CAPÍTULO X
PODER DE LA IGLESIA PARA DAR LEYES. CON ELLO EL PAPA Y LOS SUYOS EJERCEN UNA CRUEL TIRANÍA Y TORTURA CON LAS QUE ATORMENTAN A LAS ALMAS
1. ¿Puede la Iglesia someter las conciencias a sus llamadas leyes "espirituales" ?
Viene luego la segunda parte, que hacen consistir en dar leyes. De esta fuente nacieron infinitas tradiciones humanas, como otros tantos lazos para ahogar las infelices almas. Porque ellos no sienten más escrúpulo que los escribas y fariseos al poner sobre los hombros de los hombres cargas pesadas y difíciles de llevar, mientras ellos ni con un dedo querían moverlas (Mt.23,4).
Ya he mostrado en otra parte qué cruel tortura es lo que mandan por lo que se refiere a la confesión auricular. En otras leyes no se ve tanta violencia; pero aun las más tolerables oprimen tiránicamente a las conciencias. Omito que adulteran y profanan el culto divino, y despojan de su derecho al mismo Dios, único legislador.
Sobre este poder tenemos que tratar ahora: si es lícito a la Iglesia obligar a las conciencias con sus leyes. Esta discusión no se refiere al orden político. Solamente se trata de que Dios sea honrado de acuerdo con el orden que Él ha establecido, y que quede a salvo la libertad espiritual, que se refiere a Dios. Es costumbre llamar tradiciones humanas a todas las disposiciones relativas al culto divino que los hombres han hecho al margen de la Palabra de Dios. Contra éstas se dirige nuestra controversia, no .contra las santas y útiles determinaciones de la Iglesia, que sirven para mantener la disciplina, la honestidad o la paz.
No puede imponer una necesidad de la que Cristo nos ha liberado. El fin de esta discusión es reprimir el excesivo y bárbaro dominio que se toman sobre las almas los que quieren ser tenidos por pastores de la Iglesia, pero que en realidad no son más que crueles verdugos. Dicen que las leyes que dan son espirituales, que se refieren al alma y son necesarias para la salvación. De esta manera asaltan y violan el reino de Cristo. De esta manera la libertad que Él dio a la conciencia de los fieles es del todo oprimida y destruida.
No hablo ahora de la impiedad en que fundan la observancia de sus leyes, enseñando que mediante ella alcanzarán el perdón de los pecados, la justicia y la salvación, y haciendo consistir en ello la suma de la religión y la piedad. Lo que sostengo es que no se puede obligar a las conciencias con cosas en las que Cristo ha dado libertad; y que si no son libres, no pueden tener tranquilidad de conciencia ante Dios. Que reconozcan a Cristo como libertador suyo y su único rey, y que sean gobernadas por la ley de la libertad, y se dirijan por la sacrosanta palabra del Evangelio, si quieren conservar la gracia que una vez alcanzaron de Cristo; que no se sometan a servidumbre ninguna, ni se aten con lazos de ninguna clase.
2. Roma liga las almas con observancias necesarias, pero imposibles
Simulan estos Salomones que sus constituciones son leyes de libertad, un yugo suave y una carga ligera. Pero ¿quién no ve que todo esto es una solemne mentira? Desde luego, ellos no sienten el peso de sus leyes, puesto que, dejando a un lado el temor de Dios, no tienen en cuenta en absoluto las leyes, ni divinas ni humanas. Pero los que se preocupan algo de su salvación están muy lejos de sentirse libres mientras se ven atados con estos lazos.
Vemos con cuánto cuidado se ha conducido san Pablo en esta materia, hasta el punto de no atreverse a imponerles un lazo en una sola cosa (1 Cor. 7, 35). Y con razón. Él veía qué grande herida se causaba a las conciencias si se les imponía obligación en aquellas cosas en que el Señor había dejado libertad. Por el contrario, apenas se pueden enumerar las obligaciones que éstos han establecido bajo pena de muerte eterna, las cuales mandan que se observen como si sin ellas el hombre no se pudiera salvar. Ahora bien, entre ellas hay muchas que muy difícilmente se pueden guardar; y todas ellas, si se las reúne, es imposible en absoluto observarlas. ¿Cómo, entonces, no se van a ver atormentados por la ansiedad, el horror y la perplejidad quienes se debaten entre tanta dificultad? Contra estas leyes es mi intención hablar, pues están hechas con el propósito de ligar internamente las almas delante de Dios, y de oprimir con ellas las conciencias como si fueran cosas necesarias de guardar si queremos conseguir la salvación.
3. ¿Pueden tales leyes imponerse a la conciencia de los fieles?
Son muchos los que se sienten embarazados con esta cuestión, porque no saben distinguir entre el foro que llaman externo, y el juicio de la conciencia, o foro humano. Aumenta además la dificultad lo que manda san Pablo, que obedezcamos al magistrado, no solamente por temor del castigo, sino también por causa de la conciencia (Rom. 13, 1-5); de donde se sigue que las conciencias están obligadas a guardar incluso las leyes políticas. Si fuese así, todo cuanto hemos dicho en el capítulo precedente, y lo que ahora vamos a decir sobre el gobierno espiritual, cae por tierra.
Definición de la conciencia. Para solucionar esta dificultad ante todo es necesario saber qué es la conciencia. Daremos la definición de acuerdo con la etimología de la palabra. Así como cuando los hombres alcanzan con la mente y el entendimiento la noticia de las cosas se dice que saben - de lo cual proviene el nombre de ciencia -, del mismo modo cuando tienen como testigo el sentimiento del juicio divino, que no les permite ocultar sus pecados, sino que los hace patentes delante del tribunal del juez, a ese sentimiento se le llama conciencia. Es una realidad intermedia entre Dios y los hombres, que no permite que la persona oculte en sí misma lo que sabe, sino que la persigue hasta obligarla a reconocer su falta. Esto es lo que entiende san Pablo cuando dice que la conciencia da testimonio a los hombres, acusándolos o defendiéndolos sus razonamientos en el juicio de Dios (Rom. 2,15). Un simple conocimiento podría permanecer en el hombre como encerrado. En cambio, este pensamiento que hace comparecer al hombre delante del juicio de Dios es como una guardia puesta al hombre, que mira y observa todos sus secretos, para que ninguna cosa quede escondida. De aquí el proverbio antiguo: "La conciencia es como mil testigos". Y por esta misma razón san Pedro pone "la aspiración de una buena conciencia" (1 Pe.3,21), para la tranquilidad del alma, cuando convencidos por la gracia de Cristo nos presentamos sin temor alguno delante de Dios. Y el autor de la Carta a los Hebreos dice que los fieles no tendrán ya más conciencia de pecado (Heb.10, 2), por estar ya libres, o absueltos, de manera que el pecado ya no les remuerde.
4. La conciencia respecto a Dios liga necesariamente
Y así como nuestros actos tienen relación con los hombres, así igualmente la conciencia tiene relación con Dios; de manera que una buena conciencia no es otra cosa que una integridad interior del corazón. De acuerdo con esto dice san Pablo que el cumplimiento de la Leyes "el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida" (1 Tim. 1, 5). Y luego en el mismo capítulo muestra cuánto difiere de la inteligencia, diciendo que algunos han hecho naufragio en la fe por haber dejado la buena conciencia. Con estas palabras demuestra que es un vivo afecto de honrar a Dios y un sincero deseo de vivir piadosa y santamente.
Algunas veces también se extiende a lo que concierne a los hombres, como cuando el mismo san Pablo dice, según refiere san Lucas, que procuraba "tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres" (Hch. 24, 16). Pero esto lo dijo en cuanto que los frutos de la buena conciencia se extienden a los hombres. Pero hablando propiamente se refiere sólo a Dios, como hemos dicho. Por eso se dice que la Ley liga la conciencia simplemente cuando liga al hombre independientemente de los otros hombres y sin tenerlos en cuenta. Pongamos un ejemplo: No solamente manda Dios que tengamos el corazón limpio de toda impureza, sino que además prohíbe toda palabra inconveniente y la lujuria externa. Mi conciencia está obligada a guardar esta ley aunque no hubiese ningún hombre en el mundo. Por eso el que vive desordenadamente, no solamente peca dando mal ejemplo a sus hermanos, sino que también liga su conciencia con la culpa delante de Dios.
En las cosas de suyo indiferentes respecto al prójimo, nuestra conciencia queda libre. Otra cosa es en los actos indiferentes. En cuanto a ellos debemos preocuparnos si son motivo de escándalo; pero la conciencia queda libre. San Pablo, a propósito de la carne sacrificada a los ídolos, habla así: "Mas si alguien os dijere: Esto fue sacrificado a los ídolos; no lo comáis, por motivos de conciencia; no la tuya, sino la del otro" (1 Cor.10, 28-29). Pecaría el fiel que, advertido, sin embargo comiese carne. Mas, si bien debe abstenerse en consideración a sus hermanos, como Dios se lo manda, sin embargo no deja de tener libertad de conciencia. Vemos, pues, cómo esta ley obliga en cuanto a la obra exterior, pero deja libre la conciencia.
