CAPÍTULO XII
DE LA DISCIPLINA DE LA IGLESIA, CUYO PRINCIPAL USO CONSISTE EN LAS CENSURAS Y EN LA EXCOMUNIÓN
1. Necesidad y utilidad de una disciplina en la Iglesia
La disciplina eclesiástica, cuya exposición se ha diferido hasta este lugar, se explicará en pocas palabras, a fin de poder pasar en seguida a lo que resta.
Esta disciplina en su mayor parte depende del poder de las llaves y de la jurisdicción espiritual. Para mejor entender esto, dividamos la Iglesia en dos órdenes principales: clero y pueblo.
Llamamos clérigos, según se los designa corrientemente, a los que sirven a la Iglesia en algún ministerio público. Primeramente hablaremos de la disciplina común, a la que todos han de estar sujetos. Luego trataremos del clero, que además de la común, tiene otra propia.
Mas como algunos, por el odio a la disciplina, aborrecen aun el nombre de la misma, han de entender bien esto: si no hay sociedad ni casa, por pequeña que sea la familia, que pueda subsistir en buen estado sin disciplina, mucho más necesaria ha de ser en la Iglesia, que debe mantenerse perfectamente ordenada. Así como la doctrina salvadora de Cristo es el alma de la Iglesia, así la disciplina es como sus nervios, mediante la cual los miembros del cuerpo de la Iglesia se mantienen cada uno en su debido lugar. Por ello, todos los que desean que no haya disciplina o impiden que se establezca o restituya, bien sea que lo hagan deliberadamente, bien por inconsideración, ciertamente éstos tales procuran la ruina total de la Iglesia. Porque, ¿qué sucederá si a cada uno le es lícito hacer cuanto se le antojare? Pues esto es lo que sucedería si a la predicación de la Palabra no se juntasen las amonestaciones privadas, las correcciones, y otras ayudas semejantes que echan una mano a la doctrina para que no quede sin eficacia. Así que la disciplina escama un freno con el que son detenidos y domados los que se revuelven contra la doctrina de Cristo; o como un aguijón que estimula a los que son negligentes o perezosos; o a veces, a modo de castigo paterno, para castigar con clemencia y conforme a la mansedumbre del espíritu de Cristo, a los que han faltado gravemente.
Vemos, pues, que es el principio cierto de una gran desgracia para la Iglesia, no tener cuidado ni preocuparse de mantener al pueblo en la disciplina, y consentir que se desmande; por lo cual la misma necesidad clama que es menester poner remedio. Ahora bien, éste es el único remedio que Cristo mandó, y que siempre estuvo en uso entre los fieles.
2. a. Grados de la disciplina: admoniciones privadas
El primer fundamento de la disciplina es que las amonestaciones privadas no sean letra muerta; quiero decir, que si alguno no cumple con su deber voluntariamente, o se conduce mal y no vive honestamente, o hace algo digno de reprensión, que tal persona consienta en ser amonestada; y que cada uno, cuando el asunto lo requiera, amonesta a su hermano. Sobre todos, los pastores y presbíteros velen por esto; pues su oficio no es solamente predicar al pueblo, sino también amonestarlo y exhortarlo en particular en sus casas, cuando la doctrina expuesta en común no les ha aprovechado; Como lo muestra san Pablo cuando dice que él había enseñado por las casas (Hch. 20, 20); Y protesta que está limpio de la sangre de todos, porque no había cesado de amonestar a cada uno con lágrimas, de día y de noche (Hch. 20,26--27.31). Porque la doctrina tendrá fuerza y autoridad, cuando el ministro no solamente exponga a todos en común lo que deben a Cristo, sino también cuando cuenta con el modo de pedir esto en particular a los que viere que no son muy obedientes a la doctrina, o negligentes en su cumplimiento.
Amonestaciones públicas. Si alguno obstinadamente desechara tales amonestaciones, o prosiguiendo en su mala vida, demostrare menos preciarlas, manda Cristo que este tal, después de ser amonestado por segunda vez delante de testigos, sea llamado ante el juicio de la Iglesia, para que si tiene respeto a la Iglesia se someta a su autoridad y obedezca.
Excomunión. Mas, si ni siquiera así se consigue dominarlo, y persevera en su maldad, entonces ordena el Señor que a este individuo, como despreciador de la Iglesia, se le arroje de la compañía de los fieles (Mt. 18,15-17).
3. b. Diversas e/ases de pecados: pecados ocultos y pecados notorios
Mas como Jesucristo habla allí solamente de lo vicios secretos, debe establecerse la distinción entre pecados secretos y pecados públicos y de todos conocidos.
De los primeros dice Jesucristo a cada uno en particular: "Repréndele estando tú y él solos" (Mt.18, 15).
De los pecados notorios dice san Pablo a Timoteo: "Repréndelos delante de todos, para que los demás también teman" (1 Tim.5,20).
Porque Jesucristo había dicho antes: "Si pecare contra ti tu hermano. . .", frase que no puede entenderse sino en el sentido de: si lo sabes tú solo, de modo que no haya nadie más que lo sepa.
Respecto al mandato del Apóstol a Timoteo de reprender en público a los que pecan públicamente, él mismo lo hizo así con Pedro. Porque como éste pecase con escándalo público, no le amonestó en privado, sino públicamente "delante de todos" (Gál. 2,14).
Por tanto el recto orden y el buen proceder consistirá en actuar conforme a los grados que Cristo ha establecido cuando se trata de pecados privados; y en los pecados públicos proceder derechamente a la corrección solemne de la Iglesia, si el escándalo es público.
4. Faltas ligeras y crímenes patentes
Hay que establecer además otra división. Hay pecados ligeros, y otros que son crímenes o vicios horrendos.
Para corregir éstos últimos no solamente es necesario amonestar o reñir, sino que se debe usar un remedio mucho más severo, como lo muestra san Pablo, quien no solamente castiga de palabra al incestuoso de Corinto, sino que además lo excomulga, tan pronto como supo con certeza el crimen que había cometido (I Cor. 5,4-5).
Ahora, pues, comenzamos ya a ver mejor de qué manera la jurisdicción espiritual de la Iglesia, que, conforme a la Palabra de Dios castiga los pecados, es un buen remedio para su bienestar, fundamento del orden y vínculo de unión. Así que cuando la Iglesia eche de su compañía a los que manifiestamente son adúlteros, fornicarios, ladrones, salteadores, sediciosos, perjuros, testigos falsos, y otros semejantes; e igualmente a los obstinados, que amonestados debidamente de sus faltas, aunque sean ligeras, se burlan de Dios y de su juicio, no usurpa cosa alguna contra la razón o la justicia, sino que simplemente se sirve de la jurisdicción que el Señor le ha dado.
Y para que nadie menosprecie el juicio de la Iglesia, o tenga en poco el ser condenado por la sentencia de los fieles, el Señor ha declarado que esto no es más que una proclamación de su misma sentencia, y que es ratificado en el cielo lo que ellos hubieren determinado en la tierra (Mt. 16,19; 18,18; Jn.20,23). Porque tienen la Palabra del Señor para condenar a los perversos; y tienen esa misma Palabra para devolver Su gracia a los arrepentidos.
Por tanto, los que piensan que las iglesias pueden subsistir mucho tiempo sin el reinado de la disciplina, ciertamente se engañan grandemente, pues no podemos prescindir del castigo que el Señor nos indicó como cosa necesaria. Y se ve mejor cuánta necesidad tenemos de ella, por los muchos usos que de la misma se hace.
5. c. Fines de la disciplina:
1°. No profanar la Iglesia y la Cena. Tres son los fines que la Iglesia
persigue con semejantes correcciones y con la excomunión.
