Artículo 18
LOS MINISTROS DE LA IGLESIA; COMO SON IMPUESTOS EN SU CARGO
Y CUALES SON SUS DEBERES
Dios se vale de servidores al edificar su Iglesia.
Para congregar y fundamentar su Iglesia, para dirigirla y mantenerla, Dios siempre se ha valido de servidores, sigue y proseguirá sirviéndose de ellos mientras haya una Iglesia en este mundo.
Institución y origen del ministerio pastoral.
De aquí que el origen, el nombramiento y el ministerio de los servidores sea antiquísimo; procede de Dios mismo y no es, desde luego, un orden nuevo, o simplemente, establecido por los hombres. Indudablemente, Dios podría haberlo creado por sí mismo y de forma inmediata constituir una congregación; pero prefirió vaJerse del servicio de hombres para relacionarse con los hombres.En consecuencia, los servidores han de ser considerados no únicamente como simples servidores, sino como servidores de Dios, porque mediante ellos Dios quiere que los hombres se salven.
No despreciar el ministerio pastoral.
Quedamos, pues, advertidos de que por lo que atañe a nuestra conversión y enseñanza, éstas no nos sobrevendrán en virtud de una oscura potencia del Espíritu Santo, lo cual significaría despojar de su contenido el ministerio eclesiástico. Es preciso recordar una y otra vez las palabras del apóstol: «¿Cómo creerán a aquél de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?... Luego la fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios» (Rom. 10:14 y 17). Y el Señor ha dicho en el Evangelio: «De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, a mí recibe; y el que a mí recibe, recibe al que me envió» (Juan 13: 20). Y el macedonio que, estando Pablo en Asia Menor, se le apareció en una visión, le amonestó, diciendo: «Pasa a Macedonia, y ayúdanos» (Hech. 16:9). En otro pasaje dice el mismo apóstol: «Nosotros, coadjutores somos de Dios; y vosotros campo de labranza de Dios sois, edificio de Dios sois» (1 Cor. 3:9). Mas, al mismo tiempo, guardémonos de suponer demasiadas atribuciones al servidor y al ministerio; y pensemos en lo que el Señor dice en el Evangelio: «Ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere» (Juan 6:44). Pensemos también en lo que el apóstol escribe: «¿Qué es, pues. Pablo?; ¿y qué es Apolos? Ministros por los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, Apolos regó: mas Dios ha dado el crecimiento. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, que da el crecimiento» (1 Cor. 3: 5-7).
Dios mueve los corazones.
Creamos, por tanto, en la palabra de Dios, conforme a la cual Dios nos enseña externamente mediante sus servidores, pero interiormente mueve a la fe el corazón de sus elegidos mediante el Espíritu Santo, o sea, que hemos de dar toda la gloria a Dios por ese gran beneficio. Acerca de esto ya nos hemos referido en el primer capítulo de nuestra exposición.
Los servidores o ministros que Dios ha concedido al mundo.
Por cierto que desde el principio del mundo Dios se ha servido de los hombres más notables (pues si bien no eran sabios en lo concerniente a la sabiduría intelectual o filosofía, destacan por la verdadera sabiduría que de Dios tenían): Nos referimos a los patriarcas, con los cuales Dios habló muchas veces por medio de ángeles. Los patriarcas fueron los profetas y maestros de su época, y Dios dispuso, para que cumplieran su encomienda, que viviesen varios siglos, a fin de que fuesen como padres y luces del mundo. A ellos siguieron Moisés y los profetas, que fueron famosos en el mundo entero. Después de ellos envió el Padre celestial a su Hijo unigénito como el más perfecto maestro del mundo, en el cual estaba escondida la sabiduría divina que también llegó hasta nosotros mediante la doctrina más santa, más sencilla y más perfecta.
Cristo nuestro maestro.
Pero él eligió discípulos y de ellos hizo apóstoles. Y éstos se lanzaron por el mundo entero; y en todas partes, valiéndose de la predicación del Evangelio, congregaron iglesias. Después, nombraron pastores y maestros en todas las iglesias, conforme al mandato de Cristo, el cual, mediante sus seguidores, enseña a la Iglesia y la dirige hasta el día de hoy.
Así como Dios concedió al antiguo pueblo del pacto patriarcas, juntamente con Moisés y los profetas, ha enviado al pueblo del nuevo Pacto a su Hijo Unigénito juntamente con los apóstoles y maestros de la Iglesia.
Servidores del nuevo Pacto.
Los servidores del nuevo pueblo del pacto ostentan diversos nombres. Se les llama: apóstoles, profetas, evangelistas, encargados (obispos), ancianos (presbíteros), pastores (pastores o párrocos) y maestros (doctores). (1 Cor. 12:28; Efes. 4:11).
Apostóles.
Los apóstoles no tenían domicilio fijo, sino que recorrían los países y fundaban diversas iglesias. Pero una vez fundadas, no había apóstoles, sino que en su lugar estaban los pastores o párrocos.
Profetas.
En su tiempo, los profetas podían vaticinar el futuro, pero también explicaban las Sagradas Escrituras. Estos profetas existen todavía.
Evangelistas.
A los autores de las historias del Evangelio se les llamaba «evangelistas»..., pero también se daba este nombre a los predicadores del evangelio. Por ejemplo: Pablo ordena a Timoteo que realice la obra de un evangelista.
Encargados u «obispos».
Los «obispos» son encargados y mayordomos de la iglesia y también los administradores de los bienes necesarios de ella.
Presbíteros.
Los «presbíteros» son los ancianos —no por la edad—, los consejeros o cuidadores de la iglesia, por así decirlo, y con sus prudente consejo guían a laiglesia.
Pastores.
Los «pastores» o «párrocos» apacientan el rebaño o el redil del Señor y cuidan de que nada necesario le falte.
Maestros.
Los «maestros» instruyen y enseñan lo que son la verdadera fe y la verdadera piedad. Hoy podemos, pues, considerar como servidores de la Iglesia: Encargados o presidentes (obispos), ancianos (presbíteros), pastores (pastores o párrocos) y maestros (doctores).
Ministerios de los papistas.
Con el tiempo han sido introducidos en la Iglesia de Dios bastantes títulos ministeriales más. Así, se nombraron patriarcas, arzobispos y obispos; también metropolitanos, sacerdotes, diáconos y subdiáconos, acolutos, exorcistas, cantores, janitores y diversos otros, como: cardenales, prebostes, priores, padres de una Orden, superiores e inferiores. Ordenes superiores e inferiores. Sin embargo, no nos hemos preocupado de lo que todas estas personas fueran antes y prosigan siendo hoy. A nosotros nos basta con la doctrina apostólica de los «servidores».
Monjes.
Completamente convencidos de que ni Cristo ni los apóstoles han instituido el monacato, sus Ordenes o sectas, enseñamos que de nada aprovechan a la Iglesia, antes al contrario, son su perdición. En otros tiempos eran soportables (vivían como ermitaños, se ganaban el pan trabajando, no suponían una carga para nadie, sino que estaban supeditados a los pastores y sus iglesias igual que el pueblo en general); pero hoy en día todo el mundo advierte cómo viven. Bajo el pretexto de algunos votos que han hecho actúan directamente contra dichos votos, hasta el punto de que hasta los mejores de entre los monjes merecen ser contados entre la gente de que el apóstol ha dicho: «Oímos que andan algunos entre vosotros desordenadamente, no trabajando en nada, sino ocupados en curiosear» (2 Tes. 3:11). Por eso no hay lugar en nuestras iglesias para tales gentes y enseñamos que no debe haberlas en las iglesias de Cristo.
Los servidores han de ser llamados y han de ser elegidos.
Nadie debe pretender el honor de un ministerio eclesiástico, o sea, apropiárselo mediante regalos o alguna otra astucia. Antes bien, los ministros de la Iglesia han de ser llamados a serlo y elegidos por votación eclesiástica y legal. Esto significa que su elección ha de realizarse en el temor de Dios, bien sea por la iglesia o por quienes ella delegue, sin subversión, partidismos y disputas. Pero que no se elijan personas cualesquiera, sino varones aptos para el ministerio, poseedores de buenos y santos conocimientos, dueños de una elocuencia piadosa y de prudencia sin dobleces; varones conocidos también como personas modestas y honradas, conforme a la regla apostólica, impuesta por el apóstol en (1 Tim. 3: 2 ss y Tito 1:7 ss).
Confirmación de los servidores.
Los elegidos han de ser confirmados en su ministerio por los ancianos con oración intercesora pública e imposición de manos.
Condenamos tocante a este punto a todos los que por cuenta propia aspiran a ministerios, aunque no hayan sido elegidos, ni enviados e impuestos en el cargo (Jer. 23). No aceptamos servidores ineptos y faltos de los dones que necesariamente ha de tener un pastor
Sin embargo, reconocemos que la sencillez no perjudicial de algunos pastores de la antigua Iglesia ha favorecido a ésta más que la formación polifacética, escogida y fina..., pero también un poco altanera de otros. Por eso, a no ser tratándose de gente completamente ignorante, no desechamos su piadosa sencillez. Ciertamente, los apóstoles de Cristo denominan sacerdotes a todos los creyentes en Cristo; pero no sacerdotes en sentido ministerial, sino porque todos nosotros, como creyentes, somos reyes y sacerdotes, que por Cristo pueden ofrecer sacrificios espirituales (Ex. 19:6; 1 Pedro 2:9; Apoc. 1:6).
El sacerdocio general de los creyentes.
El sacerdocio general de los creyentes y el ministerio del servidor son, pues, dos cosas completamente distintas: Mientras que el sacerdocio general es común a todos los cristianos, como acabamos de decir, el ministerio del servidor no es común a todos. Nosotros no hemos prescindido de él en la Iglesia cuando suprimimos el sacerdocio papal en la Iglesia de Cristo.
Sacerdotes y ministerio sacerdotal.
Innegablemente, en el nuevo pacto de Cristo no existe ningún sacerdocio como existía en el antiguo pueblo del pacto, que practicaba la unción extema, usaba de vestiduras sacras y toda una serie de ceremonias. Todo ello eran símbolos referentes a Cristo, el cual al venir al mundo los ha cumplido y abolido. Pero Cristo mismo es el Sacerdote por toda eternidad (Hebr. 7). A fin de no equipararnos a él, a ningún servidor de la Iglesia le denominamos «sacerdote». Porque el Señor mismo no ha instituido sacerdotes en la iglesia del nuevo pacto, sacerdotes que reciben poderes de manos del obispo, diariamente ofrecen la misa, o sea, el cuerpo y la sangre del Señor mismo, en favor de los vivos y de los muertos; Cristo ha instituido únicamente servidores que deben enseñar y administrar los sacramentos. Pablo explica simple y brevemente lo que pensamos de los servidores del nuevo pacto o de la Iglesia cristiana y lo que son: «Téngannos los hombres por ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor. 4:1).