5. Las leyes civiles y políticas no pertenecen al régimen espiritual de las almas
Volvamos ahora a las leyes humanas. Si son dadas con el fin de obligar la conciencia, como si el guardarlas fuera de por sí necesario, afirmamos que se carga la conciencia de una manera ilícita. Porque nuestra conciencia no tiene que ver con los hombres, sino solamente con Dios. Tal es el sentido de aquella diferencia entre foro de la conciencia y foro externo. Cuando el mundo entero estaba rodeado de la oscuridad de la ignorancia, sin embargo brillaba este débil destello de luz de la conciencia, a fin de que los hombres conociesen que estaba por encima de todos los juicios humanos. Aunque lo que confesaban de palabra lo destruían con los hechos. No obstante, quiso el Señor que aun entonces hubiese algún testimonio de la libertad cristiana que libertase a los hombres de la tiranía de los mismos.
Pero aún no está solucionada la dificultad que surge de las palabras de san Pablo. Porque si se debe obedecer a los príncipes no solamente a causa del castigo, sino también por la conciencia, parece que de ahí se sigue que incluso las leyes que dan los príncipes obligan a las conciencias. Y si esto es verdad, lo mismo hay que decir de las eclesiásticas.
Respondo que hay que distinguir aquí entre el género y la especie. Si bien todas las leyes no obligan en conciencia, sin embargo estamos obligados en general a guardarlas por mandato de Dios, que ha aprobado y establecido la autoridad de los magistrados. Y la disputa de san Pablo se centra en esto: que hay que honrar a los magistrados, porque están establecidos por Dios (Rom. 13,1). Pero no enseña que las leyes que dan los magistrados pertenezcan al régimen espiritual de las almas, puesto que él ensalza el servicio de Dios y la regla espiritual de bien vivir sobre todos los decretos humanos.
Tampoco ligan las conciencias. Lo otro que se debe notar y depende de lo primero, es que las leyes humanas, o las que han hecho el magistrado o la Iglesia, aunque sea necesario guardarlas — me refiero a las leyes justas y buenas — sin embargo no obligan de por sí a la conciencia, puesto que la necesidad se refiere al fin general, y no consiste en las cosas que se han mandado. Muy lejos están de este camino los que prescriben nuevas formas de servir a Dios, y ponen como obligatorias cosas que son libres.
6. La iglesia romana liga los conciencias con innumerables leyes establecidas fuera de la Palabra de Dios
Tales son las leyes que actualmente se llaman en el papado eclesiásticas, que, según ellos, se introducen por un verdadero y necesario culto divino. Estas leyes son innumerables; e innumerables, por tanto, son los lazos para atar y enredar las conciencias. Aunque de esto hemos tratado ya en la exposición de la Ley, procuraré ahora exponerlo en conjunto y brevemente de la manera más ordenada posible por ser este lugar más adecuado al tema. Como hace poco tratamos cuanto nos pareció necesario de la tiranía que los malos obispos se arrogan en la libertad que se toman de enseñar cuanto se les antoja, dejaré a un lado este punto. Aquí me detendré solamente a exponer la autoridad que pretenden tener para dar leyes.
Los malos obispos cargan la conciencia de los fieles con nuevas leyes con el pretexto de que son legisladores espirituales, puestos por Dios para el gobierno de la Iglesia. Quieren que todo el pueblo cristiano guarde y observe como necesario para la salvación todo cuanto ellos ordenan y disponen. Y dicen que quien violare tales leyes es dos veces desobediente, pues es rebelde a Dios y a su Iglesia. Si ellos fueran verdaderos obispos, no tendría inconveniente en concederles alguna autoridad en este punto; no tanta cuanta ellos desean, sino la que se requiere para el buen orden de la administración eclesiástica. Pero como quiera que nada son menos que lo que dicen ser, no se pueden tomar la menor atribución sin que al momento pasen de la medida.
Mas como ya hemos tratado este punto, concedámosles de momento que toda la autoridad que tienen los verdaderos obispos les pertenece por derecho legitimo. Pues aun así niego que en virtud de este derecho sean dados al pueblo cristiano como legisladores, como si por sí mismos pudieran dar reglas de vida, y forzar al pueblo a ellos encomendado a observar sus prescripciones. Al decir esto entiendo que no les es lícito mandar que la Iglesia guarde como cosa necesaria lo que ellos por sí mismos al margen de la Palabra de Dios se han imaginado. ‘Y como los apóstoles nunca han conocido tal derecho, y tantas veces por boca del Señor se ha prohibido a los ministros de la Iglesia, me sorprende que haya habido hombres que se hayan atrevido, y que hoy en día se atrevan a tomárselo sin que los apóstoles hayan dado ejemplo, y contra la manifiesta prohibición de Dios.
7. La perfecta regla de buen vivir se comprende en la Ley del Señor
Por lo que hace a la regla perfecta de buen vivir, el Señor lo ha comprendido todo en su Ley, de tal manera que no ha dejado que los hombres puedan añadir nada. Y esto lo hizo primeramente para que le tengamos como único Maestro, pues toda la perfección de nuestra vida consiste en que todas nuestras acciones vayan encaminadas y dirigidas conforme a la voluntad de Dios, como única regla de vida. Y en segundo lugar, para darnos a entender que no hay cosa que más pida de nosotros que la obediencia.
Por esto dice Santiago: “El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder” (Sant. 4, 11-12). Vemos aquí cómo el Señor se atribuye a sí mismo como cosa propia el regimos con los mandamientos y leyes de su Palabra. Y esto mismo lo había dicho antes Isaías, aunque no con palabras tan claras: “Jehová es nuestro Juez, Jehová es nuestro legislador; él mismo nos salvará” (Is. 33,22). En uno y otro pasaje se muestra que nuestra vida y nuestra muerte dependen de su autoridad, y que él tiene derecho sobre nuestra alma. Y Santiago claramente afirma incluso que ningún hombre se puede tomar esta autoridad. Así pues, debemos reconocer a Dios por único rey de las almas, con poder Él solo para salvar y condenar, como lo dicen las palabras de Isaías: que es Rey, Juez y Legislador. Y así también san Pedro, cuando advierte a los pastores su deber, les exhorta a que apacienten su rebaño de tal manera que no se tomen señorío sobre la heredad del Señor (1 Pe. 5,2-3), entendiendo con el nombre de heredad a los fieles. Si consideráramos bien qué gran maldad es atribuir al hombre lo que el Señor dice que le pertenece a Él solo, vertamos que con esto se les priva de toda La autoridad que se atribuyen a sí mismos quienes se atreven a mandar en la Iglesia cualquier cosa independientemente de la Palabra de Dios.
8. Sólo Dios es nuestro legislador, y ordena lo que le agrada
Mas como toda la cuestión es que, si Dios es nuestro único legislador, no es lícito a los hombres atribuirse este honor, es preciso recordar a la vez las dos razones que ya hemos expuesto, en virtud de las cuales el Señor dice que esto le pertenece a Él solo. La primera es que Él quiere que su voluntad sea para nosotros regla perfecta de toda justicia y santidad, y que de esta manera la ciencia perfecta del bien vivir sea conocer lo que le agrada.
La segunda es que, cuando se trata del modo de servirle bien y santamente, sólo Él quiere tener el señorío de nuestras almas; que a Él solo debemos obedecer y de Él solo depender.
El criterio de las buenas y legítimas constituciones. Teniendo en cuenta estas dos razones, fácil será juzgar y saber qué constituciones humanas son contrarias a la Palabra de Dios. Tales son aquellas que se afirma pertenecen al culto divino, a cuya observancia se está obligado en conciencia como cosas necesarias que son. Pensemos, pues, con este criterio de todas las constituciones humanas, si queremos estar seguros de que no nos engañaremos al juzgarlas.
Apoyado en la primera razón, discute san Pablo en la Carta a los Colosenses contra los falsos apóstoles que intentaban agravar las iglesias con nuevas cargas (Col. 2,8). De la segunda se sirve en la Epístola a los Gálatas para el mismo fin.
Expone en la Carta a los Colosenses, que respecto al verdadero culto divino no se debe tener en cuenta la doctrina de los hombres, porque el Señor nos ha enseñado fiel y plenamente el modo en que quiere ser servido. Y para probarlo, dice en el capítulo primero que en el Evangelio se contiene toda la sabiduría, para que el hombre llegue a la perfección en Cristo (Col. 1,28). Al principio del capitulo segundo afirma que todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en Cristo (Col. 2,3); y de aquí concluye luego que los fieles se guarden de ser apartados del aprisco de Cristo por la yana filosofía conforme a las constituciones de los hombres (Col. 2,8). Y al fin del capítulo condena con mayor energía todos los cultos inventados por los hombres o recibidos de otros hombres, y todos los preceptos que se atreven a dar referentes al culto divino (Col.2, 16-23). Vemos, pues, que son impías todas las constituciones en cuya observancia se imagina el hombre que se contiene el culto divino.
Los pasajes con que convence a los gálatas para que no pongan lazos a las conciencias, pues sólo Dios es quien debe regirlas (Gál. 5,1), son bien claros, principalmente en el capítulo quinto. Baste, pues, con haberlo advertido.
9. Crítica de las constituciones romanas, en cuanto a las ceremonias y a la disciplina
Pero como toda ésta doctrina se entenderá más claramente con ejemplos, será muy a propósito aplicarla a nuestros tiempos.
Afirmamos que las constituciones que llaman eclesiásticas, con las que el Papa y los suyos gravan a la Iglesia, son perniciosas e implas. Nuestros adversarios, por el contrario, afirman que son saludables y santas.
Dos son las clases de estas constituciones; unas se refieren a las ceremonias y ritos; otras, más bien a la disciplina. ¿Tenemos razón para hablar contra unas y otras? La razón es más justa de lo que quisiéramos.