El primero es para que los que llevan una vida impía y escandalosa no se cuenten, con afrenta de Dios, en el número de los cristianos, como si Su santa Iglesia fuese una agrupación de hombres impíos y malvados. Porque siendo ella "el cuerpo de Cristo" (Col. 1,24), no puede contaminarse con semejantes miembros corrompidos sin que alguna afrenta recaiga también sobre la Cabeza. Y así, para que no suceda tal cosa en la Iglesia, de la cual pueda provenir algún oprobio a Su santo nombre, han de ser arrojados de su seno todos aquellos cuya inmundicia podría deshonrar el nombre de cristiano.
Hay que tener también en cuenta la Cena del Señor; no sea que dándola indiferentemente a todos"; sea profanada. Porque es muy verdad que el que tiene el cargo de dispensar la Cena, si a sabiendas y voluntariamente admite a ella al que es indigno, cuando por derecho debía privarle de ella, él mismo es tan culpable de sacrilegio, como si hubiera echado el cuerpo del Señor a los perros.
Por esto san Juan Crisóstomo reprende severamente a los sacerdotes que temiendo la potencia de los grandes no se atreven a desechar a ninguno. "La sangre", dice, "será demandada de vuestras manos (Ez. 3, 18; 33,8). Si teméis al hombre, él se burlará de vosotros; pero si teméis a Dios, los mismos hombres os estimarán. No temamos las insignias temporales, ni la púrpura y las diademas; nosotros tenemos aquí un poder mayor. Yo ciertamente antes entregaría mi cuerpo a la muerte y permitiría que mi sangre se derramase, que ser partícipe de tal mancha.”1 Por tanto hay que tener mucho cuidado y discreción al dispensar este sagrado misterio, para que no sea profanado; lo cual de ninguna manera se puede tener sino es por la jurisdicción de la Iglesia.
2°. Evita la corrupción de los buenos. El segundo fin es para que los buenos no se corrompan con el trato continuo de los malos, como suele acontecer. Porque es tal nuestra inclinación a apartarnos del bien, que nada hay más fácil que apartarnos del recto camino del bien vivir con los malos ejemplos. Esta utilidad la puso de relieve el Apóstol, cuando mandó a los corintios que apartasen de su compañía al incestuoso. “¿No sabéis”, dice, “que un poco de levadura leuda (corrompe) toda la masa?” Y veía que en esto se encerraba un peligro tan grande, que manda que no se junten con él. “No os juntéis”, dice, “con ninguno que llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal, ni aún comáis” (1 Cor. 5,6.11).
3°. Suscitar el arrepentimiento de los pecadores. El tercero es para que ellos, confundidos por la vergüenza de su pecado, comiencen a arrepentirse. De esta manera es conveniente, incluso para su salvación, que su maldad sea condenada, a fin de que, advertidos por la vara de la Iglesia, reconozcan sus faltas, en las cuales permanecen y se endurecen cuando se les trata dulcemente. Es lo que quiere dar a entender el Apóstol al hablar de esta manera: “Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence” (2 Tes.3, 14). Y en otro lugar, cuando afirma que él ya ha entregado al incestuoso de Corinto a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor (1 Cor. 5,5), quiere decir, según yo lo entiendo, que lo había entregado a condena temporal, a fin de que se salvara eternamente, Por eso dice que lo entregó a Satanás, porque fuera de la Iglesia está el Diablo, como en la Iglesia está Cristo. Pues entenderlo de algún tormento temporal realizado por el Diablo parece muy incierto.2
1 Comentario a Mateo, homilía LXXXII, 6.
2 San Juan Crisóstomo, Comentario a 1 Corintios, hom. XV, 2.
6. d. Cómo la Iglesia ejerce la disciplina
Expuestos estos fines, queda por ver de qué manera la Iglesia ejecuta esta parte de la disciplina, que consiste en la jurisdicción.
Primeramente retengamos aquella división ya propuesta, de pecados públicos y secretos. Los públicos son los que se han cometido no delante de uno o dos, sino abiertamente con escándalo de toda la Iglesia. Ocultos llamo, no a los que los hombres totalmente ignoran, cuales son los pecados de los hipócritas — pues con tales pecados no tiene que ver la Iglesia —, sino cuando no deja de haber algún testigo, y sin embargo no son públicos.
Respecto a los pecados públicos y los pecados ocultos. El primer género de pecados no requiere aquellos grados que Cristo propone, sino que la Iglesia, cuando algo así aconteciere, debe cumplir su oficio llamando al pecador y corrigiéndolo conforme a su delito.
En el segundo género no se suele recurrir a la Iglesia, conforme a la regla de Cristo, hasta que además del pecado se da la contumacia.
Según la gravedad de las faltas. Al tratar del pecado, téngase en cuenta la otra división entre crímenes y delitos. No se debe usar tanta severidad en las faltas ligeras; basta una reprensión de palabra, hecha afable y paternalmente, que no exaspere al pecador, ni lo confunda; antes lo haga volver en sí; de modo que más bien se alegre de haber sido corregido, que se sienta triste de ello.
Los pecados graves hay que castigarlos con mayor severidad. Pues no basta, si alguien con el mal ejemplo de su crimen ha escandalizado en gran manera a la Iglesia, que éste tal sea castigado simplemente de palabra, sino que debe ser también privado de la Cena por algún tiempo, hasta que dé muestras de su arrepentimiento. Porque san Pablo no castiga solamente de palabra al de Corinto, sino que lo arroja de la Iglesia, y reprende a los corintios, por haberlo sufrido tanto tiempo (1 Cor. 5, 5).
Este proceder observó siempre la Iglesia antigua cuando florecía el legítimo modo de gobierno. Si alguno cometía algún grave pecado de donde procedía escándalo, le ordenaba primeramente que se abstuviese de la Cena, y luego que se humillase delante de Dios, y que diese muestras de su penitencia delante de la Iglesia. Y había unos ritos solemnes que se solían imponer a los delincuentes, a modo de indicios de su penitencia. Cuando el pecador satisfecía de este modo a la Iglesia, lo recibían en la comunión con la imposición de manos. A esta recepción san Cipriano muchas veces la llama paz, al describir brevemente este rito: “Penitencia”, dice, “hacen durante el tiempo que se les ha ordenado; después vienen a la confesión de su falta; y por la imposición de las manos del obispo y del clero obtienen paz y comunión”.1 Aunque el obispo con el clero presidía la reconciliación, se necesita juntamente el consentimiento del pueblo, como lo prueba en otro lugar.2
1 Cartas, XVI 2; XVII, 2.
2 Carias, XIV, 4.
7. Nadie está exento de la disciplina de la Iglesia
Y de tal manera no se eximía a nadie de esta disciplina, que los príncipes lo mismo que los simples fieles estaban sometidos a ella. Y con toda razón; pues se sabía que procedía de Cristo, a quien en justicia todos los cetros y coronas de los reyes deben someterse. MI el emperador Teodosio, privado por san Ambrosio de la comunión por los que habla hecho dar muerte en Tesalónica, se despojé de sus galas imperiales, lloró públicamente en la Iglesia el pecado que había cometido por engaño de otros, y pidió perdón con lágrimas y gemidos.1
No deben los reyes tener por afrenta postrarse humildemente en tierra delante de Cristo, Rey de reyes, ni deben Llevar a mal ser juzgados por la Iglesia. Porque como en sus cortes apenas oyen otra cosa que adulaciones, les es muy necesario ser corregidos por el Señor por boca de los sacerdotes; y mas bien deben desear que los sacerdotes no les perdonen, para que los perdone Dios.
