Cristo, pues si alguno no conoce si reside Cristo en él es que es un réprobo (2 Cor. 13,5—6)? Y san Juan dice: “en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn. 3,24). Y ¿qué otra cosa hacemos sino poner en duda las promesas de Cristo, al querer ser tenidos por siervos de Dios sin tener su Espíritu, el cual prometió que lo derramaría sobre sus siervos (Is. 44, 3)? ¿Qué hacemos sino robar al Espíritu Santo su gloria, separando de Él la fe, que es una obra que procede directamente de Él?
Siendo, pues, éstos los rudimentos que debemos aprender en la religión cristiana, gran ceguera es querer tachar a los cristianos de arrogantes, porque se atreven a gloriarse de que el Espíritu Santo reside en ellos, sin lo cual no puede haber cristianismo alguno. Ellos con su ejemplo muestran cuán grande verdad dijo el Señor, al afirmar que su Espíritu no es conocido por el mundo, y que solamente lo conocen aquellos en quienes Él reside (Jn. 14, 17).
40. La naturaleza de la verdadera fe es perseverar
A fin de destruir la firmeza y certidumbre de la fe de todas las maneras posibles, la atacan también con otra clase de argumentación. Dicen que aunque podamos establecer un juicio acerca de la gracia de Dios según la justicia en que al presente nos encontramos, sin embargo la certidumbre de nuestra perseverancia queda en suspenso. ¡Donosa confianza de salvación la que tendríamos, sino pudiéramos más que juzgar por conjetura, que ellos llaman moral, que al presente estamos en gracia de Dios, ignorando lo que acontecerá mañana! Muy otra es la doctrina del Apóstol, al decir: “Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús” (Rom. 8,38-39).
Pretenden escabullirse con una yana solución: dicen que el Apóstol sabía esto por una especial revelación; pero están tan cogidos, que es difícil que puedan escaparse. En efecto, el Apóstol trata en este lugar de los beneficios y mercedes que todos los fieles en general alcanzan por la fe, no de los que él en particular sentía en sí mismo.
Es cierto que el Apóstol en otro lugar nos pone sobre aviso, recordándonos nuestra debilidad e inconstancia: “El que piensa estar firme”, dice, “mire que no caiga” (1 Cor. 10,12). Esto es verdad. Sin embargo, él no se refiere a un temor que deba hacernos desmayar y perder el ánimo, sino de un temor en virtud del cual aprendamos a humillarnos bajo la poderosa mano de Dios, como lo declara san Pedro (1 Pe. 5,6). Además, ¿qué dislate no sería querer limitar a un momento de tiempo la certidumbre de la fe, cuando es cualidad propia suya superar la vida presente y llegar a la inmortalidad futura?
Reconociendo, pues, los fieles que a la gracia de Dios deben el que, iluminados por su Espíritu, gocen por la fe de la contemplación de la vida celeste, está tan lejos de ser arrogancia esta gloria, que si alguno se avergüenza de confesarle muestra una ingratitud suprema en vez de modestia y humildad, en cuanto que suprime y oscurece la bondad de Dios.
IV. RELACIÓN DE LA FE CON LA ESPERANZA Y EL AMOR
41. La fe y la esperanza
Por tanto, a mi parecer la naturaleza de la fe no se puede explicar más claramente que por la sustancia de la promesa, en la cual, a modo de un firme fundamento, de tal manera se apoya, que si se suprimiera, se vendría a tierra por completo, o mejor dicho, se reduciría a nada. Por esto he deducido de la promesa la definición que he propuesto de la fe; la cual, sin embargo no se diferencia de la definición o descripción que ofrece el Apóstol de acuerdo con el argumento que trata. Él dice que la fe es una subsistencia de las cosas que se esperan, y una muestra o prueba de las cosas que no se ven (Heb. 11,1). Con la palabra “hipóstasis” (subsistencia), que emplea el Apóstol, entiende el firme sustentáculo sobre el cual se apoyan los fieles. Como si dijese que la fe es una posesión cierta y segura de las cosas que Dios ha prometido; a menos que alguno prefiera tomar el término “hipóstasis” por confianza, lo cual no me desagrada, aunque yo prefiero entenderlo en el primer sentido, que es el más corriente. Además, significa que hasta el último día, en el que los libros serán abiertos (Dan. 7, 10), las cosas que se refieren a nuestra salvación son demasiado sublimes para que podamos comprenderlas con nuestros sentidos, ni mirarlas con nuestros ojos, o tocarlas con nuestras manos; y que, por tanto, no las podemos poseer más que trascendiendo la capacidad de nuestro entendimiento, y levantando nuestra mirada sobre cuanto se puede ver en el mundo; en suma, trascendiéndonos a nosotros mismos; por esta razón añade que la seguridad de poseer se refiere a cosas que están en esperanza, y por tanto no se ven. Porque la evidencia, como dice san Pablo, es distinta de la esperanza, y no esperamos las cosas que vemos (Rom. 8,24).