En primer lugar, ¿no mantienen claramente sus mismos autores que el verdadero culto divino consiste en ellas? ¿Con qué fin instituyen sus ceremonias, sino para honrar con ellas a Dios? Y esto no se hace sólo por ignorancia del vulgo, sino con la aprobación de los que ocupan el puesto de maestros y doctores. Y no hablo aún de las graves abominaciones con que han intentado echar por tierra toda la piedad. Mas es cierto que no tendrían por un enorme crimen faltar a la más mínima tradición, si no creyesen que el culto divino consistía en estas invenciones suyas.
Por lo tanto, ¿qué pecado cometemos, si no queremos soportar que la legítima manera de servir a Dios sea ordenada por el capricho de los hombres, cuando san Pablo enseña que es algo intolerable; principalmente cuando nos mandan honrar a Dios según “los rudimentos del mundo” (Col. 2,20), que según san Pablo contradicen a Cristo?
Además, bien sabido es con qué rigor obligan a las conciencias a observar todo cuanto ellos mandan. Al oponernos a esto, nuestra causa es la de san Pablo, el cual no quería de ningún modo consentir en que la conciencia de los fieles se sometiese al capricho de los hombres.
10. Se desprecia los mandamientos de Dios en beneficio de las tradiciones humanas
Pero aún hay algo peor. Después que se ha comenzado una vez a adornar la religión con tan vanas invenciones, a esta iniquidad le sigue incesantemente otra execrable impiedad, de la que Cristo acusaba a los fariseos, que era quebrantar el mandamiento de Dios por sus propias tradiciones (Mt. 15,3). No quiero discutir con mis palabras contra los legisladores de nuestro tiempo. Ciertamente conseguirán la victoria, si de algún modo pueden purificarse de esta acusación de Cristo. Mas, ¿cómo lo lograrán, cuando entre ellos se tiene por mayor abominación el no haberse confesado una vez al año, que haber vivido durante todo él una vida de perversidad; o el haber probado un poco de carne, que haber profanado todo el cuerpo diariamente en la fornicación; o el haberse entregado a algún honesto trabajo en un día dedicado a cualquiera de sus santos, que el haber empleado todos sus miembros incesantemente en actos malvados; o que el sacerdote se una a una mujer legítima, que el que esté enredado en mil adulterios; o no cumplir una promesa de peregrinación, que el no mantener promesa alguna; o no dar algo para los enormes y no menos superfluos e inútiles gastos de los templos, que el no socorrer las necesidades extremas de los pobres; o pasar delante de algún ídolo sin hacerle reverenda alguna, que el poner perdidos a todos los hombres del mundo; o no decir a ciertas horas una infinidad de palabras sin sentimiento alguno, que el no haber orado nunca legítimamente con el espíritu? ¿Qué es quebrantar el mandamiento de Dios por sus propias tradiciones, si no lo es esto, cuando fríamente y sólo por cumplir encomiendan la observancia de los mandamientos de Dios, mas incitando a guardar los suyos como si en ellos se contuviese toda la Ley de Dios, y castigando la transgresión más mínima de uno de ellos con un castigo no menor que la cárcel, el destierro, el fuego o la espada? Contra los que no hacen caso de Dios no se muestran tan inhumanos; pero a quienes los menosprecian, les profesan un odio mortal y no paran hasta acabar con ellos. Y de tal manera enseñan a aquellos cuya simplicidad tienen cautiva, que verían con mayor serenidad ver quebrantada toda la Ley de Dios, que traspasada una tilde de los mandamientos que llaman de la Iglesia.
En primer lugar, es un grave pecado menospreciar y desechar lo uno por cosas bien ligeras, e incluso indiferentes, ante el juicio de Dios. Sin embargo ahora, como si esto no fuese un grave mal, se estima en más aquellos frívolos “rudimentos de este mundo”, como los llama san Pablo escribiendo a los gálatas (Gál. 4,9), que los mismos oráculos divinos. Y el que casi es absuelto de adulterio resulta condenado por lo que come; a quien se le permite una amante, se le prohíbe una mujer. Sin duda éste es el fruto de aquella obediencia prevaricadora, que tanto más se aparta de Dios, cuanto más se acerca a los hombres.
11. Esas constituciones son inútiles e inadecuadas
Hay aún en sus constituciones otros dos vicios no pequeños que condenamos. El primero es que mandan guardar cosas que en su mayor parte son inútiles e inadecuadas. El segundo, que la conciencia de los fieles se ve oprimida por su gran número, y, recayendo en el judaísmo, de tal manera se para en las sombras, que no puede llegar a Cristo.
En cuanto al apelativo de inadecuadas e inútiles, que les doy, sé muy bien que la prudencia de la carne no las tendrá por tales, pues le resultan tan agradables que le parece que la Iglesia quedaría desfigurada si se las quitasen. Pero esto es lo que escribe san Pablo: que “tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad, y en duro trato del cuerpo” (Col. 2,23). Este saludable aviso nunca debiéramos olvidarlo. Engañan las tradiciones humanas, dice también san Pablo, so pretexto y color de sabiduría. ¿De dónde viene este color? Evidentemente de que el ingenio humano reconoce en ellas lo que es suyo, ya que están inventadas por hombres; y al reconocerlo las abraza con mayor placer que otra cosa aún mejor, pero que no esté de acuerdo con su vanidad. Además, porque le parecen instrucciones aptas para mantener el entendimiento en la humildad. Finalmente, porque dan la impresión de que su intento es refrenar los deleites de la carne y domarla con el rigor de la abstinencia. Por todas estas razones le parece que están ordenadas con mucha prudencia.
¿Qué responde a esto san Pablo? ¿Quita quizás la máscara, para que los fieles no se engañen con el falso pretexto? Al contrario; como pensaba que era suficiente refutación decir que eran invenciones de los hombres, pasó de largo sin hacer mención de ello. Más aún: como sabia que todas las maneras de servir a Dios inventadas por los hombres están condenadas, y que tanto más se han de tener por sospechosas, cuanto más agradables resultan al ingenio humano; como sabía que aquella falsa apariencia de humildad exterior difiere tanto de la verdadera humildad que fácilmente se puede reconocer; en fin, como sabía que esta pedagogía no es más estimada que el ejercicio corporal; quiso que aquellas mismas cosas sirviesen a los fieles para refutar las tradiciones humanas, por cuya causa eran tan estimadas de los hombres.
12. Conducen las almas al paganismo y al judaísmo
De esta manera actualmente, no sólo la gente ignorante, sino también los que están hinchados de sabiduría humana, encuentran tanto placer en la pompa de las ceremonias. Los hipócritas y ciertas necias mujeres creen que no se puede imaginar nada más hermoso y mejor. Mas los que miran las cosas por dentro y las examinan de verdad conforme a la regla de la piedad, a la primera se dan cuenta de que el valor de tantas y tales ceremonias no pasa de frivolidades que a nada conducen; y además, que son engaños y juegos de manos que con su pompa yana engañan los ojos de quienes los miran.
Hablo de las ceremonias en que los grandes doctores del papado ven tan grandes misterios, aunque nosotros no hallamos en ellas sino puros engaños. Y no es de extrañar que los autores de tales ceremonias hayan caído en semejantes desatinos, para engañarse a sí mismos y a los demás con frívolas vanidades; porque una parte la teman de los desvaríos de los gentiles; y otra, imitando servilmente los antiguos ritos de la ley mosaica, con los cuales no tenemos más que ver que con los sacrificios de animales y otras cosas por el estilo.
Ciertamente, aunque no hubiera otra prueba, bastaría con esto para que ningún hombre de sano entendimiento esperara bien alguno de una tal multitud de remiendos tan mal hilvanados. La realidad misma muestra claramente que hay muchas ceremonias que no sirven más que para entontecer al pueblo, y no para instruirlo. Los hipócritas tienen en tanta estima los nuevos cánones, que echan por tierra la disciplina. En cambio, quien considerare atentamente la realidad verá que no son sino yana apariencia y un simulacro de disciplina.
13. Cada vez son más numerosas y pesadas
Viniendo al otro punto: ¿quién no ve que a fuerza de amontonar tradiciones sobre tradiciones han crecido hasta tal punto, que no se pueden ya consentir en la Iglesia de Cristo? De aquí que en las ceremonias exista un verdadero judaísmo. Las demás observancias llevan consigo una horrible tortura, que cruelmente atormenta las pobres conciencias.
Se quejaba san Agustín de que en su tiempo, por no hacer caso de los mandamientos de Dios, todo estaba lleno de tales fantasías que era reprendido mucho más severamente quien durante la octava de su bautismo tocaba el suelo con el pie descalzo, que quien se hubiera embriagado. Y asimismo se lamentaba de que la Iglesia — la cual el Señor quiso que fuese libre — de tal manera se veía oprimida, que la condición de los judíos era más tolerable.1 Si este santo varón viviera en nuestros tiempos, ¿con qué amargos lamentos no lloraría la servidumbre que padece actualmente la Iglesia? Porque el número se ha hecho diez veces mayor, y se ordena que se observe cualquier minucia con un rigor cien veces más grande.
El resultado es que una vez que estos perversos legisladores toman el mando, no dejan de mandar y prohibir, hasta que llegan al colmo del rigor. Lo cual expuso muy propiamente san Pablo con estas palabras: “Si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques?” (Col. 2,20-21). Aquí pinta san Pablo muy a lo vivo el modo de proceder de los falsos apóstoles.