La disciplina se ejerce por el clero asistido de la Iglesia. No digo aquí quién ha de ejercer esta jurisdicción, pues ya lo he expuesto arriba. Solamente añadirá que la legítima manera de proceder en la excomunión es que los presbíteros no lo hagan por sí solos, sino sabiéndolo la iglesia, y con su aprobación; de modo que la multitud no disponga de lo que se hace, sino que simplemente sea testigo de ello, a fin de que los presbíteros no hagan nada conforme a su capricho. Todo el modo de proceder, además de la invocación del nombre de Dios, debe mostrar la gravedad que dé a conocer la presencia de Dios; de manera que no haya duda que l preside aquel juicio.
1 Ambrosio, Oración fúnebre de Teodosio, cap. xxviii, 34.
8. El espíritu y la moderación de la disciplina
No hay que olvidar que la Iglesia ha de usar tal severidad, que vaya unida con el espíritu de mansedumbre, Porque siempre se debe tener en cuenta, como lo ordena el Apóstol, que el que es corregido “no sea consumido de demasiada tristeza” (2 Cor. 2,7). Porque de otra manera el remedio se convertiría en ruina.
La regla de la moderación se podrá deducir mejor del fin que se ha de perseguir. Porque lo que se pretende con la excomunión es que el pecador se arrepienta, que se supriman los malos ejemplos, para que el nombre de Cristo no sea blasfemado, y que otros no se sientan incitados a hacer otro tanto. Si consideramos estas cosas, fácilmente podemos juzgar hasta qué punto ha de llegar nuestra severidad, y dónde debe terminar. Por tanto, cuando el pecador da muestras de penitencia a la Iglesia, y con este testimonio borra, cuanto está de su parte, el escándalo, no ha de ser más molestado; y silo es, el rigor ya pasa de sus límites.
En esto no admite excusa la excesiva severidad de los antiguos, que totalmente se apartaba de lo que el Señor prescribió, y que era sobremanera peligrosa. Porque al imponer al pecador una penitencia solemne y la privación de la santa Cena por tres, por cuatro, por siete años, y a veces por toda la vida, ¿qué se puede conseguir con eso, sino la hipocresía o una grave desesperación? Asimismo, el no admitir a nueva penitencia a ninguno que recayese, sino excluirlo de la Iglesia hasta el fin de su vida, era inútil y contrario a la razón. Todo el que sensatamente lo considere verá que pecaron en esto. Aunque en esta materia más bien condeno la costumbre pública y común, que a los que la usaron; a alguno de los cuales es del todo cierto que le disgustaba; pero la soportaban, porque no podían corregirla.
San Cipriano declara sin lugar a dudas cuán contra su voluntad había sido tan riguroso: “Nuestra paciencia, afabilidad y dulzura está dispuesta y preparada para recibir a todos los que vienen. Deseo que todos vuelvan a la Iglesia; deseo que todos nuestros compañeros se encierren en los reales de Cristo y de Dios Padre Todopoderoso; muchas cosas las disimulo; con el deseo que tengo de recoger a los hermanos, aun las cosas que son contra Dios no las examino por entero; casi peco yo perdonando delitos más de lo que convendría; abrazo con amor pronto y entero a los que con arrepentimiento vuelven, confesando su pecado con humilde y simple satisfacción.”1
Crisóstomo, aunque fue algo más duro, sin embargo habla de esta manera: “Si Dios es tan misericordioso, ¿para qué su sacerdote quiere parecer riguroso?”. 2
Bien sabemos cuánta benignidad usó san Agustín con los donatistas, ya que no puso dificultad en recibir en la dignidad de obispos a los que habían sido cismáticos: y ello poco después de su arrepentimiento. Pero como el procedimiento contrario había prevalecido, se vieron obligados a renunciar a su opinión y parecer, y a seguir a los otros.
1 Cartas, LIX, 16.
2 Tal pensamiento se encuentra con frecuencia en Crisóstomo; cfr. en particular la Hornilla: “No hay que anatematizar a los vivos ni a los muertos”, 2, 3.
9. Toda la Iglesia debe hacer prevalecer el juicio de la caridad y dejar el lugar a la misericordia de Dios
Y así como en todo el cuerpo de la Iglesia se requiere esta mansedumbre y que corrija a los pecadores con clemencia y no con sumo rigor, antes bien, conforme al precepto de san Pablo, que confirme el amor para con él (2 Cor. 2,8), del mismo modo cada uno en particular debe por su parte mostrarse clemente y humano. No debemos, pues, borrar del número de los elegidos a los que son separados de la Iglesia, ni hemos de desesperar de su salvación, como si ya estuviesen perdidos y condenados. Es verdad que podemos tenerlos como extraños a la Iglesia y, por tanto, a Cristo; pero sólo por el tiempo que dura su separación. Mas si aun entonces muestran más orgullo y obstinación que humildad, dejé- mostos a pesar de todo al juicio de Dios, esperando mejor de ellos en lo porvenir de lo que al presente vemos; y no dejemos por esto de rogar a Dios por ellos. Para decirlo en pocas palabras, no condenemos a muerte eterna a la persona que está en manos y en la voluntad de Dios; únicamente estimemos las obras de cada uno según la Palabra de Dios.
Si seguimos esta regla hemos de atenernos más bien a la sentencia y juicio de Dios, que al nuestro. No nos arroguemos la autoridad de juzgar, si no queremos limitar la potencia de Dios y dictar leyes a su misericordia; pues siempre que quiere cambia y muda a los más perversos en santos y recibe en la Iglesia los que son extraños a ella. Y esto lo hace el Señor para frustrar la opinión de los hombres y reprimir su temeridad; la cual, si no es reprimida, se atreve a atribuirse mayor autoridad de la que le compete.
10. En qué sentido la Iglesia liga a los pecadores
En cuanto a lo que Cristo promete: que será ligado en el cielo lo que los suyos hubieren ligado en la tierra (Mt. 18,18), con estas palabras limité la autoridad de ligar a las censuras de la Iglesia, por las cuales los que son excomulgados no son colocados en perpetua ruina y desesperación; sino que al ver que su vida y costumbres son condenadas, al mismo tiempo quedan advertidos de su propia condenación, si no se arrepienten. Porque la diferencia que hay entre anatema (o execración) y excomunión consiste en que el anatema no deja esperanza alguna de perdón y entrega al hombre y lo destina a muerte eterna; en cambio, la excomunión más bien castiga y corrige las costumbres. Y aunque también ella castiga al hombre, lo hace de tal manera que al avisarle de la condenación que le está preparada, lo llama a la salvación. Y si él obedece, a mano tiene la reconciliación y la vuelta a la comunión de la Iglesia. El anatema muy pocas veces o casi nunca se usa.
Por tanto, aunque la disciplina eclesiástica prohíba comunicar familiarmente y tener estrecha amistad con los excomulgados, sin embargo hemos de procurar por todos los medios posibles que se conviertan a mejor vida, y se acojan a la compañía y unión de la iglesia, como el mismo Apóstol lo enseña: “No lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (2 Tes. 3,15). Si no se tiene este espíritu humanitario, tanto en particular como en general, se corre el peligro de que la disciplina se convierta pronto en oficio de verdugos.