Al llamarla demostración o prueba de las cosas que no se ven, o, como con frecuencia tradujo san Agustín, “convicción de las cosas que no están presentes”, es como si dijera que es una evidencia de cosas ocultas, una visión de lo que no se ve, una claridad de cosas oscuras, presencia de cosas ausentes, demostración de lo que no está patente. Porque los misterios de Dios, como son los que pertenecen a nuestra salvación, no se pueden contemplar en sí mismos, ni en su naturaleza; únicamente los podemos ver en la Palabra de Dios, cuya verdad debemos tener por tan cierta, y tan persuadidos debemos estar de ella, que hemos de considerar como realizado y cumplido todo cuanto Él nos dice.
La fe y el amor. ¿Cómo, pues, podrá elevarse nuestro espíritu a experimentar el gusto de la bondad divina, sin que todo él se encienda y abrase en deseos de amar u Dios? Porque la abundancia de suavidad que Dios tiene escondida para los que le temen no se puede verdaderamente entender sin que a la vez se llene de afecto el corazón, y una vez así inflamado, lo lleva totalmente tras si. Por tanto, no hemos de maravillarnos de que este afecto no penetre jamás en un corazón perverso y retorcido; ya que este afecto nos transporta al cielo; por él somos admitidos en los recónditos tesoros de Dios y los sacrosantos misterios de su reino, que de ninguna manera deben ser profanados con la entrada de un corazón impuro.
En cuanto a lo que enseñan los sorbonistas, que la caridad precede a la fe y a la esperanza, no es más que un puro despropósito, puesto que únicamente la fe engendra primeramente en nosotros la caridad. ¡Cuánto mejor que ellos se expresa san Bernardo! He aquí sus palabras: “El testimonio de la conciencia, al cual san Pablo llama la gloria de los fieles (2 Cor. 1, 12), consiste, a mi parecer, en tres puntos. Primeramente, y ante todo, es necesario que creas que tú no puedes alcanzar perdón de los pecados sino por la gratuita misericordia de Dios; en segundo lugar, que no puedes en absoluto tener cosa alguna que sea buena, si El mismo no te la ha concedido; lo tercero y último es que tú con ninguna buena obra puedes merecer la vida eterna, sin que ella también te sea dada gratuitamente”. Y poco después dice que estas cosas no bastan, sino que son el principio de la fe; porque creyendo que los pecados no pueden ser perdonados mas que por Dios, hay que creer a la vez que nos son perdonados, hasta que por el testimonio del Espíritu Santo estemos convencidos de que nuestra salvación está bien asegurada; porque Dios perdona los pecados, Él mismo da los méritos, Él mismo los galardona con el premio; y no podemos pararnos en este principio o introducción”.
Pero de estas y otras cosas semejantes trataremos en otro lugar. Baste de momento saber qué es la fe.
42. La esperanza es la expectación de lo que cree la fe
Ahora bien, donde quiera que exista esta fe viva, necesariamente irá acompañada de la esperanza en la vida eterna; o por mejor decir, ella la engendra y produce. Y si no tenemos esta esperanza, por muy elocuente y elegantemente que hablemos de la fe, es indudable que no existe asomo de fe en nosotros. Porque si, según se ha dicho, la fe es una persuasión indubitable de la verdad de Dios, la cual verdad no puede mentirnos, engañarnos o burlarse de nosotros, los que han llegado a la posesión de esta firme certidumbre, a la vez esperan con toda seguridad que Dios habrá de cumplir sus promesas, que ellos tienen por verdaderas. De manera que, en resumen, la esperanza no es otra cosa sino una expectación de aquellas cosas que la fe cree indubitablemente que Dios ha prometido. Así la fe cree que Dios es veraz; la esperanza espera que a su debido tiempo revelará la verdad. La fe cree que Dios es nuestro Padre; la esperanza confía que siempre se ha de mostrar tal con nosotros. La fe cree que nos es dada la vida eterna; la esperanza espera que llegará el momento en que podamos gozar de ella. La fe es el fundamento en el que reposa la esperanza; la esperanza alimenta y sostiene la fe. Porque como nadie puede esperar cosa alguna de Dios, si antes no ha creído en sus promesas, de la misma manera es necesario que la fragilidad de nuestra fe sea mantenida y sustentada esperando pacientemente, a fin de que no desfallezca.