Comienzan por la superstición, que no solamente les prohíbe comer tal alimento, sino incluso gustarle. Cuando se les ha concedido este, dicen que no es lícito ni siquiera tocarlo con el dedo.
1 Cartas, LV.
14. Lejos de ser útiles a la gente sencilla, la alejan de Jesucristo
Con gran razón condenamos en las constituciones humanas esta tiranía, con la cual se ha logrado que las infelices conciencias se vean en gran manera atormentadas con infinitos preceptos y con la excesiva extorsión a que los guarden.
Respecto a los cánones relativos a la disciplina, ya hemos hablado de elle.
Mas, ¿qué diré de las ceremonias con que se ha conseguido que, quedando Cristo como sepultado, nos hayamos vuelto a las figuras judaicas? “Nuestro Señor Jesucristo”, dice san Agustín, “congregó a su nuevo pueblo mediante los sacramentos, pocos en número, excelentísimos en significado, facilísimos de ser guardados.”1 Mas, ¿quién podrá decir cuán lejos está de esta simplicidad la multitud y diversidad de ritos y ceremonias en que actualmente vemos enmarañada a la Iglesia? Conozco muy bien el artificio con que algunos, que presumen de sabios, excusan esta perversidad. Dicen que hay entre nosotros muchísimos tan rudos e ignorantes como en el pueblo de Israel, y que a causa de éstos se ha inventado esta pedagogía, de la cual los más fuertes podrían prescindir, pero que sin embargo no se puede menospreciar, dado que es muy provechosa para los hermanos más débiles.
A esto respondo que no ignoramos que se debe condescender con la flaqueza de los demás; pero también les objetamos que el camino para que aprovechen los más débiles no es ahogarlos en una multitud de ceremonias. No sin motivo Dios estableció entre nosotros y el pueblo antiguo esta diferencia: a ellos quiso enseñarles como a niños, con señales y figuras; en cambio a nosotros, de una manera mucho más sencilla, sin tanto aparato exterior. Así como el niño es gobernado por los tutores conforme a la capacidad de su edad, y es mantenido en la disciplina, así los judíos eran mantenidos debajo de la ley; mas nosotros somos semejantes a las personas mayores, que libres ya de la tutela y protección no tienen necesidad de los rudimentos de los niños (Gál. 4, 1-3). Bien veía el Señor cuál había de ser la gente vulgar en su Iglesia, y cómo debería ser gobernada. Sin embargo, estableció entre nosotros y los judíos la diferencia que hemos indicado. Por tanto, carece de validez la razón si, para que aprovechen los ignorantes, queremos resucitar el judaísmo, que Cristo abolió.
El mismo Jesucristo se refirió a esta diferencia entre el pueblo viejo y el nuevo, cuando dijo a la samaritana que había llegado el tiempo de que los verdaderos adoradores adoraran a Dios en espíritu y en verdad (Jn. 4,23). Esto ciertamente se hizo siempre así; pero en esto difieren los nuevos adoradores de los viejos: que la adoración espiritual de Dios estaba en tiempo de la ley de Moisés figurada, y en cierta manera enmarañada con muchas ceremonias; y al desaparecer ellas, adoramos ahora a Dios de manera mucho más sencilla. Por tanto, los que confunden esta diferencia destruyen el orden que Cristo estableció.
Me diréis: ¿No hemos de tener ceremonia alguna para ayudar a los ignorantes? Yo no afirmo tal cosa; al contrario, creo que les sirven de ayuda. Solamente pretendo que se cuide de que con ellas se ilustre a Cristo, en vez de oscurecerlo. Dios nos dio pocas ceremonias y no enrevesadas, para que muestren a Cristo presente. A los judíos les dio muchas más, para que les sirviesen de imagen de Cristo ausente. Digo ausente, no en virtud, sino en el modo de significar. Si queremos, pues, tener un buen método, es preciso cuidar de que las ceremonias sean pocas, fáciles de guardar, y que en su significado sean claras. Ahora bien, que esto no se ha tenido en cuenta, no es necesario decirlo, pues es cosa que todos pueden ver.
1 Canas, LIV.
15. Esta clase de ceremonias no son expiatorias ni meritorias, sino nocivas
No expongo aquí las perniciosas opiniones que con las ceremonias conciben los hombres; a saber, que son sacrificios muy agradables a Dios, con los que se purifica uno de sus pecados y se alcanza la justicia y la salvación.
Alguno me dirá que, si son cosas buenas en si mismas, no pueden corromperse más que por errores añadidos, lo cual también sucede con las obras que Dios mismo nos ha mandado. Pero lo peor de todo es atribuir tanta honra a obras inventadas temerariamente por el juicio humano, y que se crea que son meritorias para la vida eterna. Las obras que Dios mandó tienen retribución, porque el mismo legislador las acepta en virtud de la obediencia. Por tanto, no reciben este premio por su propia dignidad, o por su intrínseco valor, sino por la estima que Dios tiene de nuestra obediencia. Me refiero aquí a la perfección de las obras que Dios pide, no de las que los hombres hacen. Porque ni aun las obras de la Ley que nosotros hacemos son aceptas sino por la gratuita liberalidad divina, ya que nuestra obediencia al ejecutarlas es imperfecta y deficiente. Pero como aquí no trato del valor de las obras sin Cristo, dejaré esta cuestión.
Lo que al presente interesa, repito, es que toda la dignidad que tienen las obras en sí la tienen en relación a la obediencia, que es lo único que Dios mira, como afirma el profeta: Nada mandé acerca de holocaustos y de víctimas, sólo os mandé que escucharais mi voz (Jer. 7,22), De las obras inventadas por los hombres habla en otro lugar: “Gastáis el dinero en lo que no es pan” (Is. 55,2); y: “su temor de mi no es más que un mandamiento de hombres” (Is. 29, 13). Por tanto nunca podrán excusarse de permitir que el pueblo infeliz busque su justicia en estas meras niñerías, para oponerla a Dios y con ella defenderse ante el tribunal divino.
Además, ¿no es este vicio digno de reprensión, usar de tanto aparato de ceremonias no entendidas, como una representación teatral o un encantamiento mágico? Porque es cosa certísima que todas las ceremonias son perversas y nocivas, si por ellas los hombres no se encaminan a Cristo, Ahora bien, las ceremonias que se usan en el papado no tienen nada que ver con la doctrina, y solamente entretienen a los hombres en señales que nada significan.
Finalmente, como el estómago es un artífice ingenioso, se ve claramente que muchas de ellas las inventaron sacerdotes avaros, para que sirviesen de lazo con que cazar y sacar dinero. Tengan el origen que tengan, es necesario suprimir muchas de ellas, si queremos que no haya en la Iglesia una profana y sacrílega almoneda de ceremonias.
16. Jamás podemos servir a Dios con tradiciones humanas
Aunque parezca que lo que hasta ahora he dicho de las tradiciones humanas vale solamente para el presente, como condena de las supersticiones del papado, con todo no hay una sola de las cosas que he expuesto que no convenga a todos los tiempos. Porque siempre que entra en el corazón de los hombres la superstición de querer honrar a Dios con sus propias invenciones, todas las leyes que hacen para este fin degeneran en seguida en estos graves abusos, Pues Dios no amenaza a una época u otra, sino a todos los siglos y edades, con esta maldición: Perecerá la sabiduría y se desvanecerá la inteligencia de todos aquellos que lo honraren con doctrinas de hombres (Is. 29, 14). Esta ceguera es la causa de que los hombres, menospreciando tantos avisos de Dios, se enreden en lazos tan mortíferos y caigan siempre en todo género de absurdos.
Mas, si dejando a un lado todas las circunstancias, queremos simplemente saber cuáles son en todo tiempo las tradiciones humanas que conviene desterrar de la Iglesia, y que todas las almas piadosas abominen de ellas, veremos que es cierta y clara aquella definición que hemos expuesto: tradiciones humanas son unas leyes hechas por los hombres sin la Palabra de Dios, con el fin de prescribir el modo de honrar a Dios o para obligar a las conciencias, como si se tratara de cosas necesarias para la salvación. Si a ello se añaden otros defectos; a saber, que con su gran número oscurecen la claridad del Evangelio; que no edifican, sino que son ocupaciones inútiles y vanidades, en vez de ejercicios verdaderos de piedad; que se usan para sacar con ellas dinero; que son muy difíciles de guardar; que están afeadas con supersticiones; todo esto ayudará a entender mucho mejor cuánto mal se encierra en ellas.