11. En el amor, la disciplina debe siempre procurar la unidad de la Iglesia
También se requiere principalmente en la moderación de la disciplina, lo que San Agustín dice disputando contra los donatistas: que los particulares, si ven que los presbíteros no emplean la debida diligencia en corregir los vicios, no por eso se aparten en seguida de la iglesia; y tampoco que los pastores, si no pueden, como desearían, corregir todas las cosas que necesitan enmienda, no por eso se desentiendan del ministerio, ni perturben a toda la Iglesia con una insólita aspereza. Porque es muy gran verdad lo que escribe: que cualquiera que corrige lo que puede reprendiendo; o lo que no puede corregir lo excluye manteniendo el vínculo de la paz; o lo que, manteniendo el vínculo de la paz, no puede excluir, lo reprueba con equidad y lo soporta con firmeza éste dice que está libre de maldición y no es culpable del mal.1 Y da la razón en otro lugar: “Porque toda regla de disciplina eclesiástica debe siempre tener en cuenta la unión del espíritu en el vínculo de la paz; lo cual el Apóstol nos manda observarlo ‘soportándonos los unos a los otros’ (Ef. 4, 2-3); y si lo descuidamos, la medicina del castigo comienza a hacerse no sólo superflua, sino incluso perniciosa; y por tanto deja de ser medicina.” Y continúa: “El que diligentemente considera esto, ni en la conservación de la unión menosprecia la severidad de la disciplina, ni con el demasiado castigo rompe el vínculo de la concordia.”2
Confiesa que no sólo los pastores deben procurar por su parte que no haya vicio alguno en la Iglesia, sino que cada uno en articular ha de procurarlo también; y no disimula que el que menosprecia amonestar, reprender y corregir a los malos, aunque no les favorezca ni peque con ellos, es culpable delante del Señor; y que si es persona con autoridad para privarlos del uso de los sacramentos, y no lo hace, ya no peca con pecado ajeno, sino con el suyo propio. Solamente quiere que se proceda en esto con prudencia, la cual exige también el Señor, a fin de que al arrancar la cizaña, no arranque también el trigo (Mt. 13,29). De aquí concluye san Cipriano: “Castigue, pues, el hombre con misericordia lo que puede; y lo que no puede, súfralo con paciencia y llórelo con amor.”3
1 Contra la Carta de Parmenión, lib. II, cap. I, 3.
2 Ibid., lib. III, cap. II.
3 Cartas, LIX, 16.
12. El rigor hipócrita de los donatistas y de los anabaptistas
En cuanto a san Agustín, dice esto por la austera severidad de los donatistas, quienes viendo que los obispos reprendían los vicios de palabra y que no los castigaban con la excomunión, creyendo que no hacían nada de este modo, descaradamente hablaban contra ellos, como traidores a la disciplina, y con un cisma se separaban de la compañía de Cristo. Así también actualmente lo hacen los anabaptistas, quienes no reconociendo por Iglesia de Cristo más que a la que resplandece con una perfección evangélica, so pretexto de celo destruyen cuanto está edificado.
“Estas gentes”, dice san Agustín, “afectan, no por odio de los pecados ajenos, sino por el afán de sus disputas, atraer al pobre pueblo, o al menos separarlo, seduciéndolo con la jactancia de su nombre. Henchidos de orgullo, locos en su obstinación, cautelosos en calumniar, ansiosos de revueltas, para que no se vea claramente la luz que hay en ellos, se cubren con la sombra de una rigurosa severidad; y lo que la Escritura les manda hacer para corregir los vicios de sus hermanos con un moderado cuidado, manteniendo la sinceridad del amor y el vínculo de la paz, lo usurpan para cometer un sacrilegio y crear un cisma, dando ocasión de división en la Iglesia.”1
He ahí cómo Satanás se trasfigura en ángel de luz (2 Cor. 11,14) cuando so pretexto de una justa severidad induce a una perversa crueldad, no deseando más que corromper y destruir el vínculo de la paz y de la unión; pues si esto permaneciera firme, todas las fuerzas de Satanás serían incapaces de causar daño alguno.
1 Contra la Carta de Parmenión, lib. III, cap, iv.
13. La severidad debe ser moderada por la misericordia
Después de haber dicho todo esto, san Agustín encarga particularmente que si todo un pueblo en general estuviese afectado de algún vicio, como de una enfermedad contagiosa, que se modere la severidad con la misericordia. Porque la separación es un consejo vano, pernicioso y sacrílego; y más perturba a los buenos que son débiles, que corrige a los malos decididos. Y lo que allí manda a los otros, lo hizo él fielmente. Porque, escribiendo a Aurelio, obispo de Cartago, se queja de que la embriaguez es muy común en África, cuando tan severamente es condenada en la Escritura; y exhorta a que se reúna un concilio provincial para poner remedio a ello. Y luego añade: “Estas cosas, en mi opinión no se quitan con aspereza y severidad; más se consigue enseñando que mandando; exhortando que amenazando. Porque con la multitud, cuando peca, se ha de proceder así. La severidad se debe usar cuando el número de los que faltan no es tan grande”. Sin embargo no quiere decir que los obispos deban disimular y callar cuando no pueden castigar severamente los vicios públicos, como lo declara después; sino que quiere que la corrección se modere de tal manera que, en cuanto sea posible, cause bien al cuerpo, en vez de destrucción. Y así concluye diciendo: “Por lo cual, aquel precepto del Apóstol de separar los malos no se debe menospreciar en modo alguno cuando se puede hacer sin violar la paz; pues no de otra manera quiso él que se procediese (1 Cor. 3, 7); y asimismo se ha de cuidar también de que soportándonos los unos a los otros, procuremos conservar la unión del espíritu en vinculo de paz” (Ef. 4, 23).1
1 Contra la Carta de Parmenión, lib. III, cap. II, 15.
14. Oportunidad de ¡os ayunos y de ¡as oraciones solemnes
La otra parte de la disciplina, que propiamente no se contiene en la potestad de las llaves, consiste en que los pastores, conforme a las exigencias de los tiempos, exhorten al pueblo a ayunos, u oraciones solemnes, o a otros ejercicios de humildad, penitencia y fe; para lo cual no se prescribe en la Palabra de Dios, ni tiempo, ni modo, ni forma, sino que se deja al juicio de la Iglesia. Sin embargo, como la práctica de tales cosas es provechosa, siempre se guardó en la Iglesia antigua desde el tiempo de los apóstoles. Aunque tampoco los apóstoles fueron sus primeros autores, sino que tomaron el modelo y la forma de la Ley y los Profetas. Allí vemos que siempre que acontecía algún grave asunto, se convocaba al pueblo, se ordenaban plegarias, y se mandaba el ayuno (Jl. 2, 15). Y los apóstoles siguieron lo que no era novedad para el pueblo de Dios y veían que era útil (Hch. 13,2-3).
La misma razón se da para los otros ejercicios con los que se puede incitar al pueblo a cumplir con su deber, o mantenerlo en sus obligaciones y en la obediencia. De ello tenemos ejemplos a cada paso en las historias, que no es necesario referir aquí. El resumen puede exponerse así: Siempre que surge alguna controversia en cuanto a la religión, y que tiene gran trascendencia; siempre que se ha de elegir algún ministro, o bien se trata de algo difícil e importante; asimismo, cuando se manifiestan señales de la ira de Dios, como son la peste, la guerra o el hambre, siempre se puso en práctica esta saludable institución de que los pastores exhortasen al pueblo a celebrar ayunos públicos y oraciones extraordinarias.
Si alguno no admite los testimonios del Antiguo Testamento que en confirmación de esto se pueden traer, por parecerle inconvenientes para la Iglesia cristiana, le responderé que los apóstoles hicieron lo mismo.
Respecto a las oraciones apenas creo que haya quien lo dude. Digamos, pues, algo del ayuno; porque son machos los que desconociendo su utilidad, piensan que no es necesario. Otros lo rechazan del todo, como cosa superflua. Por otra parte, si no se entiende bien su uso, fácilmente puede convertirse en superstición.
15. Fines del ayuno
El ayuno santo y legítimo se observó con tres fines: pues ayunamos,
o para dominar y someter la carne, a fin de que no se regocije demasiado;
o para estar mejor preparados a orar y meditar cosas santas; o para
humillarnos delante de Dios cuando queremos confesar nuestras faltas
delante del Señor.