Lo que el apóstol quiere es que consideremos a los servidores realmente como servidores. Servidores les ha llamado el apóstol. Servidores significa, en realidad, «remeros» sujetos a la voluntad del patrón del barco, o sea, hombres que no viven para sí mismos o a su propio capricho, sino para otros, para sus señores en este caso, de cuyas órdenes dependen por completo.
Y es que un servidor de la Iglesia ha de cumplir sus deberes sin excepción y por completo guiado, no por lo que mejor le parezca, sino ateniéndose siempre a realizar aquello que su señor le ha ordenado. El apóstol señala claramente que el señor es Cristo, al cual se deben los servidores como siervos en todo lo concerniente al ministerio.
Los servidores son administradores de los misterios de Dios.
Además, añade para explicar más detalladamente lo que es el servicio que los servidores de la Iglesia son administradores o mayordomos de los misterios de Dios.
Pablo califica de «misterios de Dios» el evangelio de Cristo (especialmente en Efes. 3:3 y 9). En la antigua Iglesia también los sacramentos eran denominados «misterios de Cristo». De manera que los servidores de la Iglesia han sido llamados para predicar el evangelio a los creyentes y para administrar los sacramentos. Pues en el Evangelio, además, (Luc. 12:42) leemos de aquel siervo fiel y prudente a quien su señor dio toda clase de poderes para que a todos los que en la casa vivían les diese el alimento a su debido tiempo; También se cuenta en otro pasaje del Evangelio que el señor «se va lejos fuera de su país», abandona su casa y concede plenos poderes a sus siervos o incluso sobre su hacienda y señala a cada cual su labor (Mat. 25:14 y sgs.).
Poderes de los servidores en la Iglesia.
Ahora se nos presenta la mejor ocasión para. añadir algo más sobre el poder y el ministerio de los servidores en la Iglesia. Acerca de los poderes, cierta gente ha exagerado y supeditado a su poder, ni más ni menos, todo lo que hay en la tierra, obrando así en contra del mandato del Señor, el cual ha prohibido a los suyos el dominarlo todo, sino que, más bien, les ha ordenado la humildad (Luc. 22: 24 ss; Mat. 18:3 sgs; 20:25 ss). Verdadero poder sin límites es solamente el regulado legalmente. Y conforme a dicho poder, todas las cosas del mundo están supeditadas a Cristo, como él mismo ha testimoniado y dicho: «Todo poder me ha sido dado en los cielos y en la tierra» (Mat. 28:18). Asimismo: «Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por toda eternidad... Y tengo las llaves del infierno y de la muerte» (Apoc. 1:17 y 18). Y también: «... el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre» (Apoc. 3:7).
El Señor se reserva el poder definitivo.
El Señor se reserva para sí tales poderes y no se los confía a nadie para, por así decirlo, hacer de expectador inactivo mirando la obra de sus servidores. Dice Isaías: «Y sobre sus hombros quiero poner también las llaves de la casa de David» (Isaías 22:22) «...y el principado es sobre su hombro» (Isaías 9:6). Y es que él no deposita su soberanía sobre los hombros de otros, sino que conserva y ejercita su poder hasta ahora en tanto todo lo gobierna.
Poder ministerial y poder servicial.
Otra cosa es el poder ministerial o el servicio con toda autoridad concedida: Ambas cosas están limitadas por el único poseedor de todo el poder. El poder ministerial es más un servir que un dominar.
El poder de las llaves.
Un señor y dueño puede poner en manos de su administrador el mando de la casa; por eso le entrega las llaves con la facultad de permitir o prohibir la entrada en la casa a quien el Señor se lo permita o prohíba. En virtud del poder recibido, el servidor cumple su deber haciendo lo que su señor le haya ordenado, y el señor, por su parte, confirma lo que el servidor haga y desea que la decisión de su servidor sea considerada y reconocida como si procediera del señor mismo. A esto se refieren, precisamente, las palabras del Evangelio: «A tí te daré las llaves del reino; y todo lo que ligares en la tierra será ligado en el cielo; y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en los cielos» (Mat. 16:19) e, igualmente: «A los que perdonéis los pecados, les serán perdonados; a los que no se los perdonéis, no le serán perdonados» (Juan 20:23).
Dado el caso de que el servidor no actúe como su señor se lo ha ordenado, sino que falte a la fidelidad, es natural que el señor declare como no válido lo realizado por el servidor. Por consiguiente, el poder eclesiástico de los servidores en la Iglesia es el ministerio mediante el cual, ciertamente, gobiernan la Iglesia, pero actuando en la Iglesia tal y como el Señor lo ha prescrito. En tal caso, los creyentes lo aceptarán como si el Señor mismo hubiera actuado. Por lo demás antes ya hemos hablado del poder de las llaves.
Todos los servidores poseen los mismos poderes.
Realmente, a todos los servidores de la Iglesia les ha sido confiado uno y el mismo poder o autoridad ministerial. En un principio, dirigían, seguramente, los encargados (obispos) o los ancianos la Iglesia (congregación) en labor conjunta: ninguno se consideraba superior al otro o pretendía tener poder sobre los colaboradores. Porque atentos a la palabra del Señor, «el que es principal sea como el que sirve» (Luc. 22:26), permanecían en la humildad y se ayudaban recíprocamente en la dirección y el mantenimiento de la congregación. No obstante esto, y por amor del buen orden, uno de ellos o uno por ellos elegido entre los servidores cuidaba de las asambleas de la iglesia y exponía las cuestiones que tratar, recogía la opinión de los demás e intentaba todo lo posible para que no surgiesen desórdenes. En los Hechos de los Apóstoles leemos que así hizo el santo apóstol Pedro, aunque no estaba por encima de ninguno ni poseía mayor poder que los demás. El mártir Cipriano dice muy bien en su tratado sobre «La sencillez de los clérigos»: «Pedro era igual que los otros apóstoles: tenían honor y poder hasta cierto punto en la cuestión de los "bienes comunes", cosa directamente propia de la unidad de la Iglesia y para que la Iglesia demostrase su unidad.»
Cuándo y cómo puede ser un servidor director de los demás servidores.
Semejantes observaciones hace también Jerónimo en su exégesis de la Epístola a Tito, y dice: «Antes de que, promovidas por el diablo, surgiesen disputas en cuestiones de fe, las iglesias estaban dirigidas por el Consejo común de ancianos. Pero cuando cada cual empezó a considerar como «suyos» a los que había bautizado, en lugar de considerarlos como propiedad de Cristo, se acordó que uno de los ancianos elegido entre los demás tuviese autoridad sobre ellos, tomase sobre sí la responsabilidad de la iglesia con el fin de alejar toda semilla de partidismos.» Pero Jerónimo no considera dicho acuerdo como cosa de Dios; porque acto seguido añade: «Así como los sacerdotes saben que, conforme a la costumbre de la Iglesia, están supeditados a sus jefes, también los obispos habrán de tener en cuenta que más por la costumbre que por el orden divino se hallan por encima de los sacerdotes con los cuales juntamente deberían gobernar la Iglesia.» Así se explica Jerónimo. No hay, pues, quien invocando derechos legales cualesquiera pueda prohibir que se vuelva al orden antiguamente establecido en la Iglesia de Dios prefiriéndolo a costumbres humanas posteriores.
Deberes de los servidores,
Si bien los deberes ministeriales de los servidores son variados, es posible reducirlos a dos cosas: La predicación del evangelio y la debida administración de los sacramentos. Es obligación de los servidores reunir a la congregación para la celebración del culto y en éste exponer la palabra de Dios y aplicar la doctrina completa a las necesidades de la iglesia y para beneficio de la misma, con objeto de que lo que se enseña aproveche a todos los oyentes y edifique a los creyentes. Es obligación de los servidores adoctrinar y amonestar a los ignorantes, acelerar el paso de aquellos otros que no recorren el camino del Señor o que caminan por él demasiado lentamente; consolar y fortalecer a los temerosos y protegerlos contra las tentaciones del diablo: castigar a los pecadores; hacer volver al buen camino a los que yerran, levantar a los caídos, convencer a los rebeldes y, finalmente, ahuyentar a los lobos que acechan en el redil.
Prudente y muy seriamente reprenderán los vicios y a los viciosos y no tendrán, contemplaciones para actos vergonzosos, ni guardarán silencio sobre ellos.
Al lado de todo esto, administrarán los sacramentos, amonestarán a que sean debidamente usados y prepararán a to dos con pura doctrina para que los reciban. Es también obligación de los servidores el mantener a los creyentes en unidad santa, prohibir los partidismos, dar enseñanza a los niños, rogar ayuda para los necesitados de la congregación, visitar a los enfermos y a los atribulados a causa de diversas tentaciones, enseñarles y mantenerles en el camino de la vida. Además, en tiempos difíciles ordenarán días de oración y penitencia públicos, unidos al ayuno, es decir, a una santa continencia y cuidar muy esmeradamente de todo aquello que pueda servir a las iglesias para el orden, la paz y para salvación.
Con objeto de que el servidor logre realizar todo lo dicho mejor y más fácilmente, hay que exigirle, en primer lugar, que sea temeroso de Dios, constante en la oración, aplicado en la lectura de las Sagradas Escrituras, despierto y vigilante en todas las cosas y que, llevando una vida limpia, sea como una luz ante todos.
Disciplina eclesiástica.
Y dado que en la Iglesia ha de reinar la disciplina y ya en otros tiempos era usual la excomunión y en el pueblo de Dios se celebraban juicios eclesiásticos, presididos por varones piadosos y responsables de la disciplina, sería deber de los servidores imponer dicha disciplina en casos de necesidad y conforme a las circunstancias de los tiempos y la vida pública para edificación de la iglesia. Pero siempre habrá que atenerse a la regla de que todo suceda para edificación, en forma decente, honesta, sin ánimo de tiranía y riña. Pues el apóstol testimonia que Dios le ha concedido sus poderes para edificar y no para destruir (2 Cor. 10:8). Y el Señor mismo ha prohibido arrancar la cizaña en el campo de Dios; porque existe el peligro de arrancar con ella tambiénel trigo (Mat. 13:29 ss).
También se debe escuchar la predicación de los servidores.
Condenamos el error de los donatistas, que tanto la doctrina como la administración de los sacramentos los hacen depender para su eficacia o ineficacia del comportamiento de los servidores. Y es que sabemos la necesidad de oír la palabra de Cristo..., aunque salga de labios de malos servidores. Dice el Señor: «Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a susobras» (Mat. 23:3).
Sabemos que los sacramentos por haber sido instituidos y por la palabra de Cristo santificados, son eficaces para los creyentes, incluso cuando los ofrecen servidores indignos. El fiel servidor de Dios, Agustín, basándose en las Sagradas Escrituras, luchó mucho contra los donatistas. Ahora bien; entre los servidores debe imperar verdadera disciplina.