17. Refutación de las argumentos romanos para defender las tradiciones
Sé muy bien lo que a esto responden: que sus tradiciones no son suyas, sino de Dios; porque la Iglesia, a fin de que no pueda errar, es regida por el Espíritu Santo; y que su autoridad reside entre ellos. Concedido esto, se sigue luego que sus tradiciones son revelaciones del Espíritu Santo, las cuales no se puede menospreciar sin caer en impiedad y menospreciar al mismo Dios. Y para que no parezca que han inventado algo sin apoyarse en grandes autores, quieren que se crea que gran parte de sus ritos se ha tomado de los apóstoles. Aducen un solo ejemplo, pretendiendo que es suficiente prueba de lo que han hecho los otros apóstoles; a saber: cuando los apóstoles, reunidos en concilio, determinaron por un decreto del mismo que todos los gentiles’ se abstuviesen de las cosas sacrificadas a los ídolos, de sangre y de ahogado (Hch. 15,20-29).
a. Nuestras tradiciones son de Dios y de la Iglesia de Dios, que no puede errar. Ya hemos demostrado en otra parte cuán falsamente, para mejor probar su autoridad, se jactan del título de Iglesia. Respecto a la presente materia, si dejando a un lado máscaras y disfraces, procuramos de veras saber — y de esto sobre todo hemos de preocuparnos por ser cosa que tanto nos interesa — cuál es la Iglesia que quiere Cristo para conformarnos a ella, fácilmente veremos que no es Iglesia la que, traspasando los límites de la Palabra de Dios, a su capricho se forja nuevas leyes. ¿No ha de ser, quizá, perpetua la ley que una vez se ha establecido en la iglesia: “Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no añadirás a ello, ni de ello quitarás” (Dt. 12,32)? Y en otro lugar: “No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (Prov. 30,6). Como no pueden negar que esto se ha dicho a la Iglesia, ¿qué otra cosa hacen, sino pregonar su contumacia, de la cual se jactan hasta el punto de que, después de tales prohibiciones, se han atrevido a añadir sus imaginaciones a la doctrina de Dios? No quiera Dios que consintamos en sus mentiras, con las cuales de tal manera mancillan a la iglesia. Más bien démonos cuenta de cuán falsamente se pretende el nombre de Iglesia siempre que se trata de este apetito y temerario deseo de los hombres, que no pueden mantenerse dentro de los límites que Dios ha señalado sin que desvergonzadamente sigan sus imaginaciones. Nada hay enrevesado, oscuro o ambiguo en estas palabras con que se manda a la Iglesia que, cuando se trata del culto divino y de preceptos saludables, no añada ni quite nada a la Palabra de Dios.
Pero replicarán; Esto se dijo sólo de la Ley, a la cual siguieron las profecías y toda la economía del Evangelio. Concedo que es así; y añado además, que estas cosas son antes cumplimiento de la Ley, que no añadiduras o supresiones. Y si el Señor no permite que se añada ni quite nada al ministerio de Moisés, aunque era bien oscuro y confuso, hasta que El, por medio de sus siervos los profetas, y finalmente por su amado Hijo, aportó más claridad de doctrina, ¿cómo no pensamos que a nosotros nos estará mucho más severamente prohibido que añadamos cosa alguna a la Ley, los Profetas, los Salmos y el Evangelio? Ciertamente no ha cambiado de parecer el Señor, quien mucho tiempo antes declaró que con ninguna cosa se ofende tanto como cuando le quieren honrar con invenciones humanas.
De esto tenemos notables sentencias, que por boca de los profetas ha pronunciado, las cuales deberían resonar de continuo en nuestros oídos. “No hablé yo con vuestros padres, ni nada les mandé acerca de holocaustos y de víctimas el día que los saqué de la tierra de Egipto. Mas esto les mandé, diciendo: Escuchad mi voz, y vosotros me seréis por pueblo; y andad en todo camino que os mande” (Jer. 7,22-23). Y: “Porque solemnemente protesté a vuestros padres; oíd mi voz” (Jer. 11,7). Y otras muchas. Pero sobre todas sobresale ésta: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación (1 Sm. 15,22-23).
18. Así que todas las invenciones humanas que con la autoridad de la Iglesia se mantienen, como no se pueden excusar del crimen de impiedad, es fácil probar que falsamente se imputan a la Iglesia. Por esta razón hablamos libremente contra esta tiranía de las tradiciones humanas que se nos presentan a título de Iglesia. Porque no nos burlamos de la Iglesia, como falsamente mienten nuestros adversarios, sino que le tributamos tanta obediencia cuanta se le debe dar. Ellos más bien son quienes injurian gravísimamente a la Iglesia, pues la hacen rebelde contra su Señor al obligarla a pasar los términos que en la Palabra de Dios le han sido señalados. Y no quiero decir cuán enorme desvergüenza y malicia es pregonar continuamente el poder de la Iglesia, y mientras disimular y dejar pasar por alto lo que Dios le ha mandado y la obediencia que por mandato de Dios le debe. Mas si nuestra intención es, como debe serlo, estar de acuerdo con la Iglesia, importa mucho considerar y tener en la memoria lo que el Señor nos ha mandado a nosotros y a la Iglesia, para que todos de común acuerdo le obedezcamos. Porque no hay que dudar de que estaremos perfectamente de acuerdo con la Iglesia, si en todo obedecemos al Señor.
b. El origen de nuestras tradiciones se remonta a los apóstoles. En cuanto a referir a los apóstoles el origen de las tradiciones con que la Iglesia se ha visto oprimida hasta el día de hoy, es una impostura y un engaño; pues toda la doctrina de los apóstoles tiene como finalidad que las conciencias no se vean gravadas con nuevas observancias, y que el culto divino no se contamine con nuevas invenciones. Además, si hay que dar crédito a las histerias antiguas, los apóstoles, ni conocieron lo que éstos nos dicen, ni siquiera lo oyeron.
Y que no se gloríen de que la mayor parte de las constituciones de los apóstoles fueron aceptadas por el uso y la costumbre, sin que quedaran consignadas por escrito; a saber, las que durante la vida de Cristo ellos no eran capaces de entender, y que solamente después de su ascensión comprendieron por revelación del Espíritu Santo. Este pasaje ya lo hemos expuesto antes en el capítulo octavo.
Por lo que hace a la discusión que ahora tratamos, realmente se ponen en ridículo al imaginarse que aquellos grandes misterios, que tanto tiempo permanecieron ignorados de los apóstoles, en parte fueron ceremonias judías o gentiles — todas ellas mucho antes conocidas entre ellos —, y en parte necias actitudes e insulsas ceremonias que ignorantes sacerdotes se saben de memoria; e incluso que los locos y los niños imitan con tal perfección que parece que no puede haber nadie más idóneo para este fin. Y aunque no poseyéramos historia alguna sobre esto, la realidad misma dicta a las personas de sano juicio que tal multitud de ritos y ceremonias no ha entrado en la Iglesia de golpe, sino poco a poco. Porque a aquellos santos obispos que sucedieron a los apóstoles, siguieron luego otros hombres no tan ponderados, y excesivamente curiosos y deseosos de novedades, que procuraron superar a sus predecesores inventando cosas nuevas. Y como temían que sus invenciones, gracias a las cuales creían que iban a conseguir gran renombre ante la posteridad, cayeran pronto en desuso, para que no pereciesen enseguida ordenaron con suma severidad que se guardasen fielmente. Esta perniciosa imitación fue la que produjo gran parte de los ritos y ceremonias que éstos nos quieren hacer pasar por apostólicas. Pero las historias nos dan testimonios suficientes de la verdad.
19. Para no resultar excesivamente prolijo con una larga exposición, nos contentaremos con un solo ejemplo. En tiempo de los apóstoles
reinó una gran sencillez en la administración de la Cena del Señor. Los que le sucedieron, para realzar la dignidad del misterio, añadieron algo no censurable. Pero luego vinieron aquellos locos imitadores que, uniendo piezas de diversos sitios, nos han confeccionado las vestiduras del sacerdote que conocemos, los ornamentos del altar, todas las actitudes, y las alhajas y cosas inútiles que se exhiben en la misa, como si fuera una farsa.
Mas objetarán que antiguamente los hombres estaban convencidos de que lo que de común consentimiento se hacia en la Iglesia universal procedía de los apóstoles. En confirmación de ello citan a san Agustín. Yo no les propondré otra solución sino la que el mismo san Agustín presenta. “Las cosas”, dice, “que todo el mundo guarda, podemos entender que fueron ordenadas, o por los mismos apóstoles, o por los concilios generales, cuya autoridad es muy útil para la Iglesia; así, por ejemplo, que cada año haya un día señalado para celebrar la Pasión del Señor, su Resurrección, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo. Y otras cosas semejantes a éstas que se observan en toda la extensión de la Iglesia.”1
Cuando tan pocos ejemplos cita, ¿quién no ve que no se refiere a las observancias de entonces sin más, sino únicamente a aquéllas, pocas en número, sobrias, y que sirven para conservar la Iglesia en orden? Ahora bien, esto es muy diferente de lo que los doctores del papado quieren que les concedamos: que no hay entre ellos una sola ceremonia que no se deba tener por apostólica.
1 Cartas, LIV, A Genaro.
20. Y para no ser más prolijo, solamente pondré un ejemplo. Si alguno les pregunta de dónde procede el uso del agua bendita, responden
que de los apóstoles. Como si los historiadores no atribuyeran su invención a no sé qué pontífice romano, el cual, si hubiera tomado consejo de los apóstoles, ciertamente nunca hubiera contaminado el Bautismo con esta basura, queriendo hacer un memorial del sacramento que no sin causa ha sido ordenado para ser recibido una sola vez. Aunque no me parece probable ni siquiera que el origen de esta consagración sea tan antiguo como allí se dice. En efecto: el testimonio de san Agustín, según el cual ciertas iglesias de su tiempo no admitieron la solemne imitación de Cristo del lavatorio de los pies, a fin de que no pareciese que aquel rito pertenecía al Bautismo,1 da a entender que no hay otro género de lavamiento que tenga alguna semejanza con él. Sea lo que fuere, yo nunca concederé que ha procedido de espíritu apostólico que cuando se recuerda el Bautismo con una ceremonia cotidiana, en cierta manera se reitere aquél.