El primer fin no tiene siempre lugar en el ayuno público; porque no todos los cuerpos gozan de una misma constitución y disposición de salud; por eso más bien se refiere al ayuno privado.
El segundo conviene a ambos; pues tanto necesita toda la Iglesia esa preparación para orar, como cada uno de los fieles en particular.
Lo mismo debe decirse del tercero. Porque a veces puede acontecer que Dios aflija a una nación con guerras, pestes, o con otras calamidades. En un castigo tan general es menester que todo el pueblo se reconozca culpable, y que confiese su pecado. Y si la mano del Señor hiere a alguno en particular, ha de hacer lo mismo, bien él a solas, bien en unión de su familia. Es cierto que este reconocimiento se refiere principalmente al afecto del corazón; pero cuando el corazón se siente tocado, difícilmente puede contenerse y no dar alguna muestra exterior de sus sentimientos; y principalmente cuando de ello se deduce alguna edificación común, para que confesando públicamente su pecado, todos a la vez den gloria a Dios por su justicia, y unos y otros se exhorten recíprocamente con su ejemplo.
16. Los ayunos públicos y privados van siempre unidos a la oración
De aquí que el ayuno, por ser señal de humillación, se usa más frecuentemente en común y en público, que en privado; aunque convenga a ambos aspectos, como queda dicho. Lo que se refiere a la disciplina de que ahora tratamos es que siempre que hemos de pedir a Dios por alguna cosa importante conviene proclamar el ayuno juntamente con la oración. De esta manera los fieles de Antioquía, cuando imponen las manos a Pablo y a Bernabé, para mejor encomendar a Dios su ministerio, que tanta importancia tenía, ayunan y oran (Hch. 13,3).
Así también ellos acostumbraron después a orar y ayunar cuando ordenaban ministros en las iglesias. En este género de ayuno no tuvieron en cuenta otra cosa sino disponerse mejor y más alegremente a orar. Y todos sabemos por la experiencia que cuando el vientre está lleno la mente no es capaz de levantarse hasta Dios para orar con un afecto ardiente y perseverante en la oración.
Así debemos entender lo que san Lucas cuenta de Ana, que servia de noche y de día con ayunos y oraciones (Lc. 2,37). Porque no hace consistir el culto divino en el ayuno, sino que quiere dar a entender que aquella santa mujer se ejercitaba de esta manera para entregarse continuamente a la oración. Tal fue el ayuno de Nehemías, cuando con gran fervor oraba a Dios por la libertad de su pueblo (Neh. 1,4).
Por esto dice san Pablo que los fieles hacen muy bien en abstenerse del lecho conyugal por algún tiempo, para entregarse con mayor libertad a la oración y al ayuno (1 Cor. 7, 5). Al unir aquí el ayuno a la oración como una ayuda suya, advierte que el ayuno no tiene importancia ninguna, sino en cuanto se refiere a este fin, Además, al mandar en este pasaje a los casados, que unos a otros se den mutua consideración (1 Cor. 7,3), es claro que él no habla de oraciones ordinarias y cotidianas, sino de oraciones que requieren mucha mayor atención.
17. Los ayunos públicos son necesarios
Igualmente si la peste, una guerra, o el hambre comienzan a desarrollarse, o cualquier otra calamidad amenaza al país o al pueblo, el deber de los pastores es también exhortar a la Iglesia a ayunar, para que oren humildemente ante Dios y haga cesar su ira. Porque Él anuncia que se prepara y en cierta manera se arma para infligir el castigo cuando hace que el peligro aparezca. Por tanto, así como antiguamente con la barba crecida, el cabello despeinado, y el vestido de luto solían los delincuentes humillarse para de esta manera mover al juez a misericordia; así nosotros, cuando somos acusados delante del tribunal divino, debemos, dando muestras de abatimiento, pedirle que aleje su ira. Y esto es conveniente tanto para su gloria y la pública edificación, como para nosotros mismos.
Que esto estuvo en uso en el pueblo de Israel, fácilmente se ve por las palabras del profeta Joel; porque cuando manda que se toque la trompeta, que se proclame el ayuno, y se convoque la asamblea (Jl. 2, 15), y todo lo demás que sigue, habla de ello como de cosa recibida por la común costumbre. Y poco antes habla dicho que Dios hacía ya el proceso del pueblo, y que el día de su sentencia estaba próximo, y había citado a los delincuentes para que compareciesen en juicio. Y luego los exhorta a recurrir al saco, a la ceniza, al llanto y al ayuno; o sea, a que se postren delante del Señor, dando también muestras exteriores de su arrepentimiento (Jl. 2, 12-13).
Puede que la ceniza y el saco estuviesen más en consonancia con aquellos tiempos; pero convocar al pueblo, el llanto, el ayuno y otras cosas semejantes a éstas, no hay duda que están también en consonancia con los nuestros, siempre que la condición de las circunstancias así lo requiera. Porque siendo un ejercicio santo, tanto para humillar a los hombres, como para confesar su humildad, ¿por qué hemos de usar de ello menos que los antiguos en necesidades semejantes? Leemos que no sólo la Iglesia de Israel — que estaba instruida por la Palabra de Dios — ayuné en señal de tristeza (1 Sm. 7,6; 31,13; 2 Sm. 1,12; 1 Re. 21,12), sino incluso los ninivitas, que no habían escuchado más doctrina que una sola exhortación de Jonás (Jon. 3,5). ¿Por qué, pues, no hemos de hacer nosotros lo mismo?
Quizás diga alguno que se trata de una ceremonia externa, que juntamente con las otras tuvo su fin en Jesucristo. Mas yo replico que también hoy es una ayuda excelente para los fieles — como siempre lo fue —, y un aviso muy provechoso para despertar, y no seguir provocando más a Dios con la pereza y excesiva confianza en si mismos cuando son castigados con sus azotes. Por eso Cristo, cuando excusa a sus apóstoles de que no ayunan, no dice que el ayuno ha sido abrogado, sino que es para tiempos calamitosos, y lo une al llanto y a la tristeza: “Vendrán días”, dice, “cuando el esposo les será quitado” (Lc. 5,35; Mt. 9,15).
18. Definición de ayuno: tiempo, clase y cantidad de los alimentos
Y para que no haya error en cuanto al nombre, digamos lo que es ayuno; pues por ayuno no entendemos simplemente la abstinencia y privación del alimento, sino algo más determinado. La vida de las personas piadosas debe moderarse con la sobriedad y la frugalidad de tal modo, que durante toda su vida resplandezca en cuanto es posible, una cierta especie de ayuno. Pero hay además otra especie de ayuno temporal, cuando nos privamos de algo del mantenimiento ordinario; o cuando por un día, o un tiempo determinado nos imponemos una cierta abstinencia en eL mantenimiento, más rigurosa y severa de lo ordinario. Esta restricción consiste en tres cosas: el tiempo, la calidad de los alimentos, y la medida de los mismos.
Por el tiempo quiero decir que hagamos uso de aquellas prácticas del ayuno para las cuales el mismo fue instituido. Así, por ejemplo, si alguno ayuna a causa de una solemne oración, que vaya en ayunas.
La calidad consiste en que al ayunar no usemos de delicadezas, y nos contentemos con alimentos comunes y baratos; y que no excitemos el sentido del gusto con manjares exquisitos.
La cantidad o medida consiste en que comamos con más sobriedad de lo que solemos; solamente por necesidad y no por placer.