Sínodos.
Por eso, en los sínodos hay que examinar a fondo la doctrina y conducta de los servidores. Los que hayan caído en falta serán castigados por los ancianos y conducidos de nuevo al buen camino, si aún hay esperanza de que mejoren; pero si se manifiestan incorregibles, serán destituidos y expulsados del rebaño del Señor como lobos, expulsados por los verdaderos pastores. Pues si se trata de falsos maestros no deben ser consentidos en absoluto. No desaprobamos las asambleas de la Iglesia (concilios), que, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, se reúnen solemnemente para bien y no para perdición de la Iglesia.
El obrero es digno de su salario.
Todos los servidores fieles son, como buenos obreros, dignos de su salario, y no cometen pecado aceptando un sueldo y todo cuanto necesitan para vivir ellos y su familia. Pues el apóstol demuestra que es justo que la iglesia abone dicho mantenimiento y que sea aceptado por los servidores (1 Cor. 9:7 ss.: 1 Tim. 5:18 y otros pasajes). Esta doctrina apostólica refuta la opinión anabaptista, según la cual los servidores que viven de su servicio son despreciables y merecedores de los peores insultos.
Artículo 19
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA DE CRISTO
Los sacramentos van unidos a la Palabra de Dios.
Ya desde un principio Dios unió en su Iglesia la predicación de la Palabra a los sacramentos o símbolos sacros del pacto. Esto es lo que testimonia claramente toda la Sagrada Escritura.
¿Qué son sacramentos?
Pero los sacramentos son símbolos mistéricos o usos sacros o actos consagrados, que Dios mismo ha instituido y que consisten en su Palabra, en símbolos y cosas simbólicas, por las cuales él quiere mantener y renovar en la Iglesia la memoria de los sublimes beneficios que él ha aportado al hombre. Mediante la predicación y los sacramentos ha sellado él, además, sus promesas y manifestado externamente lo que él otorga interiormente; con ello lo hace visible y de este modo fortalece y aumenta la fe en nuestro corazón en virtud del Espíritu Santo. Por los sacramentos nos separa, finalmente, de los demás pueblos y religiones y nos santifica y nos compromete solamente con él, a la vez que nos muestra lo que él de nosotros exige.
Sacramentos del antiguo y del nuevo Pacto.
Por un lado, hay sacramentos del antiguo pacto y, por otro lado, hay sacramentos del nuevo pueblo de Dios. Los sacramentos del antiguo pueblo del pacto eran la circuncisión y el cordero de Pascua sacrificado y que, por eso, es contado entre los sacrificios que eran presentados a Dios desde los comienzos del mundo.
¿Cuántos son los sacramentos neotestamentarios?
Los sacramentos del nuevo pueblo del pacto son el Bautismo y la Cena del Señor.
Hay quienes reconocen siete sacramentos en el pueblo del pacto. De entre ellos nosotros reconocemos la Penitencia, la Ordenación de los servidores (pero, desde luego, no la papal, sino la apostólica) y el Matrimonio como beneficiosa ordenanza de Dios, pero no como sacramentos. La Confirmación y la Extremaunción son inventos humanos, de los cuales puede prescindir la Iglesia sin ningún perjuicio. Por eso no las hay en nuestras iglesias. Pues están acompañadas de elementos que en modo alguno podemos admitir. Por ejemplo: Aborrecemos el pequeño negocio que los romanistas hacen en la administración de los sacramentos.
El instituidor de los sacramentos.
Porque no ha sido un hombre cualquiera quien los ha instituido, sino que ha sido solamente Dios. Los hombres no pueden instituir sacramentos, ya que éstos pertenecen al culto. Pero los hombres no tienen derecho a disponer de la forma e institución del Culto, sino que han de aceptar lo instituido por Dios y atenerse a ello. Además, van unidas a los sacramentos promesas, que exigen tener fe; y la fe se apoya únicamente en la palabra de Dios. Podemos considerar la palabra de Dios. como una especie de documento o carta, pero los sacramentos hemos de considerarlos como sellos que únicamente Dios pone .
Cristo actúa hasta hoy en los sacramentos
Como instituidor de los sacramentos, Dios actúa constantemente en la Iglesia en la que los sacramentos son administrados debidamente, de modo que los creyentes los reciben de los servidores reconociendo que Dios obra en la institución sacramental. De la mano misma de Dios reciben, pues, los creyentes los sacramentos sin que pueda perjudicarles la imperfección personal del servidor (por grande que ella sea).
Es necesario diferenciar entre el instituidor de los sacramentos y quienes los administran.
Y es que los creyentes saben que la perfección de los sacramentos solamente depende de su institución por el Señor. Por eso, precisamente, en la administración de los sacramentos distinguen entre el Señor mismo y el servidor del Señor, en tanto reconocen y confiesan, que la propia sustancia de los sacramentos es el don del Señor, mientras que los servidores no hacen sino ofrecer los símbolos o signos.
Contenido o cosa principal de los sacramentos.
Lo principal que en todos los sacramentos es por Dios ofrecido y esperado por los piadosos de todos los tiempos (algunos lo llaman «la sustancia» y otros «la especie» de los sacramentos) es el Salvador Jesucristo, el único sacrificio, el único cordero de Dios, degollado antes de la fundación del mundo, la única roca de la que todos nuestros antepasados bebieron, el único por el cual todos los elegidos están circuncidados con la circuncisión no realizada por manos de hombre, sino por el Espíritu Santo, por el cual son lavados y limpiados de sus pecados y alimentados para vida eterna con el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo.
Semejanza y diferencia entre los sacramentos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento.
Teniendo en cuenta lo principal de los sacramentos y su verdadera sustancia o carácter, los sacramentos de ambos pueblos del pacto son iguales. Pues el único Mediador y Salvador, Cristo, es en ambos casos lo principal y la propia sustancia de los sacramentos. Y es que hay un Dios, que en ambos casos los ha instituido. En uno y otro caso los sacramentos han sido donados como señal y prendas de la gracia y las promesas divinas, que hacen recordar y renuevan los inapreciables beneficios de Dios, a fin de que mediante los mismos los creyentes fuesen apartados de todas las demás religiones del mundo. Los creyentes han de recibirlos espiritualmente, y quienes los reciben deben permanecer unidos a la Iglesia y recordar sus obligaciones de creyentes. En esto y semejantes cosas no se diferencian los sacramentos de ambos pueblos del pacto, mientras que, ciertamente, se diferencian en los símbolos o signos.
De todas maneras hemos de señalar a este respecto una profunda diferencia: Nuestros sacramentos son de más firme permanencia y duran mucho más tiempo y no cambiarán jamás hasta el final del mundo, ya que testimonian que la sustancia y la promesa de los sacramentos han sido cumplidas exhaustivamente en Cristo, mientras que los sacramentos del antiguo pacto solamente significaban que serían cumplidos. También por esta razón son nuestros sacramentos más sencillos, exigen menos esfuerzo y complicado proceso y no están sobrecargados de ceremonias. Además, se extienden sobre un pueblo mucho mayor, que está esparcido por todo el mundo; y como son más excelentes y mediante el Espíritu Santo influyen en la fe, acrecentándola, la consecuencia es una mayor plenitud del espíritu.
Abolidos los antiguos sacramentos, a ellos siguen nuestros sacramentos.
Dado que no ha sido donado el verdadero Mesías, Cristo, y la plenitud de la gracia se ha derramado sobre el pueblo del nuevo pacto, los sacramentos del antiguo pueblo de Dios han perdido validez, han sido abolidos y en su lugar han sido introducidos los signos del nuevo pacto: El Bautismo en lugar de la circunscisión y el sacrificio de la Santa Cena en lugar del cordero de Pascua.
En qué consisten los sacramentos.
Mas así como en otros tiempos los sacramentos se componían de la palabra, el símbolo y la cosa designada, ahora se agotan en las mismas «partes», por así decirlo.
La consagración de los sacramentos.
Pues por la palabra de Dios se hace sacramento lo que antes no era sacramento. Por la palabra son los sacramentos consagrados y santificados por Aquél que los ha instituido. Santificar y consagrar significa dedicar a Dios algo para uso santo, o sea, destinarlo a un uso santo, luego de haberlo apartado del uso corriente y mundano. Los signos o símbolos de los sacramentos han sido tomados del uso corriente, es decir, son cosas externas y visibles. Pues en el bautismo el agua es el símbolo y el lavatorio que realiza el servidor..
Pero la cosa designada es el «nuevo nacimiento» o lavatorio de los pecados. En la Santa Cena del Señor, los símbolos son el pan y el vino, o sea, el uso del alimento y la bebida inspirado en la vida cotidiana. Pero la cosa designada es el cuerpo mismo del Señor, cuerpo entregado, y su sangre por nosotros derramada, o sea, la comunión con el cuerpo y la sangre del Señor.
El agua, el pan y el vino son, conforme a su naturaleza y aparte de la institución divina y su uso sacral, siempre lo que a su nombre corresponde y a lo que nosotros sentimos en general. Pero cuando se añade a ellos la palabra del Señor, invocando el nombre de Dios y repitiendo la primera institución y primera consagración, dichos símbolos o signos son sacrales y demostración de que Cristo los ha santificado. Porque en la Iglesia de Dios, actúa eficazmente la primera institución y consagración de los sacramentos, de modo que quienes los celebran tal como el Señor los instituyó desde el principio también gozan de aquella primera consagración.
Por eso, al celebrar los sacramentos, se pronuncian las propias palabras del Señor. Dado que de la palabra de Dios aprendemos que los mencionados símbolos han sido instituidos por el Señor con otro fin que el corriente, enseñamos que tales símbolos ahora, usados sacramente, no pierden el nombre;
Los símbolos reciben de la cosa misma. pero ya no se trata de agua o pan o vino, aunque así digamos, sino que se trata del «nuevo nacimiento» o «baño de la renovación» e igualmente del cuerpo y la sangre del Señor, o de símbolos o sacramentos del cuerpo y la sangre del Señor.
Pero no es que los símbolos o signos se transformen en las cosas designadas sacramentalmente o que dejaran de ser lo que por naturaleza son; pues en este caso no serían sacramentos: Y si ocuparan el lugar de la cosa designada tampoco serían símbolos o signos.
Símbolo y cosa entrelazados y unidos en el acto sacral.
Por el contrario, los símbolos aceptan el nombre de las cosas porque son símbolos y signos mistéricos de las cosas sacrales y porque los símbolos y las cosas designadas se entrelazan en la acción sacral, se unen y entrelazan por su significado mistérico y a voluntad o designio de Aquel que ha instituido los sacramentos. Y es que agua, pan y vino no son signos o símbolos corrientes, sino símbolos sacramentales. El que instituyó el bautismo de agua no lo hizo con la mera intención y con la idea de que los creyentes fuesen rociados solamente con agua; y quien ordenó emplear en la Santa Cena comer pan y beber vino, no quería que los creyentes recibiesen simplemente pan y vino, sin más misterio, o, digamos, como se come pan en casa, si no quería que de manera espiritual participasen de las cosas designadas y, verdaderamente, por fe fuesen lavados de sus pecados y tomasen parte en Cristo.