Tampoco doy importancia al hecho de que el mismo san Agustín en otro lugar atribuya otras cosas a los apóstoles; porque como no existe prueba alguna y sólo se trata de conjeturas, no se debe en virtud de ellas hacer afirmaciones a propósito de cosas tan importantes.
Finalmente, aun concediendo que las cosas que él refiere provengan de los apóstoles, sin embargo hay mucha diferencia entre instituir un ejercicio de piedad del que puedan usar los fieles con libertad de conciencia, y si no les aprovecha que se abstengan de él, y establecer una ley que reduzca a servidumbre las conciencias. Por tamo, provengan de quien sea, no hay inconveniente alguno para que, sin hacer injuria a su autor, sean abolidas; ya que no se nos recomiendan como si fuera necesario que permanezcan siempre en la Iglesia.
1 Cartas, LV.
21. c. Los decretos de los apóstoles en el concilio de Jerusalem
No les aprovecha gran cosa para explicar su tiranía el ejemplo que traen de los apóstoles. Dicen que los apóstoles y los ancianos de la Iglesia primitiva dieron un decreto sin mandamiento de Cristo, en el cual ordenaban a todos los gentiles que se abstuvieran de cosas sacrificadas a los ídolos, de cosa ahogada, y de sangre (Hch. 15,20). Si esto les fue lícito a ellos, ¿por qué no han de poder también sus sucesores imitarlos, siempre que sea necesario?
¡Ojalá que los imitasen en todas las cosas, y particularmente en ésta! Yo no niego que los apóstoles hayan constituido y ordenado con este acto una cosa nueva, como es bien fácil de probar. Porque san Pedro, al decir en este concilio que se tentaba a Dios si se imponía un yugo sobre los discípulos, él mismo hubiera obrado en contra de lo que había dicho si después hubiese consentido en que se les impusiera. Ahora bien, ciertamente se les hubiera impuesto, si con su autoridad los apóstoles hubieran determinado que se prohibiese a los gentiles tocar la carne sacrificada a los ídolos, ahogada y con sangre. Sin embargo, queda todavía una duda, pues parece que, efectivamente, lo prohíben. La solución es fácil, si se considera de cerca el sentido del decreto, cuyo punto principal era que se dejase a los gentiles su libertad, y no se les perturbase ni molestase con la observancia de la Ley. Hasta aquí nos favorece directamente. La excepción que luego se pone no es una nueva ley que los apóstoles hayan promulgado, sino el divino y eterno mandamiento de Dios de no quebrantar la caridad; y no les quita nada de su libertad; únicamente advierte a los gentiles de qué modo han de conducirse respecto a sus hermanos, para que no abusen de su libertad con escándalo de los mismos. Por tanto, el segundo punto es que los gentiles usen de su libertad sin hacer daño con ella y sin escandalizar a sus hermanos.
Replicarán que prescriben una cosa determinada. Cierto; enseñan y señalan, según lo requerían las circunstancias de entonces, las cosas con que pueden escandalizar a sus hermanos, para que estén sobre aviso y se guarden de hacerlas. Sin embargo, no añaden por sí mismos ninguna cosa nueva a la ley eterna de Dios, la cual prohíbe que se dé escándalo a los hermanos.
22. Como si actualmente los pastores fieles, que presiden iglesias aún no bien constituidas, ordenasen a los suyos que, hasta que los débiles en la fe crezcan y lleguen a un mayor conocimiento, no coman públicamente carne el viernes, ni trabajen en público los días de fiesta, o cosas de este estilo. Porque, si bien estas cosas, dejando a un lado la superstición, de por sí son indiferentes, cuando pueden ser ocasión de escándalo se convierten en pecado. Y los tiempos que corremos son tales que los fieles no pueden permitirse dar tal ejemplo a los hermanos débiles sin herir grandemente su conciencia. ¿Quién, sin calumnia, podrá decir que con esto imponen nuevas leyes aquellos que evidentemente sólo pretenden impedir el escándalo que el Señor tan expresamente condenó?
No se puede decir otra cosa de los apóstoles, cuya finalidad era únicamente poner delante de los ojos la ley divina de evitar el escándalo. Es como si dijeran: Es mandamiento del Señor que no hagáis daño a los hermanos débiles; no podéis comer lo sacrificado a los ídolos, lo ahogado y la sangre, sin que ellos se escandalicen. Por tanto, os mandamos en nombre del Señor que no comáis dando escándalo.
Y que los apóstoles pretendían esto lo atestigua san Pablo, el cual por decreto de este concilio escribe de esta manera; “Acerca, pues, de las viandas que se sacrifican a los ídolos, sabemos que un ídolo no es nada en el mundo. Porque algunos, habituados hasta aquí a los ídolos, comen como sacrificado a ídolos y su conciencia, siendo débil, se contamina. Mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1 Cor. 8, 4.7.9). Quien considere bien esto no se verá después engañado por los que encubren su tiranía bajo el nombre de los apóstoles, como si pudiesen con sus decretos rebajar la libertad de la Iglesia.
Pero para que no puedan escabullirse sin aprobar con su propia confesión esta solución, que me respondan con qué derecho se han atrevido a abolir este mismo decreto. Sólo pueden alegar que ya no hay ocasión de escándalo, ni peligro de disensiones, que es lo que los apóstoles querían impedir; y sabían muy bien que la ley se hade juzgar por el fin e intención con que es promulgada. Al desaparecer la causa, la ley no debe ya seguir en vigor. Si, pues, esta ley fue dada por razón de la caridad y nada se manda en ella que no se refiera a la misma, al confesar que la trasgresión de esta ley no es otra cosa que una violación de la caridad, ¿no entienden con ello a la vez que no es una invención añadida a la Ley de Dios, sino una pura y simple aplicación de la Palabra de Dios a los tiempos y costumbres?
23. d. Los fieles deben obedecer a sus pastores legítimos
Mas por nocivas e inicuas que sean estas leyes, ellos siguen porfiando en que, no obstante, debemos guardarlas sin exceptuar ninguna, pues no se trata de que estemos de acuerdo con los errores, sino solamente de que nosotros, por ser súbditos, debemos obedecer a nuestros superiores aun cuando nos manden cosas duras, contra las cuales no debemos murmurar.
A pesar de todo, aun respecto a esto el Señor nos pone alerta con la verdad de su Palabra, y nos libra de tal servidumbre; libertad que Él nos ha ganado con su sangre, y cuyo beneficio, no una, sino mil veces ha afirmado con su Palabra. Porque no se trata solamente, según ellos maliciosamente fingen, de que suframos alguna grave opresión de nuestro cuerpo, sino de que nuestra conciencia, despojada de su libertad, o sea, del beneficio de la sangre de Jesucristo, sea servilmente atormentada. Mas dejemos esto a un lado como si no importara mucho, Pero, ¿cuál es a nuestro parecer la importancia de quitar al Señor el reino que quiere conservar para si? Siempre que es honrado con leyes inventadas por los hombres, se le priva de él, puesto que El solo quiere ser el legislador de las leyes con que se le ha de honrar. Y para que nadie piense que este asunto no es de gran trascendencia, oigamos en cuanta estima lo tiene el Señor. Dice Él: “Su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado; por tanto, he aquí que de nuevo excitaré yo la admiración de este pueblo con un prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos” (Is. 29,13-14). Yen otro lugar: “En vano me honran enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mt. 15,9). Evidentemente, el que los hijos de Israel se hayan manchado con tantas idolatrías se imputa integramente como causa a esta mezcla y confusión por la cual han trasgredido los mandamientos de Dios y se han fabricado nuevos cultos. Por esto dice la Sagrada Escritura que los nuevos moradores que el rey de Babilonia hizo ir para que habitasen en Samaria fueron despedazados por bestias feroces, porque no sabían los juicios ni estatutos del Dios de aquella tierra. Aunque no hubieran pecado ni faltado en sus ceremonias, Dios sin embargo no aprobó su yana pompa; y, al contrario, castigó la violación de su culto, porque los hombres introducían invenciones que nada tenían que ver con su Palabra. Por lo cual se dice después que, atemorizados con este castigo, aceptaron los ritos mandados en la Ley. Mas como aún no honraban al verdadero Dios como debe ser honrado, se repite dos veces que lo temieron y que no lo temieron (2 Re. 17,24-34))
De lo cual deducimos que la reverencia que se le debe consiste simplemente en que sigamos lo que El manda, no mezclando en modo alguno nuestras invenciones. Y ésta es la causa de que se alabe a los reyes piadosos, que todo lo hicieron conforme se les había mandado, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda (2 Re. 22, 1-2).
Y aún afirmo más. Aunque en el culto inventado por los hombres no se vea claramente la impiedad, no obstante el Espíritu Santo lo condena severamente por apartarse del mandamiento de Dios. El altar de Acaz, cuyo modelo se trajo de Samaria, a primera vista aumentaba la dignidad del templo, pues su finalidad era ofrecer en él sacrificios a solo Dios, lo cual parecía hacerse con mayor magnificencia que en el otro altar, ya Viejo (2 Re. 16, 10). Sin embargo vemos cómo el Espíritu Santo detesta este atrevimiento por la única y exclusiva razón de que las invenciones humanas en e1 culto de Dios son otras tantas corrupciones. Y cuanto mas se ha manifestado la voluntad de Dios, tanto es menos excusable la osadía en intentar algo. Y por esto el pecado de Manasés se agrava tanto en virtud de esta circunstancia, pues edificó un nuevo altar en Jerusalem, donde el Señor había dicho que en ella pondría su nombre (2 Re. 21,3-4); porque ya casi deliberadamente era como abatir la autoridad de Dios.