19. Reglas del ayuno
Pero siempre hay que estar alerta para que no se introduzca ninguna superstición, como ha acontecido ya antes de ahora con gran daño de la Iglesia. Porque sería mucho mejor no ayunar jamás, que guardar diligentemente el ayuno, y entre tanto corromperlo con falsas y perniciosas opiniones, en las que el mundo cae poco a poco, si los pastores no lo preven con gran diligencia y prudencia, y ponen remedio.
a. El ayuno está en el corazón. Lo primero que deben hacer los pastores es insistir siempre en lo que enseña Joel: que rasguen sus corazones, y no sus vestidos (Jl. 2, 13); o sea, que amonesten al pueblo, que Dios no tiene en gran estima el ayuno, si no lleva consigo un afecto íntimo del corazón, un verdadero disgusto del pecado y de sí mismo, una verdadera humillación, y un verdadero dolor que proceda del temor de Dios. Más aún: que adviertan que el ayuno no es útil por otra razón que porque se une a estas cosas como una ayuda siempre inferior. Porque no hay cosa que más aborrezca Dios, que el que los hombres, poniendo ante sus ojos ciertas señales exteriores en lugar de la inocencia del corazón, procuren engañarse a si mismos. Por esto Isaías habla tan severamente contra esta hipocresía; pues creían los judíos que con solo’ ayunar ya habían satisfecho a Dios, aunque en el corazón mantuviesen la impiedad y sus malvados pensamientos. “¿Es tal”, dice, “el ayuno que yo escogí. . .?” (Is. 58,5). Así que el ayuno de los hipócritas no solamente es un esfuerzo inútil y superfluo, sino además una grañidísima abominación.
b. El ayuno no es meritorio. El segundo mal, que tiene gran parentesco con éste, del que nos debemos guardar sobremanera, es que no tengamos al ayuno por obra meritoria, ni por una especie de culto divino. Porque siendo el ayuno de por si un medio, y no debiendo ser estimado sino por aquellos fines a los que se dirige, sería una perniciosa superstición confundirlo con las obras mandadas por Dios, y que son necesarias por sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa.
Tal fue en tiempos pasados el error de los maniqueos, San Agustín, al refutarlos, enseña bien claramente que el ayuno no se debe estimar sino por los fines que hemos indicado, y que Dios no lo aprueba, si no se refiere a alguno de ellos.1
c. El ayuno no es digno de ninguna alabanza particular. El tercer error, no tan impío, pero sin embargo peligroso, es exigirlo con gran severidad y rigor, como algo muy importante, y colmarlo de tan excesivas alabanzas, que los hombres crean que han hecho algo muy grande cuando han ayunado. En esto no me atrevo a excusar del todo a los antiguos de no haber esparcido ciertos gérmenes de superstición y haber dado ocasión a la tiranía que después surgió. Es verdad que se hallan en ellos a veces sanos y avisados consejos sobre el ayuno; mas después se ven con frecuencia loores excesivos del mismo, colocándolo entre las más importantes virtudes.
1 Costumbres de la Iglesia y de los maniqueos, lib. II, cap. XIII, 27; Contra Fausto, cap. XIII, 5.
20. Observancia supersticiosa de la Cuaresma
Ya por entonces se había extendido por todas partes la supersticiosa observancia de la Cuaresma;1 pues el vulgo pensaba que con ello hacía algún servicio a Dios; y los pastores lo recomendaban como una santa imitación de Cristo (Mt. 4,2).2 Ahora bien, es evidente que Cristo no ayuné para imponer su ejemplo a los demás, sino para confirmar, comenzando así la predicación del Evangelio, que no se trataba de una doctrina humana, sino verdaderamente descendida del cielo. En verdad es sorprendente que tan burda imaginación haya podido penetrar en hombres dotados de tanto ingenio, cuando con tantas y tan claras razones se refuta. ¿Por qué no ayuné Cristo muchas veces, como debiera haberlo hecho, si quería imponer la ley de que ayunásemos cada año; sino que tan sólo una vez lo hizo, cuando se preparó a predicar el Evangelio?
Además no ayuna Jesús como los hombres suelen hacerlo y sería razonable que El lo hubiera hecho, si quena incitar a los hombres a que lo imitasen; sino más bien propone un ejemplo apto, más para suscitar su admiración, que para exhortarlos a imitarlo.
Finalmente, la razón de este ayuno no es otra que la del ayuno de Moisés, cuando recibió la Ley de la mano de Dios (Ex. 24, 18; 34,23). Pues habiendo Dios mostrado aquel milagro en Moisés para confirmación de la autoridad de la Ley, era razonable que el mismo milagro se hiciera en Jesucristo, para que no pareciera que el Evangelio era inferior a la Ley. Ciertamente, desde aquel tiempo a ninguno le vino al pensamiento suscitar en el pueblo de Israel una forma semejante de ayuno so pretexto de imitar a Moisés. Y ninguno entre los profetas y los fieles le imitaron en esto, por más que tuviesen gran celo por todos los ejercicios piadosos. Porque lo que se cuenta de Elías, que pasó cuarenta días sin comer ni beber (1 Re. 19,8), no tenia otra finalidad que la de hacer saber al pueblo que Elías era suscitado como mantenedor de la Ley, de la que casi todo el pueblo se había apartado. Así que ha sido una pura imitación llena de falsedad y superstición imponer el ayuno so pretexto de imitar a Cristo.
En cuanto al modo de ayunar, había entonces gran diversidad, como lo cuenta Casiodoro en el libro nono de su Historia Tripartita. Porque los romanos, según dice, no tenían más que tres semanas en las que ayunaban continuamente, excepto el sábado y el domingo. Los ilirios y los griegos tenían seis semanas; otros, siete; pero su ayuno no era continuo, sino a intervalos de tiempo. Y no menos se diferenciaban en los alimentos. Unos se mantenían sólo a pan y agua; otros añadían legumbres: otros no dejaban de comer pescado y aves; otros no se abstenían de ningún alimento. De esta diferencia hace mención también san Agustín en su segunda carta a Genaro.3
1 Eusebio, Historia eclesiástica, lib. V, cap. xxiii, 2, muestra que el ayuno antes de
Pascua era muy corto. Algunos ayunaban un día; otros cuarenta horas.
2 Alusión a los cuarenta días de ayuno de Jesucristo antes de la tentación. La palabra Cuaresma — en latín quadragesima — significa cuarenta; o sea cuarenta días antes de Pascua; cfr. san Agustín, Cartas, LV, cap. xv.
3 Hay que leer primera carta a Genaro, ep. LIV, cap. II, 2.
21. La iglesia romana ha corrompido el ayuno
Después vinieron tiempos mucho peores, y al desordenado deseo del vulgo se unió en parte la ignorancia y rudeza de los obispos, y en parte el apetito de dominar y el tiránico rigor.
Se establecieron impías leyes que ahogan las conciencias con lazos insoportables. Se prohibió comer carne, como si contaminase al hombre. Se acumularon opiniones sacrílegas, hasta llegar a un abismo de errores. Y para que no faltase nada, comenzaron a jugar con Dios con el vano pretexto de la abstinencia. Porque la alabanza del ayuno la ponen en exquisitos manjares. Nunca se da tal abundancia, diversidad y selección de alimentos. Y a un tan espléndido aparato lo llaman ayuno, y creen que con ello sirven a Dios como deben. Me callo que los que quieren ser tenidos por más santos, nunca llenan más su estómago que entonces.
En resumen; esto es para ellos lo sumo del culto divino: no comer carne, y entretanto tener toda abundancia de delicadezas y regalos; y, al contrario, tienen por suma impiedad, que apenas se puede expiar con la muerte, el que una persona pruebe un poco de tocino, o un pedazo de carne salada con pan.