Sectas.
Desaprobamos, por consiguiente, la opinión de quienes atribuyen la sacralidad de los sacramentos a cualidades especiales o a las palabras y la virtud de las mismas pronunciadas por un sacerdote consagrado o a su intención de consagrar o a otras circunstancias casuales que no hemos recibido como tradición ni del Señor Jesucristo ni de los apóstoles. Tampoco estamos de acuerdo con aquellos que en su doctrina se refieren a los sacramentos como a cosas corrientes y no como símbolos sacros y eficaces.
Los sacramentos no son eficaces automáticamente
En desacuerdo estamos igualmente con quienes a causa de lo invisible desprecian lo visible en los sacramentos y tienen por superfluos los símbolos, pensando que ya gozan de la cosa, como, al parecer, enseñaban los mesalianos. No aprobamos tampoco la doctrina, conforme a la cual la gracia y las cosas designadas están tan unidas a los símbolos y en ellos incluidas que todo aquel (sea quien fuese) que participa externamente de los sacramentos también participa interiormente de la gracia y de las cosas designadas.
Así como no tasamos la perfección de los sacramentos por la dignidad o indignidad de quienes los administran, tampoco la tasamos conforme a la actitud de quienes los reciben. Y es que reconocemos que dicha perfección de los sacramentos depende de la fidelidad o la veracidad y de la sola bondad e Dios.
Del mismo modo en que la palabra de Dios verdadera palabra de Dios queda y en virtud de ello, al predicar, no se trata simplemente de palabras hueras, sino que las cosas por Dios designadas o pronunciadas son ofrecidas (aunque los impíos e incrédulos que oyen y entienden las palabras no gozan de las cosas designadas, dado que no las aceptan con fe); del mismo modo, decimos, los sacramentos permanecen invariables en virtud de la palabra, el símbolo y las cosas designadas; permanecen verdaderos sacramentos, perfectos sacramentos, que no solamente significan cosas sacras, sino que por el ofrecimiento de Dios son realmente las cosas designadas, aunque, repetimos, los incrédulos no las reciban. Y esto no es culpa de Dios, que quiere ofrecer y dar, sino culpa de quienes por su incredulidad son personas sin derecho a recibirlos. Sin embargo, su incredulidad no anula la fidelidad de Dios (Rom. 3:3 sgs.)
Para qué han sido instituidos los sacramentos.
Como ya en un principio, al explicar la sustancia y carácter de los sacramentos, señalamos de paso por qué han sido instituidos, resulta innecesario fatigar al lector repitiendo lo dicho. En consecuencia nos referiremos únicamente a los sacramentos del nuevo pueblo del pacto tratándolos por separado.
Artículo 20
EL SANTO BAUTISMO
Institución del bautismo.
El bautismo ha sido instituido y consagrado por Dios. Juan fue el primero que bautizó y sumergió a Cristo en las aguas del Jordán. Luego, bautizaron los apóstoles también con agua. En forma bien clara recibieron del Señor la orden de predicar y bautizar «en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mat. 28:19. Cuando los judíos preguntaron al apóstol Pedro qué es lo que tenían que hacer, Pedro les dijo: «Cada cual de vosotros ha de bautizarse en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados, y así recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech. 2:37). Por eso algunos han denominado al bautismo «el signo de la consagración del pueblo de Dios», en el sentido de que mediante el bautismo los hombres son consagrados como elegidos por Dios.
Sólo un bautismo.
En la Iglesia de Dios hay, por consiguiente, sólo un bautismo y basta con ser bautizado una vez, o sea, por consagrado a Dios una sola vez. Y es que el bautismo recibido una vez tiene valor para toda la vida y es la prenda eterna de que hemos sido aceptados como hijos de Dios.
¿Qué es el bautismo?
Porque ser bautizado en nombre de Cristo significa: Ser inscrito, consagrado y aceptado en el pacto y en la familia y con ello participar de la herencia de los hijos de Dios. Aún más: Significa ser llamado conforme al nombre de Dios, o sea ,ser hijo de Dios; de manera que como hijos de Dios somos limpiados de todas las manchas del pecado y enriquecidos por la múltiple gracia de Dios, a fin de que llevemos una vida nueva y de inocencia. Precisamente por esta razón el bautismo mantiene firme la memoria del inconmensurable beneficio de Dios, beneficio por El concedido a la generación humana de los mortales; mantiene firme dicha memoria y la renueva. Y es que todos nacemos en pecado y somos hijos de ira. Pero Dios, rico en misericordia, nos limpia, por gracia, de todos los pecados por la sangre de su Hijo, en él nos acepta como hijos y nos une a El mismo mediante su santo pacto y nos otorga diversos dones, con objeto de que podamos vivir una vida nueva. Y todo esto queda sellado por el bautismo; pues volvemos a nacer interiormente, somos limpiados y renovados por Dios mediante el Espíritu Santo. Externamente considerado, recibimos la confirmación de los inapreciables dones mediante el agua, en la que están representados los mencionados y magníficos dones, los cuales nos son ofrecidos visiblemente.
El bautismo de agua.
Por eso somos bautizados, o sea, lavados o mojados con agua visible. Sabido es que el agua limpia la suciedad, reanima el cuerpo cansado y reseco y le refresca. Y es la gracia de Dios la que otorga ese beneficio a las almas, si bien en forma invisible, es decir, de manera espiritual.
Promesa y compromiso del bautismo
Por el signo o símbolo del bautismo, Dios nos considera ajenos a todas las demás religiones y los demás pueblos y nos santifica haciéndonos propiedad suya. Al recibir, pues, el bautismo confesamos nuestra fe, nos comprometemos a obedecer a Dios, a mortificar nuestra carne y a llevar una nueva vida; de este modo somos inscritos en la santa compañía de luchadores de Cristo y durante toda nuestra vida luchamos contra el mundo, el demonio y la propia carne. Además, somos bautizados para formar el cuerpo único de la Iglesia y así, con todos los miembros de la Iglesia, estamos de acuerdo en la misma fe y en ayudarnos recíprocamente.
La forma de bautizar.
Para nosotros la más perfecta forma de bautizar es aquella con que fue bautizado Cristo mismo y bautizaron los apóstoles. Por eso no consideramos necesario perfeccionar el bautismo añadiendo lo inventado por los hombres o lo que la Iglesia se ha permitido añadir: El exorcismo, por ejemplo, el uso de una vela encendida o el empleo de aceite, sal, saliva y cosas semejantes, entre las que cuenta el que el bautismo sea conmemorado dos veces cada año con diversas ceremonias. Por nuestra parte, creemos que solamente un bautismo es celebrado en la Iglesia conforme a la primera institución divina que lo santifica y que es consagrado por la palabra de Dios y de eficacia duradera y permanente en virtud de la bendición impartida primeramente por Dios.
Quiénes deben bautizar.
Según nuestra doctrina, el bautismo no debe ser realizado en la Iglesia por mujeres o comadronas, pues el apóstol Pablo excluye a las mujeres de los ministerios eclesiásticos. Y el bautismo, añadimos nosotros, es uno de los actos eclesiásticos pastorales.
Anabaptistas.
Nos oponemos a los anabaptistas, los cuales no aceptan el bautismo infantil de los hijos de los creyentes. Pero según el Evangelio, «el reino de Dios es de los niños», y estos están incluidos en el pacto de Dios. ¿Por qué, pues, no deben recibir la señal del pacto de Dios? ¿Por qué no deben ser consagrados por el santo bautismo, teniendo en cuenta que ya pertenecen a la Iglesia y son propiedad de Dios y de la Iglesia?
Igualmente desechamos las demás doctrinas de los anabaptistas que contienen pequeños hallazgos propios y contrarios a la Palabra de Dios. Resumiendo: No somos anabaptistas y con ellos no tenemos nada en común.
Artículo 21
LA SANTA CENA DEL SEÑOR
La Santa Cena.
La Cena del Señor, denominada también Mesa del Señor o Eucaristía, o sea, acción de gracias, debe su nombre a que Cristo la instituyó la última vez que cenó con sus discípulos (lo cual hasta ahora nuestra Santa Cena representa) e igualmente debe su nombre a que los creyentes que participan de ella reciben de manera espiritual alimento y bebida.
El que ha instuido y santificado la Santa Cena.
Pues no instituyó la Santa Cena un ángel o un hombre cualquiera, sino el mismo Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el cual la ha santificado, primero, para su Iglesia. Pero dicha consagración o bendición perdura hasta el día de hoy para todos aquellos que no celebran otra cena que la Cena por el Señor instituida y al hacerlo leen en voz alta las palabras con que el Señor la instituyó, y en todas las cosas miran solamente a Cristo, de cuyas manos, por así decirlo, reciben lo que les es ofrecido por los ministros de la Iglesia.
La Santa Cena en memoria de Cristo.
Mediante el sacro acto quiere el Señor que el sublime beneficio que él ha realizado para la humanidad permanezca en perpetuo recuerdo, es decir, en renovada memoria de que él en virtud de su cuerpo entregado y su sangre derramada ha perdonado todos nuestros pecados y rescatado de la muerte eterna y el poder del diablo: Y ahora nos da su carne como alimento y su sangre como bebida, carne y sangre que nos alimentan para vida eterna, si lo recibimos con fe de manera espiritual. El Señor renueva este gran beneficio tantas veces como se celebra la Santa Cena. Pues él ha dicho: «¡Haced esto en memoria de mí!» Mediante esa sacra cena queda sellado el hecho de que el cuerpo del Señor ha sido verdaderamente entregado por nosotros y su sangre derramada por nosotros para perdón de nuestros pecados, a fin de que nuestra fe no vacile.
El signo y la cosa designada.
Con este sacramento el ministrante pone de manifiesto exteriormente y en forma visible, por así decirlo, lo que interiormente es concedido al alma por el Espíritu Santo de forma invisible. Externamente considerado, el ministrante ofrece el pan y se oyen las palabras del Señor: «Tomad, comed: Esto es mi cuerpo; tomad y repartidlo entre vosotros. Bebed de este cáliz todos: Esto es mi sangre.» En consecuencia, los creyentes reciben lo que el servidor del Señor les entrega: comen el pan del Señor y beben de la copa del Señor. Pero interiormente reciben, en virtud del servicio realizado por Cristo, carne y sangre del Señor mediante el Espíritu Santo y son alimentados con ambas cosas para vida eterna. Porque la carne y la sangre de Cristo mismo, al haber sido entregado por nosotros y ser nuestro Salvador, es el fundamento y la sustancia de la Santa Cena, y no consentimos que ninguna otra cosa la sustituyan.