24. Machos se maravillan de que Dios tan severamente amenace con tan horribles castigos al pueblo que le honre con mandamientos de hombres, y diga que en vano le honra con ellos. Pero si se dieran cuenta de lo que significa en el problema religioso — que es el asunto de la sabiduría celestial — depender exclusivamente de la boca de Dios, comprenderían a la vez que no es por una causa ligera y sin trascendencia por lo que Dios abomina de tan perversos servicios, con los cuales los hombres pretenden servirle a su antojo. Porque si bien en ellos hay cierta apariencia de humildad y se obedece a Dios con leyes que le honran, sin embargo no son humildes ante Dios, pues le imponen a Él mismo las leyes con que le honran. Y ésta es la razón por la que san Pablo tan diligentemente quiere que nos guardemos de ser engañados por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres (Col. 2,8), ni con aquel culto que él llama voluntario, inventado por los hombres sin palabra alguna de Dios (Ibid., v. 23).
Así es ciertamente. Y es necesario que nuestra sabiduría y la de todos los hombres nos sea locura, para que le permitamos a Él solo ser sabio. Este camino, por supuesto, no lo siguen quienes con sus tradiciones inventadas según el capricho de los hombres, quieren como imponerle a Dios por la fuerza aquella perversa obediencia que se suele dar a los hombres. Mi se Viene haciendo durante mucho tiempo, y, según nuestros conocimientos, se hace actualmente doquiera que la criatura tiene más autoridad y mando que el Creador; donde la religión — si así merece ser llamada — está tan mancillada con mayor número de supersticiones que las que hubo en el paganismo. Porque, ¿qué podía producir el ingenio del hombre sino cosas carnales y totalmente desatinadas que representasen a sus autores?
25. Ejemplos de Samuel y Manoa
Lo que alegan los defensores de las supersticiones, que Samuel sacrificó en Ramá (1 Sm. 7, 17), y que a pesar de ello agradó a Dios, es fácil de solucionar. No se trató de otro altar que él opusiera al único y propio altar; sino que como no había aún un lugar señalado para el arca de la alianza, señaló el pueblo en que habitaba como lugar apropiado para sacrificar. Ciertamente la intención del santo profeta no fue introducir innovación de ninguna clase en lo que se refería al culto divino. Bien sabía él que Dios prohibía muy severamente que se añadiese o quitase nada al mismo (Dt. 4,2).
En cuanto al ejemplo de Manoa, padre de Samsón (Jue. 13,19), digo que fue extraordinario y particular; porque se trataba de un hombre particular que sacrificó a Dios, y no sin que éste lo aprobase, pues él no se atrevía a hacerlo por sí mismo temerariamente sin inspiración divina.
Y cuánto abomina Dios lo que los hombres inventan por sí mismos para honrarle, lo demuestra Gedeón con un ejemplo no inferior al de Manoa; porque el efod que deseó con una loca devoción fue causa de la ruina, no solamente suya, sino también de su familia y de todo el pueblo (Jue. 8,27). En fin, cualquier nueva invención con que los hombres procuran honrar a Dios, no es sino una contaminación de la verdadera santidad.
26. e. Cristo pide que se obedezca a los escribas y fariseos
¿Por qué, entonces, dicen ellos, quiso Cristo que se aguantasen aquellas cargas intolerables que los escribas y fariseos imponían (Mt. 23,3-4)? Yo a mi vez les pregunto: ¿Por qué en otro lugar el mismo Cristo mandó que se guardasen de la levadura de los fariseos (Mt. 16,6-12)? Llama levadura, según lo interpreta el evangelista san Mateo (cfr. la cita anterior), todo cuanto mezclaban con la pureza de la verdadera doctrina de la Palabra de Dios, ¿Qué cosa más clara podemos desear que mandársenos que huyamos y nos guardemos de toda su doctrina? Por aquí vemos, sin lugar a dudas, que el Señor no quiso en el otro texto que la conciencia de los suyos se viese atormentada con las tradiciones de los fariseos.
Las mismas palabras, con tal que no se retuerza su sentido, quieren decir eso mismo. Queriendo el Señor en ese lugar hablar severamente contra las costumbres de los fariseos, enseña simplemente a sus oyentes que, aunque no viesen en la vida de los fariseos nada digno de imitación, sin embargo no dejasen de hacer lo que les enseñaban de palabra cuando estaban sentados en la cátedra de Moisés; o sea, cuando enseñaban lo que la ley ordenaba. La intención, pues, de Cristo no fue sino impedir que el pueblo, viendo los malos ejemplos de sus maestros, llegase a menospreciar la doctrina.
Mas como algunos no se mueven por razones, sino que siempre buscan la autoridad, citaré las palabras de san Agustín, que dicen lo mismo que yo he expuesto: “Tiene el aprisco del Señor”, dice, “pastores, unos fieles y otros mercenarios; los pastores fieles son verdaderos pastores; sin embargo, también los mercenarios son necesarios. Porque muchos en la Iglesia, buscando la comodidad terrena predican a Cristo; y las ovejas siguen, no al mercenario, sino al Pastor por el mercenario. Oíd cómo el Pastor nos señaló los mercenarios. Los escribas, dice, y los fariseos se sientan en la cátedra de Moisés; haced lo que dicen, mas lo que hacen no lo queráis hacer. ¿Qué otra cosa dijo sino: oíd por medio de los mercenarios la voz del Pastor?; porque al sentarse ellos en la cátedra, enseñan la Ley de Dios. Así que por medio de ellos enseña Dios. Pero si ellos quisieran enseñar sus propias cosas, no los queráis oír, ni las queráis hacer.”1 Hasta aquí san Agustín.
1 Tratados sobre san Juan, XLVI.
27. Son necesarias, buenas y legitimas constituciones
Mas como la mayor parte de la gente ignorante, cuando oye que la conciencia de los hombres es ligada impíamente con las tradiciones humanas y que en vano se honra a Dios con ellas, piensa lo mismo de todas las leyes que mantienen el orden de la Iglesia, es necesario poner remedio a este engaño. Desde luego es bien fácil engañarse en esto, porque no se ve a primera vista la gran diferencia que hay entre unas leyes y otras. Pero trataré de todo esto con tal claridad, que nadie pueda llamarse a engaño por la semejanza que hay entre ellas.
Primeramente debemos considerar que si es necesario que en toda asociación de hombres haya cierto orden para mantener la paz común y la concordia de todos; si en los asuntos hay siempre un modo de tratarlos que no se puede omitir, y es en provecho del bien público, como por una cierta humanidad; igualmente en las iglesias, que se conservan muy bien cuando hay este orden y armonía en ellas; y, al contrario, se echan a perder en seguida sin ello. Por eso, si queremos que la Iglesia vaya de bien en mejor, debemos procurar con diligencia, según dice san Pablo, “que todo se haga decentemente y con orden” (1 Cor. 14,40).
Ahora bien, como quiera que hay tanta diversidad de condiciones entre los hombres, tanta variedad en los corazones, y tanta oposición en los juicios y opiniones, no puede existir un gobierno lo bastante firme, si no se ordena con leyes; ni se puede guardar ningún rito, si no hay una forma prescrita. Por eso, tan lejos estamos de condenar las leyes que se dan a este propósito que, al contrario, afirmamos que las iglesias, si se les quita las leyes, pierden su vigor, y se deforman y arruinan por completo. Porque lo que dice san Pablo, que todo se haga decentemente y con orden, no se puede conseguir si no se mantiene en pie el orden y la honestidad mediante las observancias, que son a modo de vínculos. Pero en estas observancias se ha de evitar siempre que se crean necesarias para la salvación, y de esta manera se obligue a las conciencias a guardarlas; que se haga consistir en ellas el culto divino, como si fueran la verdadera religión.
28. Las ordenanzas tienen por fin la honestidad pública, la paz y la concordia
Tenemos, pues, una buena y fidelísima marca para diferenciar las constituciones impías — mediante las cuales la verdadera religión se entenebrece y se perjudica a las conciencias — y las legítimas observancias de la Iglesia, si tenemos presente que el fin de éstas es que todas las cosas se hagan decentemente en la congregación de los fieles, y con la dignidad que conviene; y además, que se mantenga el orden como si fueran vínculos de humanidad y moderación. Una vez que se comprende que la razón de la ley es la honestidad pública, no hay ya lugar para la superstición en que caen los que miden el culto divino con invenciones humanas.
Además, cuando se comprende que la ley tiene en cuenta el uso común, cae por tierra aquella falsa opinión de la obligación y la necesidad, que tanto aterra a las conciencias, pensando que las tradiciones eran necesarias para la salvación, Porque lo único que aquí se pretende es que con un deber común se conserve la caridad entre nosotros.
Pero conviene definir aún más claramente qué es la honestidad y también el orden que san Pablo nos recomienda. El fin de la honestidad consiste, en parte, en que cuando se celebran los ritos den una cierta veneración a las cosas sagradas y fomenten en nosotros la piedad; y, en parte también, en que brillen la modestia y la gravedad que en todas las acciones honestas, y especialmente aquí, deben resplandecer.
En cuanto al orden, lo principal es que los que presiden conozcan la regla del buen gobierno, y el pueblo se acostumbre a obedecer a Dios y a observar la debida disciplina. Y además de mantener en buen orden a la Iglesia, se cuide de la paz y la tranquilidad.