San Jerónimo cuenta que ya en su tiempo había algunos que jugaban con Dios con semejantes necedades. Por no comer alimentos de grasa, procuraban que de todas partes les trajesen manjares regalados; e incluso para forzar a la naturaleza, no bebían agua: pero procuraban que les hiciesen bebidas especiales, que no tomaban en vasos, sino con una concha.1 Este vicio era de pocos entonces; pero actualmente es común entre todos los ricos; ellos ayunan simplemente para comer más costosa y espléndidamente.
Pero no quiero alargarme en una cosa tan clara y manifiesta. Solamente afirmo que los papistas, tanto en sus ayunos como en todo el resto de su disciplina, no tienen cosa alguna buena, sincera, bien ordenada y compuesta, de la que puedan enorgullecerse.
1 Cartas, LII, 12.
22. La disciplina del clero en la antigua Iglesia
Viene después la segunda parte de la disciplina, que propiamente se refiere a los eclesiásticos. Consiste ésta en los cánones, que los obispos antiguamente ordenaron para sí mismos y para sus clérigos. Así por ejemplo, que ningún eclesiástico se diese a la caza, ni a juegos de azar, ni a tomar parte en banquetes; que no fuesen usureros, ni se dedicasen a comerciar; que no se hallasen presentes en danzas lascivas; y cosas semejantes.
Establecían además las penas con las que se salvaguardaba la autoridad de los cánones, para que nadie los quebrantase impunemente. A este fin se encargaba a cada obispo el gobierno de sus eclesiásticos, para que los rigiese conforme a los cánones y los mantuviese en el cumplimiento del deber. A este fin se ordenaron las visitas anuales, para que si alguno era negligente en su oficio, lo amonestasen; y si alguno pecaba, lo castigasen conforme a su delito.
Además los obispos tenían cada año sínodos provinciales, y antiguamente incluso dos veces al año, por los cuales eran juzgados, si hacían algo no de acuerdo con su oficio, Porque si algún obispo era más severo y riguroso de lo debido con sus clérigos, se apelaba al sínodo, aunque no fuese más que uno el que se quejase. El castigo era muy severo; el que había pecado era depuesto de su oficio y se le privaba de la comunión por cierto tiempo. Y nunca solían concluir un sínodo sin designar el lugar y el tiempo para el siguiente. Porque convocar concilio universal correspondía solamente al emperador, según lo atestiguan las historias antiguas.
Mientras reiné esta severidad, los eclesiásticos no exigían del pueblo más de lo que ellos hacían y de lo que daban ejemplo. Y aún eran más rigurosos consigo mismos que con el pueblo. Y de hecho, conviene que el pueblo sea regido con una disciplina más suave y, por así decirlo, más libre; y que los eclesiásticos se apliquen a sí mismos con más rigor las censuras.
Decadencia de esta disciplina. No hay para qué contar cómo todo esto se deshizo, ya que actualmente nada se puede imaginar más desenfrenado y disoluto que el orden eclesiástico; y es tal su desvergüenza, que todo el mundo dama contra ellos. Y para que no parezca que toda la antigüedad está sepultada entre ellos, confieso que engañan los ojos de la gente sencilla con una especie de sombras; pero todo eso no se parece a tas antiguas costumbres más de lo que los gestos de un mono a lo que hace el hombre dirigido por la razón.
Digno es de perpetua memoria el pasaje de Jenofonte, en el que enseña que cuando los persas hablan degenerado de las costumbres de sus antepasados y, abandonando su austero modo de vivir, se habían entregado a los regalos y voluptuosidades, para encubrir esta ignominia guardaban con gran diligencia los ritos de los antiguos. Porque como en tiempo de Ciro fuese tal la sobriedad y templanza, que no era lícito sonarse, y hacerlo se tenía por gran vergüenza y afrenta, esto lo guardaron los sucesores como cosa sagrada; pero se les permitió sorber los mocos y mantener dentro los hediondos humores que de su intemperancia se originaban, hasta que se pudriesen. Igualmente era cosa abominable según las reglas antiguas poner vasos en la mesa; pero estaba permitido llenarse de vino hasta tener que retirarlos de la mesa embriagados. Se mandó en otro tiempo que no se comiese más que una sola vez al día; estos legítimos sucesores no abolieron tal costumbre, pero de tal manera que el banquete se continuaba desde medio día hasta la media noche. Que el ejército no caminase durante el día sino en ayunas, también lo guardaron; pero restringiendo la jornada a dos horas.1
Siempre que los papistas se jacten de sus degeneradas reglas para mostrar que imitan a los santos Padres, este ejemplo los acusará de lo ridículo de su imitación de tal manera, que no hay pintor que lo pueda representar más al vivo.
1 Ciropedia, lib. VIII, cap. viii.
23. Tiranía e inmoralidad del celibato de los clérigos, contrario a la Palabra de Dios
En una cosa han sido demasiado rigurosos, y hasta inexorables; en no permitir que los sacerdotes se casen.1 No es necesario decir la licencia que se han tomado de vivir lujuriosamente, y cómo, confiados en su sucio celibato, han encallecido en toda clase de lascivia. Esta prohibición muestra cuán perniciosas son las tradiciones humanas, puesto que ésta no solamente ha privado a la Iglesia de pastores buenos e idóneos, sino que ha traído también consigo una infinidad de abominaciones, precipitando a nuestras almas en el abismo de la desesperación.
Ciertamente, el haber privado a los sacerdotes del matrimonio ha sido una impía tiranía, no sólo contra la Palabra de Dios, sino además contra toda justicia.
En primer lugar, no hay razón alguna que permita a los hombres prohibir lo que el Señor dejó a la libertad de cada uno.
Además, que el Señor ordenó expresamente en su santa Palabra que esta libertad no fuese nunca violada, es tan claro, que no necesita probarse.
San Pablo ordena que el obispo sea marido de una sola mujer (1 Tim. 3,2; Tit. 1,6). Pero, ¿se puede decir algo más vehemente, que lo que el Espíritu Santo afirmó: que en los últimos tiempos habría hombres impíos que prohibirían el matrimonio; a los cuales no solamente llama seductores, sino también diablos? (1 Tim. 4, 1-3). Sin embargo tal profecía es del Espíritu Santo, que quiso con ello desde el principio prevenir a su Iglesia contra tales peligros, declarando que prohibir el matrimonio es doctrina diabólica.
Nuestros adversarios creen haber encontrado una buena escapatoria,
1 Concilio de Letrán (1123), cap. III.
diciendo que la sentencia del Apóstol se entiende de los montanistas, seguidores de Taciano, encratitas, y otros herejes antiguos. Sólo ellos, dicen los romanistas, condenaron el matrimonio; nosotros no lo condenamos; solamente lo prohibimos a los sacerdotes, pues creemos que no está bien que estén casados. ¡Como si esta profecía, además de cumplirse en aquéllos, no se aplicara también a éstos! ¡Como si tan pueril sutileza mereciera ser oída! Niegan que prohíban el matrimonio, porque no Lo prohíben a todos. Esto es ni más ni menos que si un tirano pretendiese que una ley no es inicua, porque no afecta a toda la ciudad, sino a una sola parte.