Comida corporal del Señor.
Añadiremos algo más, a fin de que se entienda mejor y más claramente cómo es que la carne y la sangre de Cristo son alimento y bebida de los creyentes, que ellos reciben para vida eterna. Hay varias maneras de comer: Se puede comer corporalmente, llevando los alimentos a la boca, mascándolos y tragándolos. Los «capernaitas», en su tiempo, así interpretaban el comer la carne de Señor. (Este mismo los refuta con sus palabras de Juan 6:63.) Pero la carne de Cristo no puede ser comida corporalmente, cosa que resultaría una maldad y repugnante grosería; no es la carne de Cristo comida para el vientre. En este punto no cabe discusión. Justamente por eso desaprobamos en los decretos papales la regla aplicada al cuerpo de Cristo, regla que dice: «Yo, Berengar...» (Capítulo 2.° sobre «Las consagraciones). Porque ni los piadosos de la Iglesia primitiva creyeron, ni nosotros tampoco creemos que el cuerpo de Cristo sea comido corporalmente con la boca o realmente comido.
Comida espiritual del Señor,
Existe, sin embargo, una manera espiritual de comer el cuerpo de Cristo,sin que esto signifique que supongamos que el alimento se transforma en espíritu, sino que, según nosotros, el cuerpo y la sangre del Señor conservan su carácter y su modo especial de ser y nos son comunicados espiritualmente. Acontece esto no en forma corporal, sino espiritual por el Espíritu Santo, el cual nos proporciona lo adquirido por la carne y la sangre del Señor al ser entregado a la muerte; nos lo proporciona y hace que nos lo apropiemos. Lo por Cristo adquirido y logrado es el perdón de los pecados, la redención y la vida eterna, y de este modo Cristo vive en nosotros y nosotros en él. Pues él es quien hace que le recibamos con verdadera fe como nuestra comida y bebida espirituales, esto es, como nuestra vida.
Cristo como alimento mantiene nuestra vida.
De igual modo en quela comida y la bebida materiales no solamente refrigeran y fortalecen nuestro cuerpo, sino que, al mismo tiempo, le dan vida; del mismo modo, decimos, refrigeran y fortalecen nuestra alma la carne de Cristo por nosotros entregada y su sangre por nosotros derramada, y no sólo la refrigeran y fortalecen, sino que también le dan vida: Por cierto que esto no acontece por el hecho de que comamos el pan y bebamos del vino corporalmente, sino porque ambos nos son comunicados de manera espiritual por el Espíritu Santo. Pues dice el Señor: «El pan que yo daré es, al mismo tiempo, mi carne, que daré para que el mundo tenga vida» (Juan 6:51). Y también: «La carne (comida corporalmente, claro está) de nada aprovecha; es el Espíritu el que da vida.» Otrosí: «Las palabras que os he hablado son Espíritu y son vida» (Juan 6:63).
Por la fe entra Cristo en nosotros
El alimento hemos de comerlo e ingerirlo a fin de que en nosotros ejerza su acción y sus cualidades benéficas, ya que de nada nos aprovecha si, simplemente, lo tenemos a mano sin usar de él. Igualmente es necesario que gustemos de Cristo con fe, a fin de que él sea nuestro, viva en nosotros y nosotros vivamos en él. Dice el Señor: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene no pasará hambre, y el que crea en mí no tendrá sed nunca más.» Y también: «El que coma mi carne vivirá, porque yo vivo», y «...él quedará en mí y yo permaneceré en él».
Alimento espiritual.
De todo lo indicado se desprende que no entendemos por alimento espiritual una especie de alimento ficticio, sino el mismo cuerpo del Señor, cuerpo entregado por nosotros, pero que, indudablemente, no es disfrutado por los creyentes corporalmente, sino espiritualmente, por la fe. Nos atenemos, pues, estrechamente a la doctrina de Cristo, nuestro Señor y Salvador mismo, conforme al Evangelio de Juan, capítulo 6. Y este comer de la carne y beber de la sangre del Señor es tan necesario para salvación, que sin ello nadie puede ser salvo.
La comida espiritual es necesaria para salvación.
Pero diremos también que tal comida y bebida espiritual igualmente tiene lugar fuera de la Santa Cena tantas veces y siempre el hombre crea en Cristo. Posiblemente a esto se refieren las palabras de Agustín, cuando dice: «¿Para qué estás preparando tus dientes y tu vientre? Cree, y así, creyendo, habrás ya comido.»
El comer sacramentalmente el cuerpo de Cristo.
Además del disfrute sublime espiritual, existe el comer sacramentalmente el cuerpo del Señor, comer mediante el cual el creyente no participa simplemente en forma espiritual e interior del verdadero cuerpo y la verdadera sangre del Señor, sino que recibe, al acercarse a la mesa del Señor, también en forma externa y visible el sacramento del cuerpo y la sangre del Señor. De modo que el creyente ya ha recibido antes, en tanto ha creído, el alimento que da vida y lo está disfrutando hasta ahora; pero recibe algo más si toma el sacramento. Y es que por la continua comunión del cuerpo y la sangre del Señor realiza progresos y su fe se inflama más y más, crece y adquiere fortaleza en virtud de ese alimento espiritual. Porque mientras vivimos, la fe crece constantemente. Y quien con fe verdadera reciba el sacramento exteriormente, no recibe únicamente el signo o símbolo, sino, como ya dijimos, disfruta también de la cosa misma. Además, presta obediencia a lo ordenado por el Señor, da gracias de corazón y alegremente por su redención y la de toda la humanidad, conmemora con fe la muerte del Señor y ante toda la Iglesia da testimonio de ser miembro del cuerpo de la misma.
De esta manera es confirmado y sellado a aquellos que reciben el sacramento el hecho de que el cuerpo del Señor fue entregado y su sangre derramada no de un modo general, por así decirlo, por los hombres, sino que carne y sangre son sobre todo, alimento y bebida para vida eterna de todo creyente que goza de la Santa Cena.
Los incrédulos comen el sacramento haciéndose culpables.
Pero quien se acerque sin fe a la santa mesa del Señor disfruta del sacramento sólo externamente sin recibir lo esencial del sacramento, o sea, aquello que aporta vida y salvación. Semejantes personas comen indignamente a la mesa del Señor. Pero quienes indignamente comen del pan del Señor y beben de su cáliz se hacen culpables del cuerpo y la sangre del Señor y comen y beben para sentencia condenatoria de sí mismos. Porque todo aquel que vaya a la mesa del Señor sin verdadera fe escarnece la muerte de Cristo y por eso come y bebe para su propia condenación.
La presencia de Cristo en la Santa Cena.
Por esta razón nosotros no relacionamos el cuerpo del Señor y su sangre con el pan y el vino como diciendo que el pan mismo es el cuerpo de Cristo (aunque sacramentalmente lo sea) o qua el cuerpo de Cristo esté corporalmente escondido en el pan, de forma que dicho cuerpo tenga que ser adorado en el pan, o que quien recibe el signo o símbolo recibe incondicionalmente la cosa misma.
El cuerpo de Cristo está en el cielo, a la derecha del Padre. Y eso obliga a que elevemos los corazones y no nos atengamos al pan ni adoremos al Señor en el pan. Sin embargo, el Señor no está ausente cuando su iglesia celebra la Santa Cena. También el sol se halla lejos de nosotros, en el cielo, y no obstante está con su potencia entre nosotros. Pues tanto más se halla Cristo, el sol de justicia con nosotros, aunque corporalmente se halle ausente, en los cielos; no está, claro es, presente corporalmente entre nosotros, sino espiritualmente mediante su actuación que da vida, como Cristo mismo ha dicho durante su última cena, prometiendo que estaría entre y con nosotros (Juan 14:15 y 16). De esto se deduce que no celebramos la Santa Cena sin Cristo, y, sin embargo, celebramos una «cena incruenta y misteriosa», como la denominaba toda la antigua Iglesia.
Otros fines de la Santa Cena.
Además, nos amonesta la celebración de la Cena del Señor a reflexionar qué miembros del cuerpo hemos sido hechos y cómo por eso debemos mostrarnos unánimes con todos los hermanos, y esta reflexión nos llevará a vivir en santidad, a no mancharnos con vicios o religiones ajenas, sino a permanecer en la verdadera fe hasta el fin de nuestra vida y a esforzaros por brillar en vanguardia con una conducta santa.
Preparación para la Santa Cena.
Es, pues, justo que antes de acercarnos a la mesa del Señor nos examinemos a nosotros mismos, conforme a las indicaciones del apóstol. Ante todo, miremos cómo es nuestra fe y si creemos que Cristo ha venido para salvar a los pecadores y para llamar al arrepentimiento y, también, si cada cual cree pertenecer al número de aquellos que han sido redimidos y salvados por Cristo e, igualmente, si uno se ha propuesto cambiar su vida descaminada y vivir santamente, permaneciendo con ayuda del Señor en la verdadera fe y, en armonía con los hermanos dando sinceras gracias a Dios por la redención, etcétera.
Maneras de celebrar la Santa Cena. El gozar de la misma en ambas especies.
Por lo que respecta al sacro acto, o sea, a la forma y manera de celebrar la Santa Cena, consideramos que la mejor y más sencilla es la que se atiene lo más cerca posible a lo ordenado, primeramente, por el Señor y a la doctrina de los Apóstoles. Dicha forma consiste en la predicación de la palabra de Dios, en piadosas oraciones, en cómo el Señor actuó y la repetición de ello, en el comer del cuerpo y beber de la sangre del Señor, rememorando la muerte salvadora del Señor y también y al mismo tiempo, en la acción de gracias creyente y en la comunión de todos los miembros de la Iglesia cristiana. Refutamos, por consiguiente, la opinión de aquellos que han privado a los creyentes de una parte del sacramento, o sea, del cáliz del Señor. Los tales obran muy pecaminosamente contra lo ordenado por el Señor, el cual ha dicho: «Bebed de él todos»; y esto no lo ha dicho expresamente con respecto al pan.
Cómo haya sido la celebración de la misa entre los antiguos y si era permitida o no, es cosa que no vamos a discutir ahora. Pero con toda franqueza decimos que la misa hoy celebrada usualmente por toda la Iglesia Romana, ha sido abolida en nuestras iglesias por numerosas y muy bien fundadas razones, que ahora, en favor de la brevedad, no podemos enumerar detalladamente. En modo alguno nos era posible aprobar el que el acto salvífico se convirtiese en un espectáculo vacío y una fuente de ingresos o que sea celebrada pagando, y además no aceptamos se diga que el sacerdote, al celebrar la misa, «hace» el verdadero cuerpo de Cristo y lo sacrifica realmente para perdón de los pecados por los vivos y por los muertos y también incluso en honor o para celebrar o conmemorar a los santos que están en el cielo, etcétera.