Por esta razón san Pablo, con toda razón hace consistir nuestra salvación en la esperanza (Rom. 8,24). Porque mientras ella espera al Señor en silencio retiene a la fe, para que no camine apresuradamente y tropiece; la confirma, para que no vacile en las promesas de Dios, ni admita dudas acerca de ellas; la reconforta, para que no se fatigue; la guía hasta el fin, para que no desfallezca en medio del camino, ni al principio de la jornada; en fin, continuamente la está renovando y restaurando, infundiéndole fuerzas y vigor para que cada día se haga más rob1usta a fin de que persevere.
Ciertamente se verá mucho más claramente de cuántas maneras es necesaria la esperanza para confirmar la fe, si consideramos por cuántas clases de tentaciones se ven acometidos y asaltados los que han abrazado la Palabra de Dios.
Primeramente, diferiendo muchas veces el Señor sus promesas más tiempo del que querríamos, nos tiene en suspenso. En este caso el oficio de la esperanza es hacer lo que manda el profeta, que si las promesas se retrasan, no debemos a pesar de ello dejar de esperar (Hab. 2, 3).
A veces Dios no solamente nos deja desfallecer, sino que incluso deja ver y manifiesta cierta ira contra nosotros. En este caso es especialmente necesaria la ayuda de la esperanza, para que, conforme a lo que otro profeta dice, podamos esperar al Señor, aunque haya escondido su rostro (Is. 8, 17).
Surgen también algunos "burladores", como dice san Pedro, diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación" (2 Pe. 3,8); e incluso la carne y el mundo sugieren estas mismas cosas a nuestro oído. Aquí es necesario que la fe, apoyándose en la paciencia de la esperanza, contemple fijamente la eternidad del reino de Dios, para que tenga mil años como si fuesen un solo día (Sal. 90,4).
43. En la Escritura, la fe y la esperanza son frecuentemente sinónimos
Por esta afinidad y unión, la Escritura confunde a veces estos dos términos de fe y esperanza. Cuando san Pedro dice que el poder de la fe nos guarda hasta el tiempo de la revelación (l Pe. 1,5), lo que más bien pertenece a la esperanza lo atribuye a la fe. Y ello no sin motivo, pues ya hemos probado que la esperanza no es más que el alimento y la fuerza de la fe.
A veces también se ponen juntas ambas cosas. Así en la misma epístola: "para que vuestra fe y esperanza sean en Dios" (1 Pe. 1,21). Y san Pablo, en la Epístola a los Filipenses, de la esperanza deduce la expectación (Flp. 1,20); porque esperando pacientemente reprimimos nuestros deseos hasta que llegue el momento de Dios. Todo esto se puede comprender mucho mejor por el capítulo décimo de la Epístola a los Hebreos que ya he alegado (Heb. 10,36).
San Pablo en otro lugar, aunque habla distintamente, entiende lo mismo cuando dice: "Nosotros por el Espíritu aguardamos por la fe la esperanza de la justicia" (Gál. 5,5); en cuanto que habiendo recibido el testimonio del Evangelio del amor gratuito que Dios nos tiene, esperamos que Dios muestre claramente lo que al presente está escondido bajo la esperanza.
No es, pues, ahora difícil ver cuán crasamente yerra Pedro Lombardo a1 poner un doble fundamento a la esperanza; a saber, la gracia de Dios y el mérito de las obras, cuando no puede tener otro fin sino la fe. Y ya hemos probado que la fe a su vez, no tiene más blanco que la misericordia de Dios, y que en ella únicamente ha de poner sus ojos. Pero no estará de más oír la donosa razón que da para probar su opinión: "si tu te atreves", dice, "a algo sin méritos, esto no se debe llamar esperanza, sino presunción”. Yo pregunto, amigo lector, ¿quién no condenará con toda razón a tales bestias que osan acusar de temeridad y presunción a cualquiera que confía y tiene por cierto que Dios es veraz? Puesto que, queriendo el Señor que esperemos de su bondad todas estas cosas, hay quien dice que es presunción apoyarse en ella. Tal maestro es digno de los discípulos que ha habido en las escuelas de los sofistas de la Sorbona.
Nosotros, por el contrario, cuando vemos que Dios abiertamente manda que los pecadores tengan la esperanza cierta de la salvación, de muy buen grado alardeamos tanto de su verdad, que confiados en su sola misericordia y dejando a un lado la confianza en las obras, esperamos con toda seguridad lo que nos promete. Al hacerlo así, no nos engañará aquel que dijo: "Conforme a vuestra fe os sea hecho". (Mt. 9,29).