24. Objetan que los sacerdotes deben diferenciarse en algo del pueblo.
¡Como si el Señor no hubiera previsto con qué ornato deben los sacerdotes resplandecer! Al hablar así acusan al Apóstol de haber perturbado el orden y confundido el decoro eclesiástico; puesto que al proponer la idea perfecta del buen obispo, entre las dotes que exige en él se atreve a poner el matrimonio (1 Tim. 3,2). Bien sé cómo interpretan ellos esto; a saber, que no ha de ser elegido por obispo el que tuviere una segunda mujer. Concedo que esta interpretación no es nueva; pero bien claro se ve por el contexto que es falsa; porque luego prescribe cómo han de ser las mujeres de los obispos y diáconos (1 Tim.3, 11). Vemos, pues, cómo san Pablo nombra entre las principales virtudes de un buen obispo el matrimonio; pero éstos dicen que es un vicio intolerable en los eclesiásticos. Y lo que es peor; no contentos con vituperarlo de esta manera en general, van más adelante y lo llaman suciedad y polución de la carne, según las propias palabras del papa Siricio a los obispos de España, que los romanistas citan en sus cánones.1
Que cada uno reflexione de qué almacén procede esto. Cristo honra tanto el matrimonio, que quiere que sea una imagen de su sagrada unión con la Iglesia (Ef. 5,22-23). ¿Qué se podría decir más honorífico para enaltecer la dignidad del matrimonio? ¿Con qué cara entonces, se atreven a llamar inmundo y sucio a aquello en lo que resplandece la semejanza espiritual de la gracia de Cristo?
1 Siricio, Cartas, 1, 7; Graciano, Decretos, p. 1, dist. 82, caps. 3 y 4.
25. Y aunque su prohibición es tan manifiestamente contraria a la Palabra de Dios, sin embargo hallan todavía en la Santa Escritura con qué defenderla. Era obligatorio, dicen, que los sacerdotes levíticos, siempre que les llegaba el turno de servir en el templo, se apartasen de las mujeres, para que tratasen las cosas sagradas limpios y puros (1 Sm. 21,5 ss,). Siendo, pues, nuestros sacramentos mucho más excelentes y cotidianos, seria indecoroso e inconveniente que los administrasen hombres casados. ¡Como si fuera el mismo el oficio del ministerio evangélico y el del sacerdote levítico! Muy al contrario. Los sacerdotes levíticos representaban la persona de Cristo, el cual, siendo mediador entre Dios y los hombres, nos habla de reconciliar con el Padre. Y como ellos, siendo pecadores, no pudiesen ser perfectamente figura de su santidad, se les ordena que cuando habían de acercarse al santuario se purificasen más de lo que acostumbraban los hombres, por cuanto entonces figuraban a Cristo y se presentaban ante el Tabernáculo, que era a su vez una figura del tribunal divino, como pacificadores para reconciliar al pueblo con Dios. Mas como los actuales pastores eclesiásticos no representan su persona, en vano se los compara con ellos.
Por eso el Apóstol, sin hacer excepción alguna, declara que el matrimonio es honroso para todos; pero que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios (Heb. 10,4). Y los mismos apóstoles con su ejemplo confirmaron que el matrimonio no era indigno para nadie por más altas que fueran las funciones que desempeñase. Porque san Pablo atestigua que no solamente retuvieron los apóstoles sus mujeres, sino que además las llevaban consigo de una parte para otra (1 Cor. 9,5).
26. El celibato de los sacerdotes no existía en la Iglesia antigua
Además ha sido una indecible desvergüenza proponer el decoro de la castidad como una cosa necesaria, para afrenta de la Iglesia antigua, que si brilló por la pureza de la doctrina divina, más aún floreció en santidad. Porque, si a veces no hacen caso ni de los apóstoles, ¿cómo lo van a hacer de los Padres antiguos, quienes es del todo cierto que, no solamente permitieron el matrimonio a os obispos, sino que incluso lo aprobaron? ¡Como que ellos iban a conservar una sucia profanación de las cosas sagradas, ya que al celebrar los misterios divinos estando casados no lo hacían como debieran, según éstos!
Es verdad que en el concilio de Nicea se trató de prohibir el matrimonio; pues nunca faltan supersticiosos deseosos de inventar algo nuevo para ser estimados; peco, ¿qué se determiné? Estuvieron de acuerdo con el parecer de Pafrucio, el cual declaró que la cohabitación del hombre con la mujer era castidad. Y así el santo matrimonio permaneció entre ellos en su integridad, y no se les reputó como afrenta a los obispos casados, ni se creyó que con él se manchase de ningún modo su ministerio.
27. La virginidad no es superior al matrimonio
Después vinieron otros tiempos, en los que se estimó mucho y se tuvo en gran admiración la superstición del celibato. De aquí proceden las continuas alabanzas a la virginidad; de tal manera, que el vulgo pensaba que no existía virtud que se pudiera comparar con ella. Y aunque no condenaban el matrimonio como cosa impía, sin embargo tanto rebajaban su dignidad y oscurecían su santidad, que parecía que no eran lo bastante fuertes para perseguir la perfección los que no se abstenían de él. De aquí procedieron aquellos cánones, en los que primeramente se ordenó a los sacerdotes que no se casasen; y luego, que ninguno fuese ordenado sacerdote si no era soltero, o vivía en castidad perpetua con el consentimiento de su mujer.
Estas cosas, porque parecían conferir cierta dignidad al sacerdocio, confieso que antiguamente fueron admitidas con gran aplauso. Pero si los adversarios quieren objetarme la antigüedad, ante todo les respondo que la libertad de que los obispos se casasen permaneció en la Iglesia en tiempo de los apóstoles, y aun mucho tiempo después. Afirmo que los obispos usaron de ella sin dificultad alguna, y lo mismo los demás pastores que gozaron de gran autoridad y siguieron a los apóstoles.
Sostengo que el ejemplo de la Iglesia primitiva lo debemos estimar con toda razón; y que no debemos pensar que es ilícito e indecoroso lo que entonces se usaba y era estimado.
Afirmo también que, cuando debido a la gran estima que se tenía de la virginidad no se estimaba el matrimonio como se debía, no se impuso la ley del celibato a los sacerdotes como si fuese una cosa simplemente necesaria en sí misma, sino porque se prefería los solteros a los casados.
Finalmente digo que no la exigieron de tal manera que obligasen a la fuerza a guardar continencia al que no tenía el don de la misma. Esto se ve claramente por los cánones antiguos, que ordenaron severísimos castigos contra los clérigos incontinentes y fornicarios; y en cuanto a los que se casaban, dispusieron solamente que siguiesen desempeñando sus funciones.
28. Conclusión sobre el celibato de los sacerdotes
Por lo tanto, siempre que los defensores de esta nueva tiranía
recurren al pretexto de la antigüedad para defender su celibato, se les ha de replicar que muestren en sus sacerdotes la castidad que brillaba en los antiguos; que supriman a los adúlteros y amancebados; que no consienten que se den libremente a todo género de lujuria aquellos a quienes no permiten la unión conyugal casta y honesta; que renueven aquella antigua disciplina entre ellos abolida, para poner freno a todo género de lascivia; que libren a la Iglesia de esta deforme suciedad, que hace tanto tiempo la afea.
Cuando hayan concedido esto, les advertiré también que no proclamen como necesario lo que de por sí es libre y depende de la utilidad de la Iglesia. y no digo esto porque piense que no se deben permitir, con alguna condición, los cánones que imponen el yugo del celibato a los clérigos; sino para que entiendan los más avisados con qué descaro nuestros adversarios infaman en los sacerdotes el santo matrimonio so pretexto de antigüedad.
Por lo que se refiere a los Padres antiguos, cuyos libros han llegado a nosotros, cuando hablaban según lo que sentían, excepto Jerónimo,1 ninguno combatió tanto la honestidad del matrimonio. Nos contentaremos con el encomio y alabanza de Crisóstomo, que habiendo sido el principal mantenedor y admirador de la virginidad, no será sospechoso de demasiado afecto al matrimonio. Sus palabras son: "El primer grado de la castidad es la sincera virginidad; el segundo, el leal matrimonio.
Es, pues, una especie de segunda virginidad el casto amor del matrimonio."2
1 Contra Joviniano, lib. I.
2 Las referencias antiguas dan: Crisóstomo, Homilia de inventione Crucis.