«Enseñamos que los ministrantes de la Santa Cena vayan vestidos corrientemente y se valgan de utensilios también corrientes, aunque lo uno y lo otro debe ser, naturalmente, limpio y decoroso. El bienaventurado obispo Ambrosio ha dicho: "Los sacramentos no exigen se emplee el oro, cosa que tampoco armoniza con ellos, ya que no pueden ser adquiridos por oro." Por eso usamos en nuestras iglesias de cestas colocadas sobre la mesa del Señor, y el pan se pone en platillos de madera y en ellos es ofrecido al pueblo..., y no en "platillos sacrificiales" de oro, como suele llamárseles. Asimismo, no se ofrece la sangre del Señor en cálices de oro, sino en vasos de madera. Y es que enseñamos que Dios no aprueba el lujo, sino la mesura; por otro lado, al hacer uso de los sacramentos, no hay que preocuparse del material de los utensiliosy poner en éstos la mirada, sino que ha de tenerse en cuenta únicamente el misterio. Por eso nos valemos de mesas portátiles de madera y hemos abolido todos los altares. Con respecto a cuántas veces ha de celebrarse la Santa Cena en el templo, cada iglesia debe determinarlo libremente, pero siempre a condición de que ninguna abuse de esta libertad.»
Artículo 22
EL CULTO EN LA IGLESIA Y LA ASISTENCIA AL MISMO
Lo que debe ser el culto en la iglesia.
Aunque a todos les esté permitido leer en su casa las Sagradas Escrituras y edificarse recíprocamente en la verdadera fe mediante explicaciones y enseñanzas, son decididamente necesarias las reuniones sacras, o sea, las reuniones en el templo o iglesia con los siguientes fines: Predicar al pueblo la palabra de Dios ordenadamente, elevar públicamente súplicas y oraciones, celebrar los sacramentos en debida forma y colectar donativos para los pobres, las necesidades de la iglesia y el mantenimiento de las actividades eclesiásticas usuales. Es innegable que en la Iglesia primitiva apostólica tales reuniones eran frecuentemente visitadas por todos los creyentes.
No abstenerse del culto.
El hecho de tenerlas en poco y abstenerse de asistir a ellas es un desprecio de la fe verdadera. La gente que tal desprecio haga será amonestada seriamente por los pastores y las autoridades temerosas de Dios a no proseguir absteniéndose tenazmente del culto y las reuniones sacras.
El culto público.
Las reuniones de los fieles no deben celebrarse a escondidas y en secreto, sino pública y regularmente, a no ser que lo impida una persecución de los enemigos de Cristo y su Iglesia. Y es que no hemos olvidado que en otros tiempos las reuniones de los primeros cristianos se celebraban en lugares escondidos a causa de la tiranía de los emperadores.
Los lugares de reunión de los creyentes deben ser decorosos y apropiados en todo a la dignidad de la Iglesia de Dios. Se escogerán edificios y templos amplios, pero que se vean limpios de todo cuanto no corresponde a la Iglesia. De aquí que se ordene y mande aquello que sea propio de la decencia, las necesidades imprescindibles y la dignidad piadosa, a fin de que nada falte en cuanto a las exigencias de los actos cúlticos y las actividades de la Iglesia.
Humildad y Modestia en El culto.
Si bien creemos que Dios no mora «en templos hechos por mano del hombre», sabemos, sin embargo, por la palabra de Dios y las costumbres sacras, que los lugares dedicados a Dios y a su adoración no son lugares cualesquiera, sino lugares santos; y quien en ellos se encuentre debe portarse reverente y educadamente, ya que se halla en lugar sagrado, en presencia de Dios y sus santos ángeles. En consecuencia, no deben admitirse en modo alguno, sea en templos, sea en oratorios cristianos, brillantes vestiduras o cualquier signo de soberbia, que ofendan a la humildad, la decencia y la modestia.
El verdadero adorno de las iglesias.
El verdadero adorno de las iglesias no consiste en marfil, oro y piedras preciosas, sino en la sencillez, la piedad y las virtudes de quienes están en la casa de Dios.
No haya lenguaje extranjero y extraño en el culto.
Que en la iglesia todo se realice decente y ordenadamente; que todo sirva para edificación. ¡Fuera, pues, con lenguas extrañas en los cultos! ¡Que todo se pronuncie, diga y hable en el lenguaje del pueblo, lenguaje usual, corriente que la gente entenderá en la reunión cúltíca!
Artículo 23
ORACIONES, CÁNTICOS Y LOS SIETE TIEMPOS DE ORACIÓN
(LAS HORAS CANÓNICAS)
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El lenguaje del pueblo.
Es cosa permitida, naturalmente, que cada cual ore por su cuenta en cualquier lenguaje que comprenda; pero las oraciones públicas en el culto han de ser pronunciadas en el idioma corriente y comprensible para todos.
La oración.
Toda oración de los creyentes será dirigida por fe y amor y mediante Cristo solamente a Dios. Invocar a los santos del cielo o solicitar su intercesión, es cosa que prohíben el sacerdocio del Señor Jesucristo y la verdadera fe.
No puede faltar la oración intercesora por las autoridades, «por los reyes y todos los que están revestidos de autoridad»; por los servidores o ministros de a Iglesia y por todas las necesidades de las iglesias. En caso de que sobrevéngan pruebas difíciles, sobre todo para la Iglesia, se debe orar incesantemente tanto en el hogar como públicamente.
Libertad en las oraciones.
La oración ha de ser voluntaria, no obligada, ni por dinero. Tampoco es tolerable que la oración esté sujeta supersticiosamente a un lugar determinado, como si no se pudiera orar también fuera de la iglesia. Igualmente resulta innecesario que las oraciones públicas hayan de ser las mismas en todas las iglesias y realizadas al mismo tiempo, es decir, a la misma hora. Hagan las iglesias uso de esta libertad que tienen para orar.
Sócrates dice en su libro de la Historia de la Iglesia: «No es posible hallar en ningún lugar dos comunidades que coincidan exactamente en el modo de la oración.» Creo que los promotores de esa diferencia fueron en su tiempo los pastores de las diversas comunidades cristianas. Nos parece, sin embargo, muy recomendable y digno de imitación que reine unanimidad en las oraciones.
Forma y modo de la oración pública.
También conviene con respecto a las oraciones públicas, como en cualquier otra cosa, guardar la debida mesura, evitando sean demasiado largas a fin de que no se hagan pesadas. Por eso en el culto debe emplearse la mayor parte del tiempo a la exposición del evangelio y guardarse de que los fieles sientan fatiga a causa de oraciones demasiado largas; porque resulta que cuando llega el momento de oír la predicación del evangelio, la gente, ya cansada, o desea abandonar la reunión o, por fatiga, anhela que el culto concluya cuanto antes. Además, les parece el sermón demasiado largo, aunque sea, realmente, breve. También conviene a los predicadores no extenderse demasiado, o sea, guardar la debida mesura.
El cántico en el culto.
En cuanto a los himnos y cánticos, donde sea usual entonarlos, guárdese, igualmente, prudente medida.
El Canto Gregoriano —así denominado—cúltico presenta muchos inconvenientes, y por eso, con razón, ha sido eliminado por nuestras iglesias y también por otras muchas. Nada hay que reprochar a aquellas iglesias que cuidan de la oración creyente y debidamente ordenada, pero que no tienen la costumbre de cantar. Y es que no todas las iglesias están preparadas para el cántico. Indiquemos, sin embargo, que según los testimonios de la Iglesia primitiva el cántico, de uso antiquísimo en las iglesias de Oriente fue, más tarde, también usado en las iglesias de Occidente.
Las siete Horas de oración.
Las «Horas canónicas» —los siete diversos momentos de oración—, o sea, las horas determinadas que los papistas cantan o leen, jamás fueron conocidas en la antigua Iglesia. Y esto podemos demostrarlo por las mismas Horas y también con otras razones. Dichas «Horas» contienen muchas cosas de mal gusto (por no decirlo más crudamente), y por esta causa han prescindido de ellas, con razón, las iglesias y en su lugar han introducido lo que es provechoso y saludable a toda la Iglesia de Dios.
Artículo 24
LOS DÍAS FESTIVOS, EL AYUNO Y LA ELECCIÓN DE LOS ALIMENTOS
Aunque la religión no está sujeta a ningún tiempo determinado, requiere para poder ser plantada y ejercitada un sensato reparto del tiempo. A ello se debe el que cada iglesia eligiese para uso propio un tiempo determinado para la oración pública, la predicación del evangelio y la celebración de los sacramentos.
Necesidad de señalar un tiempo fijo para el culto.
No le está permitido a cualquiera el alterar caprichosamente ese orden establecido en la iglesia. Si no se dispone del tiempo necesario para la práctica de los deberes externos de la fe, la gente, ocupada con sus quehaceres, dejará a un lado la práctica mencionada.
El domingo,
Por eso vemos cómo en las iglesias primitivas no solamente fuesen fijadas horas semanales determinadas para las reuniones, sino que el domingo mismo, desde los tiempos apostólicos, estaba consagrado para las reuniones y dedicado a un santo descanso. En nuestras iglesias se sigue esta norma también ahora a causa del culto y del amor. Sin embargo, no por esto consentimos ninguna especie de legalismo judaico, ni tampoco costumbres supersticiosas.
La superstición.
Y es que no creemos que haya unos días más sagrados que otros, ni consideramos que el no hacer nada en sí agrade más a Dios, sino que celebramos y guardamos libremente el domingo (Día del Señor) en vez del sábado.
Días festivos cristianos y fiestas dedicadas a los santos.
Estamos muy de acuerdo con que las iglesias, usando de la libertad cristiana, celebren piadosamente la memoria del nacimiento del Señor, su circuncisión, su Pasión y su resurrección, su ascensión a los cielos y la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. En cambio, no consentimos fiestas en honor de personas o de santos. Los días festivos, claro está, caben entre los mandamientos de la primera tabla de la Ley y deben estar dedicados a Dios únicamente. Por otra parte, las fiestas en honor de los santos, fiestas que hemos abolido, contienen, además, cosas de mal gusto, inútiles y del todo insoportables. Pero, al mismo tiempo, concedemos que no es inútil en fechas determinadas y en lugar apropiado recordar al pueblo, mediante piadosos sermones, que piense en los santos, presentándolos como ejemplo y modelo.
El ayuno.