29. Honestidad y buen orden en la Iglesia
No llamaremos, pues, honestidad a aquello en que no hay más que una yana delectación. Un ejemplo de esto lo tenemos en aquel tétrico aparato que usan los papistas en las solemnidades y en el culto divino, donde no se ve más que elegancia sin fruto, y derroche sin provecho. Tendremos por honestidad aquello que de tal manera es propio para la reverenda de los misterios sagrados, que a la vez es apto para el ejercicio de la piedad, o al menos que sirva de ornato conveniente para la acción, y que no sea estéril, sino que avise a los fieles de cuánta es la modestia, la religiosidad y reverencia con que se han de tratar los misterios divinos. Mas para que las ceremonias nos sirvan de ejercicio de piedad, es preciso que nos lleven directamente a Cristo.
Del mismo modo, no haremos consistir el orden en aquellas vanas pompas, que en sí mismas no tienen más que un esplendor llamativo, sino en aquella disposición de todos los elementos que suprime la confusión, la barbarie, la contumacia y toda discusión.
Ejemplos de lo primero los tenemos en san Pablo, cuando prohíbe que se mezclen las comidas profanas con la Cena del Señor; que las mujeres salgan en público descubiertas (1 Cor. 11,21.5). Otras cosas semejantes de cada día son: que oremos de rodillas y descubiertos; que no administremos los sacramentos del Señor irreverentemente, sino con dignidad; que al enterrar a los difuntos usemos de una cierta honestidad; y otras cosas por el estilo.
Ejemplos de lo segundo son: que tengamos horas señaladas para la oración pública, para los sermones y los sacramentos; que durante el tiempo del sermón reine tranquilidad y silencio; que se canten salmos, y que haya días fijos para celebrar la Cena del Señor; que las mujeres no intenten enseñar en la Iglesia (1 Cor. 14,34); y otras cosas semejantes. Principalmente hay que clasificar aquí todo lo que sirve para mantener la disciplina, como el catecismo, las censuras eclesiásticas, la excomunión, los ayunos, y otras por el estilo.
De este modo todas las constituciones eclesiásticas que recibimos como santas y saludables pueden referirse a uno de estos dos puntos principales:
unas se refieren a los ritos y ceremonias; las otras, a la disciplina y la paz.
30. Todas las ordenanzas deben fundarse en la autoridad de Dios y estar sacadas de la Escritura
Pero como aquí hay gran peligro de que los malos obispos, por una parte busquen en ello un pretexto para excusar sus impías y tiránicas leyes; y por otra, que haya algunos demasiado tímidos, que con la experiencia de los males pasados no den lugar a ninguna ley por santa que sea, será bueno declarar que yo apruebo todas aquellas constituciones humanas que se fundan sobre la autoridad divina, que se deducen de la Escritura, y que, por tanto, se les puede llamar totalmente divinas. Sirva de ejemplo el arrodillamos al hacer las oraciones solemnes. Se pregunta si esto es tradición humana, la cual cada uno puede repudiar y no hacer caso de ella. Respondo que es humana de tal manera que a la vez es divina. Es de Dios en cuanto forma parte de aquella honestidad, cuidado y observancia que nos recomienda el Apóstol; es de los hombres, en cuanto demuestra en particular lo que en general había sido mostrado. Con este solo ejemplo podemos ver lo que debemos sentir de todo este género; a saber, que como el Señor en la Escritura ha reunido fielmente, y ha declarado plenamente todo el conjunto de la verdadera justicia y de su culto divino, y todo lo necesario para la salvación, respecto a estas cosas sólo Él es el Maestro a quien se debe escuchar.
Mas como no quiso prescribir en particular lo que debemos seguir en la disciplina y las ceremonias — porque sabia muy bien que esto depende de la condición de los tiempos, y que una sola forma no les conviene a todos —, es preciso acogernos aquí a las reglas generales que Él dio, para que conforme a ellas se regule y ordene todo cuanto exigiere la necesidad de la Iglesia tocante al orden y al decoro.
Finalmente, como no dejó expresa ninguna cosa, por no tratarse de algo necesario para nuestra salvación, y porque deben adaptarse diversamente para edificación de la Iglesia conforme a las costumbres de cada nación, conviene, según lo exigiere la utilidad de la Iglesia, cambiar y abolir las ya pasadas, y ordenar otras nuevas.
Admito que no debemos apresurarnos a hacer otras temerariamente a cada paso y sin motivo serio. La caridad decidirá perfectamente lo que perjudica y lo que edifica; si permitimos que ella gobierne, todo irá bien.
31. Los fieles deben guardar con toda libertad cristiana tales ordenanzas
El deber, pues, del pueblo cristiano es guardar todo aquello que conforme a esta regla se ordene; y esto con libertad de conciencia y sin superstición de ninguna clase, sino con una propensión piadosa y fácil para obedecer; y no menospreciarlo, ni dejarlo a un lado, como por descuido. Tan lejos está de que lo deba violar o quebrantar con altivez o rebeldía.
Mas, ¿qué libertad de conciencia, se dirá, puede uno tener, cuando se está obligado a observarlas? Yo afirmo que la conciencia no dejará de ser libre cuando se comprenda que no se trata de ordenanzas perpetuas a las cuales se está obligado; sino que se trata de ayudas extremas de la debilidad humana, de las cuales, si bien no todos tenemos necesidad, sin embargo sí debemos servirnos; tanto más cuanto que todos estamos obligados mutuamente a conservar la caridad.
Esto se puede entender por los ejemplos que antes hemos expuesto. ¿Cómo? ¿Hay algún misterio en el velo de la mujer, que si saliera con la cabeza descubierta cometería un grave mal? ¿Es tan sagrado el silencio de la mujer, que no se puede quebrantar sin gran pecado? ¿Se contiene la religión en el arrodillarse y enterrar a los muertos, de tal manera que no se puede omitir sin grave ofensa? Ciertamente que no, Porque si la mujer se ve en tal necesidad de socorrer al prójimo que no le da tiempo a taparse la cabeza, no peca si va destocada. Y asimismo hay momentos en que no es menos conveniente que hable, que el que en otros se calle. Ni hay mal alguno en que uno, si no puede arrodillarse por algún impedimento, ore de pie. Finalmente, es mucho mejor enterrar al muerto desnudo, que no, por falta de sudario, esperar a que el cuerpo se corrompa.
Sin embargo, hay ciertas cosas respecto a esto, que la costumbre de los países, sus leyes, y la misma regla de la modestia dictarán si se deben hacer o no. Si en ello hay alguna falta por inadvertencia u olvido, no hay pecado alguno; pero si se hace por desprecio, esta obstinación es condenable. Asimismo, es igual que sean unos u otros los días y las horas, que el edificio sea de ésta o de la otra manera, que en tal día se canten estos salmos en vez de los otros. Sin embargo, conviene señalar ciertos días y ciertas horas, y que el lugar sea lo suficientemente amplio para que
todos quepan, si queremos preocupamos de que reine la paz. Pues sería una gran ocasión de disturbios la confusión de estas cosas, si a cada uno le fuese lícito cambiar conforme a su capricho lo que se refiere al estado en general, puesto que nunca sucederá que una cosa agrade a todos, si se deja que cada uno imponga su parecer. Y si alguno insiste todavía y quiere mostrarse más sabio de lo conveniente en esta materia, vea con qué razones puede apoyar sus pretensiones ante Dios. A nosotros debe satisfacemos lo que dice san Pablo: "Nosotros no tenemos tal costumbre (de contender), ni las iglesias de Dios” (1 Cor. 11, 16).
32. Lo hacen con caridad, sin superstición, y según la oportunidad del tiempo y de las circunstancias
Debemos, pues, cuidar mucho de que no se infiltre poco a poco ningún error que corrompa y oscurezca este buen uso. Lo cual tendrá efecto si todas las observancias llevan consigo algún evidente provecho y no son excesivamente numerosas; y principalmente, si en ellas resplandece la doctrina del Señor, que cierra la puerta a las malas opiniones. Este conocimiento hace que cada uno mantenga su libertad en todas estas cosas, y sin embargo imponga una cierta necesidad a su libertad, en cuanto lo exigiere el decoro de que hemos hablado, o la caridad.
Además, que no seamos supersticiosos al guardarlas, ni las exijamos de los demás con excesivo rigor; que no estimemos que el culto divino es mucho más excelente por la multitud de las ceremonias, y que una iglesia no desprecie a la otra por la diversidad de la disciplina exterior. Finalmente, que como esto no nos lo impone ninguna ley permanente, refiramos todas las observancias a la edificación de la Iglesia; y que a requerimiento de la misma, no solamente permitamos que se cambie algo, sino que no llevemos a mal que se muden todas las observancias que antes usábamos. Porque tenemos actualmente experiencia de que las exigencias de los tiempos permiten que ciertos ritos de suyo no malos ni indecoroso s, se abroguen conforme a la oportunidad de las circunstancias. Porque como quiera que la ceguera e ignorancia de los tiempos pasados fue tan grande que las iglesias se dejaron llevar por las ceremonias con un criterio tan corrompido y un afán tan pertinaz, resulta muy difícil limpiarlas de supersticiones sin que se supriman muchas ceremonias, que quizás en tiempos pasados se dictaran con motivo, y en sí mismas no se las puede condenar de impiedad alguna.