Cuanto más lamente la Iglesia de Cristo la glotonería, el alcoholismo, toda clase de lujuria e incontinencia, tanto más nos recomienda el ayuno cristiano. Ayunar no es otra cosa que la continencia y mesura de los fieles, la disciplina, vigilancia y castigo de nuestra carne, cosas a las cuales hemos de atenernos conforme a las necesidades que se presentan; y así es cómo nos humillamos ante Dios y restringimos los apetitos camales, a fin de qua la carne obedezca al espíritu más fácil y voluntariamente. Quienes no piensen en esto, tampoco ayunan, pues consideran que ayunar consiste en hartarse de comida y bebida sólo una vez al día y en abstenerse de ciertos alimentos en fechas determinadas y prescritas, creyendo que al obrar de tal modo agradan a Dios y hacen buenas obras. Pero el ayuno es, más bien, únicamente, una pequeña aportación a la oración de los santos (los creyentes) y a toda clase de virtud. A Dios no le agradaba —como se desprende de lo expuesto en los libros de los Profetas -aquel ayuno de los judíos, que, sin duda se abstenían de tomar ciertos alimentos, pero no se abstenían del vicio.
Días de penitencia públicos y privados.
Dos clases hay de ayuno: el público y el privado. En otros tiempos se ayunaba públicamente en casos en que la Iglesia era puesta a prueba y en tentación. Entonces ni siquiera se tomaba bocado hasta llegada la tarde, y durante tal ayuno la gente se entregaba a la oración, tomaba parte en el culto y hacía penitencia. Esto era, más bien, una manifestación del desconsuelo, muy a menudo mencionada por los Profetas, sobre todo por Joel (Joel 2:12 sgs). Semejante ayuno debe celebrarse también hoy en día si la Iglesia padece tiempos calamitosos. En cuanto a cada uno de nosotros, bien podemos imponemos un ayuno, si sentimos que nuestro espíritu flaquea. Entonces éste despoja a la carne de sus contaminosos apetitos.
Cómo debe ser el ayuno.
Todo ayuno debe ser promovido por un espíritu libre, voluntarioso y humillado, pero no impuesto para lograr el aplauso o el favor de los hombres, y todavía menos por el afán de adquirir una especie de meritoria justificación. Ayune, pues, cada cual con el fin de mortificar su carne y así poder servir a Dios con mayor fervor.
Los cuarenta días de ayuno antes de la Pascua.
Los cuarenta días de ayuno antes de Pascua de Resurrección eran, sin duda, conocidos en la antigua Iglesia, pero ni una sola vez son mencionados en los escritos por los Apóstoles. Por consiguiente, dicho ayuno no puede ser impuesto a los creyentes. Es seguro que existieron formas y usos diversos del mismo, pues el escritor Ireneo, muy antiguo, dice: «Unos opinan que solamente debe ayunarse un día, mientras que otros señalan dos o varios días e incluso algunos indican que es preciso ayunar cuarenta días».
Esta diversidad en la observanza del ayuno no ha empezado, pues, en nuestros días, sino mucho antes de nosotros por quienes, a mi juicio, no se atuvieron sencillamente a la tradición, sino que, bien por desidia, bien por ignorancia, cayeron en otra costumbre. También el historiador Sócrates dice: «Dado que no existe ninguna noticia antigua sobre este punto, creo que los Apóstoles confiaron este ayuno a la decisión de cada cual, de manera que sin temor, ni por obligación, cada cual hacía lo que es bueno».
Elección de los alimentos.
En cuanto a la elección de los alimentos, creemos que al ayunar ha de privarse al cuerpo de todo aquello que haga más rebelde a la carne, en lo cual ella se goza desmesuradamente y de donde provienen sus nefastos apetitos, trátese de comer pescado, carne, especias, manjares o vinos fuertes. Por lo demás, sabemos que todas las criaturas de Dios han sido creadas para uso y servicio de los hombres (Ex. 2:15) y esto sin hacer distinciones, pero realizado en el temor de Dios y usado con la debida mesura. Porque el apóstol dice: «Para los que son puros todos es puro» (Tito 1:15). Y también: «Comed de todo lo que se vende en la carnicería sin elegir esto o lo otro por motivos de conciencia» (1 Cor. 10:25). Y el mismo apóstol nombra «doctrina demoníaca» la sustentada por quienes «ordenan abstenerse de ciertos alimentos». Y es que Dios ha creado los alimentos para aquellos que son creyentes y han reconocido la verdad «a fin de que coman dando gracias a Dios». «Todo lo creado por Dios es bueno y nada es de desechar, siempre que se reciba con gratitud, etc.» (1 Tim. 4:1 sgs). Pero en la Epístola a los Colosenses hace reproches a quienes mediante una exagerada abstinencia pretenden ganar reputación de especial santidad (Col. 2:18 sgs.).
Sectas.
Por eso desaprobamos rotundamente la doctrina de los tacianos y encretitas e igualmente a todos los discípulos de Eustaquio, contra los cuales fue convocado el sínodo de Gangra.
Artículo 25
SOBRE LA ENSEÑANZA DE LA JUVENTUD
Y LOS CUIDADOS EPIRITUALES A LOS ENFERMOS
La juventud ha de ser adoctrinada en la piedad.
El Señor exigió de su antiguo pueblo del pacto el dedicarse con el mayor cuidado posible a la enseñanza de la juventud desde su infancia, y en su Ley ordena una y otra vez se enseñe a los niños y se les expliquen los misterios de los sacramentos. Pero de los escritos evangélicos y apostólicos se desprende sin ningún género de dudas que Dios igualmente ha pensado en la juventud de su nuevo pueblo del pacto, pues públicamente testimonia y dice: «Dejad a los niños venir a mí... porque de ellos es el reino de los cielos» (Marc. 10:14). Por eso hacen muy bien los pastores de las iglesias enseñando a la juventud temprana y aplicadamente, poniendo en ella los fundamentos de la fe y adoctrinándola fielmente en las cosas más principales de nuestra religión, o sea, explicándole los Diez Mandamientos de Dios, el Credo Apostólico, el Padrenuestro, el significado de los sacramentos, así como también otros principios fundamentales y puntos más importantes de nuestra religión. Pero la misma iglesia ha de demostrar su fidelidad y atención cuidando de que los niños sean enseñados y ha de desearlo y alegrarse de una buena enseñanza.
Visitar a los enfermos.
Dado que los hombres, cuando mayor tentación padecen es a causa de la debilidad que les hace sufrir, estar enfermos y entonces deprimidos en alma y cuerpo, los pastores de las iglesias han de vigilar con más cuidado que nunca de la salud de su rebaño en casos de enfermedad y flaquezas. Deben visitar enseguida a los enfermos; pero éstos, a su vez, han de solicitar su visita en caso de verdadera necesidad. Los pastores les consolarán, los fortalecerán en la verdadera fe y les prepararán para resistir las perniciosas insinuaciones del diablo. Además, indicarán que en el hogar del enfermo no falten las oraciones de sus familiares, y si es necesario también debe orarse por él en el culto público y cuidar de que abandone este mundo piadosamente. Sin embargo desaprobamos, como antes ya dijimos, la visita papista al enfermo para que reciba la extremaunción; porque no solamente es cosa de mal gusto, sino que tampoco lo admiten las Sagradas Escrituras, ni existe tradición alguna sobre ello.
Artículo 26
EL SEPELIO DE LOS CREYENTES.
SOBRE EL DESTINO DE LOS DIFUNTOS.
EL PURGATORIO.
SOBRE LA APARICIÓN DE LOS ESPÍRITUS
El sepelio o entierro.
La Sagrada Escritura ordena que sean sepultados de manera decente y sin supersticiones los cuerpos de los creyentes, pues son templo del Espíritu Santo y porque, con razón, creemos en su resurrección en el día postrero. Igualmente nos ordena que honremos la memoria de los creyentes que duermen en el Señor y que demostremos a sus deudos, sean viudas o huérfanos, todos los servicios propios del amor cristiano fraternal. Aparte de esto, ninguna otra cosa, según nuestra doctrina, hay que hacer por los difuntos. Muy duramente desaprobamos el proceder de las personas cínicas que no se preocupan del cuerpo de los muertos o los echan con gran indiferencia y desprecio en cualquier hoyo o que, también, jamás tienen una palabra de aprecio para los difuntos, ni se cuidan lo más mínimo de sus familiares y deudos.
Preocupación exagerada por los difuntos.
Por otro lado, no aprobamos tampoco la actitud de la gente que en forma exagerada y equivocada se preocupan de sus muertos y como paganos lamentan su partida (no reprochamos que exista un sentimiento mesurado de dolor, como indica el apóstol en 1.aTes. 4:13 e incluso consideraríamos inhumano la falta de dicho sentimiento), o sea, ofrecen sacrificios por los difuntos, abonan determinadas oraciones, que más bien son murmullos rutinarios; y lo hacen con el fin de liberar a sus familiares de los tormentos a los que la muerte les conduce, pensando que mediante dichas oraciones los difuntos son verdaderamente liberados.
Estado del alma después de la muerte.
Nosotros creemos que los creyentes, van directamente a Cristo y, por consiguiente, no necesitan ni del apoyo ni de la intercesión de los que viven ni precisan tampoco de ninguno de sus servicios. Y también creemos que los incrédulos se hunden directamente en el infierno, de donde a tales impíos no hay manera de que se les facilite la salida mediante los servicios que presten los que viven.
El purgatorio.
Lo que cierta gente informa sobre el, purgatorio contradice al artículo del Credo, que dice: «Creo en el perdón de los pecados y en la vida eterna» y una limpieza total por Cristo, e igualmente contradice a las siguientes palabras de Cristo: «De cierto, de cierto as digo: El que oye mi palabra y cree en Aquel que me ha enviado tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24). Y también: «El que está limpio solamente necesita que sus pies sean lavados, porque está verdaderamente limpio. Y vosotros estáis limpios...» (Juan 13:10).
Apariciones de los espíritus.
En cuanto a lo que se dice acerca de los espíritus y del alma de los difuntos, asegurando que de vez en cuando se aparecen a los vivos solicitando de ellos servicios para ser redimidos, consideramos dichas apariciones como una burla, una astucia y un engaño del diablo, el cual, lo mismo que puede transformarse en un ángel de luz, también se esfuerza en destruir la fe verdadera o en sembrar la duda.
Ya en el Antiguo Testamento ha prohibido el Señor investigar lo que haya de verdad sobre los difuntos y, asimismo, el tener trato con los espíritus (Deut. 18:11). Y no se le concedió al hombre rico, que padecía tormento en el infierno, el poder ir a ver a sus hermanos, como el Evangelio, siempre veraz, cuenta. La voz de Dios le anuncia expresamente: «Tienen a Moisés y a los profetas; ¡óiganlos!... Si no oyen a Moisés y a los profetas, no se convencerán tampoco si alguien resucita de entre los muertos» (Luc. 16:29 ss).
Artículo 27
LOS USOS, LAS CEREMONIAS Y LA COSAS INTERMEDIAS
Ceremonias y usos.
El antiguo pueblo del pacto recibió en su tiempo las ceremonias como una especie de disciplina a la que estaban sujetos a la Ley como bajo un educador o un tutor. Pero desde la venida del Redentor Jesucristo y una vez cumplida la Ley y como creyentes ya no estamos bajo la Ley (Rom. 6:14), y las ceremonias han desaparecido. Los apóstoles no querían rotundamente conservar ni renovar dichas ceremonias, y así lo manifestaron públicamente, pues renunciaban a imponer carga alguna a la Iglesia (Hech. 15:28 y 10). Justamente por eso parecería que pretendemos restaurar nuevamente el judaismo, si en la Iglesia de Cristo multiplicásemos el número de ceremonias y usos como fueron empleados en la antigua Iglesia.
Disentimos, por lo tanto, de aquellos cuya opinión es que en la Iglesia de Cristo deben practicarse diversas ceremonias a fin de estas sujetos a una especie de disciplina infantil. Si a los apóstoles desistieron de imponer al pueblo cristiano ceremonias y usos de origen divino, ¿quién que, por favor, tenga sentido común va a imponer a dicho pueblo casuales inventos humanos? Cuanto más numerosos sean los usos en la Iglesia tanto más resultará perjudicada la libertad cristiana; pero, además, en nada se favorecerá a Cristo y a la fe. Y es que el pueblo buscará, practicando usos y costumbres, lo que por la fe solamente ha de buscarse en el Hijo de Dios: Jesucristo. Bastan, pues, a los piadosos los contados, humildes y sencillos usos que no contradicen a la Palabra de Dios.
Diversos usos.
Si se hallaren en las iglesias diferentes usos y costumbres, nadie tiene derecho a decir que están desunidas. Dice Sócrates: «Sería imposible describir todos los usos en las iglesias existentes en ciudades y países. No hay religión que en todas partes se valga de los mismos usos, aunque enseñe la misma doctrina. O sea que también quienes tienen la misma fe se diferencian entre sí en sus usos y costumbres.» Así manifiesta Sócrates. Actualmente conocemos en nuestras iglesias diversos usos en la manera de celebrar la Santa Cena e igualmente en algunas otras cosas. Sin embargo, nuestra doctrina es la misma y la unidad y comunidad entre nuestras iglesias permanece. Las iglesias siempre se han valido de la libertad cristiana al tratarse de los mencionados usos; porque son cosas intermedias, o sea, no importantes. Y esto es lo que nosotros mantenemos actualmente.
Cosas intermedias
A este respecto lanzamos, no obstante, la advertencia de que no se cuente entre las cosas intermedias las que, en realidad, no lo son. Porque hay algunos que consideran la misa y el uso de imágenes en el templo como cosas intermedias. «Indiferente —dijo Jerónimo a Agustín— es lo que no resulta ni bueno ni malo, de manera que ni se hace justicia ni tampoco injusticia, se practique o no se practique.» De aquí que cuando las cosas intermedias, no importantes, indiferentes, se entrelazan con el Credo ya dejan de ser libres. Por ejemplo: Pablo indica que es lícito comer carne si nadie invoca que se trata de carne consagrada a los ídolos; en este caso no es lícito comer carne, porque el que come, por el solo hecho de comerla, parece aprobar el culto a los ídolos (1 Cor. 8: 9 ss.; 10:25 ss).
Artículo 28
LOS BIENES DE LA IGLESIA
Los bienes de la Iglesia y su debido empleo.
Los bienes de la Iglesia proceden de legados de los príncipes y de la generosidad de los creyentes, que regalaron sus posesiones a la Iglesia. Y es que la Iglesia necesita de medios y siempre dispuso de ellos para cubrir sus necesidades. En cuanto al empleo debido de los
bienes eclesiásticos, consistió y sigue consistiendo en el mantenimiento de la enseñanza en las escuelas y en reuniones sacras, así como también del culto, los usos eclesiásticos, los edificios y, también, en el mantenimiento de los maestros, los alumnos, los pastores y otras cosas imprescindibles, sobre todo en la ayuda y socorro a los pobres.
Administradores.
Por eso es preciso elegir hombres piadosos, prudentes, versados en la administración de bienes, que administren ordenadamente las posesiones eclesiásticas.
Abuso de los bienes.
Pero si estos bienes de la Iglesia son empleados abusivamente a causa de tiempos difíciles o por la fuerza, la ignorancia o la rapacidad de ciertas personas, habrá que buscar varones piadosos y prudentes que restituyan los bienes eclesiásticos al santo empleo a que están destinados.
Porque con estos abusos sacrílegos no deben guardarse contemplaciones. Por eso enseñamos que si escuelas y fundaciones degeneran en la enseñanza, el culto y las costumbres tienen que ser reformadas. En cuanto al cuidado de los pobres, se llevará a cabo con temor de Dios, muy fielmente y con sabia prudencia.
Artículo 29
EL CELIBATO, EL MATRIMONIO Y EL HOGAR
Los solteros.
El que haya recibido del cielo el don del celibato y manifieste ser limpio de corazón y con toda su mente y guarde la debida continencia sin verse atormentado de malas pasiones, que sirva a Dios conforme a su vocación, mientras se sienta dotado con ese don divino; pero que no se considere superior a los demás, sino sirva al Señor siempre sencilla y humildemente. Estos célibes valen más para cuidarse de las obras divinas que aquellos que se distraen con los deberes familiares privados. Mas si viesen que ya no poseen el don del celibato y se sintiesen de continuo sujetos a pasiones, recuerden la palabra del apóstol: «Más vale casarse que quemarse» (1 Cor. 7:9).
El matrimonio.
El matrimonio mismo (un remedio saludable contra la incontinencia y, a la vez, práctica de la continencia) ha sido instituido por Dios, el Señor, el cual lo ha bendecido abundantemente y querido que hombre y mujer permanezcan unidos indisolublemente y convivan en amor y
armonía (Mat. 19:4 ss). Ya sabemos que el apóstol ha dicho: «Honroso es en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla (Hebr. 13:4). Y también: «Si la doncella se casare, no pecó (1 Cor. 7: 28).
Sectas.
Por nuestra parte, condenamos la poligamia y repudiamos la opinión de quienes ponen peros a un segundo matrimonio.
La boda en la iglesia.
Enseñamos que el matrimonio debe contraerse ordenadamente en el temor de Dios y no en oposición a las leyes que prohiben se celebre entre familiares de ciertos grados a fin de evitar el incesto. Para contraer matrimonio es preciso el consentimiento de los padres o sus representantes y, sobre todo, con el fin impuesto por Dios al instituir el matrimonio. El matrimonio debe ser confirmado en la iglesia públicamente con oraciones y la bendición. Además, ha de ser llevado en santidad mediante una inquebrantable fidelidad conyugal, recíproca dependencia, amor y pureza.
Jueces para los matrimonios.
Evítense las riñas, la discordia, la lascivia y el adulterio. En la Iglesia habrán de existir un tribunal y piadosos jueces, cuya misión será la de proteger los matrimonios, poner coto a la impudencia y desvergüenza y allanar las desavenencias matrimoniales.
La educación de los hijos.
Los padres deben educar a sus hijos en el temor del Señor. También han de cuidarse de ellos recordando la palabra del apóstol: «Si alguno no tiene cuidado de los suyos, y mayormente de los de su casa, la fe negó, y es peor que un infiel»(1 Tim. 5:8). Cosa de los padres es también que sus hijos se preparen para un oficio o profesión honestos, a fin de que aprendan a ganarse el pan, y no deben consentir anden desocupados. Deberán, asimismo, en todos los aspectos inculcarles una verdadera confianza en Dios, evitando así que ora por desconfianza ora por ingenuidad o por fea rapacidad se aparten del buen camino y no den los frutos apetecibles.
Queda fuera de toda duda que aquellas obras realizadas por los padres con verdadera fe, cumpliendo sus deberes matrimoniales y familiares, son ante Dios santas y realmente buenas y agradan a Dios no menos que las oraciones, el ayudo y las limosnas. Es esto lo que enseña el apóstol Pablo, especialmente en sus epístolas 1 a Timoteo y a Tito. Y con dicho apóstol contamos entre las doctrinas de Satanás las de aquellos que prohiben el matrimonio, lo reprochan públicamente o sospechan secretamente de él como si no fuera santo y puro. Por nuestra parte, aborrecemos el celibato impuro, la lascivia y la fornicación oculta y pública de los hipócritas que aparentan continencia y son los que menos se atienen a ella. A todos estos los juzgará Dios. Por el contrario no condenamos ni la riqueza ni a los ricos, siempre y cuando se trate de gente piadosa que use debidamente de sus riquezas. Pero condenamos a la secta de los «Apostó-licos» y sus congéneres.
Artículo 30
EL ESTADO
Las autoridades han sido instituidas por Dios.
Dios mismo ha instituido toda clase de autoridad para paz y tranquilidad de la generación humana, y esto de manera que dicha autoridad ostenta la posición más elevada del mundo. Si se muestra hostil a la Iglesia, ésta difícilmente podrá impedirlo o estorbarlo. Pero si el Estado se comporta amablemente con ella o incluso es miembro de ella, será también un miembro utilísimo e importante, dado que puede ofrecerle muchas ventajas y ayudarle en gran manera.
La misión del Estado.
La más alta misión del Estado es cuidar de la paz y de la tranquilidad pública y mantener ambas. Naturalmente, nunca lo hará mejor que siendo verdaderamente temeroso de Dios y piadoso, es decir, siguiendo el ejemplo de los más santos reyes y príncipes del pueblo de Dios, fomentando, como ellos, la predicación de la verdad y la fe pura, desterrando toda superstición juntamente con toda la impiedad y toda idolatría y protegiendo a la Iglesia. Enseñamos, pues, que el primer cuidado que corresponde a las autoridades cristianas es la religión.
Deben tener a mano la Palabra de Dios y procurar que no se enseñe nada en contra de la misma. Además, regirá al pueblo que Dios le ha confiado mediante buenas leyes, de acuerdo con la Palabra de Dios, y manteniendo al pueblo en disciplina, cumplimiento del deber y obediencia. Hará uso de las leyes en forma justa, sin hacer diferencia entre las personas y sin aceptar ninguna clase de regalos; protegerá a las viudas, los huérfanos y los oprimidos; pondrá coto a los injustos, engañadores y violentos o incluso acabará con ellos. Porque no en vano ha recibido de Dios la espada (Rom. 13:4). De esa espada debe hacer uso contra todos los delincuentes, alborotadores, ladrones, asesinos, opresores, blasfemos, perjuros y contra todos aquellos que Dios ha ordenado sean castigados y hasta privados de la vida. No permitirá progresen tampoco los falsos creyentes incorregibles (¡si son realmente falsarios de la verdadera fe!), en caso de que persistan blasfemando de la majestad de Dios y sembrando confusión en la Iglesia de Dios e incluso destruyéndola.
La guerra.
Y si fuera necesario defender el bien del pueblo emprendiendo una guerra, que la emprenda en nombre de Dios, siempre que antes de hacerlo haya agotado todos los medios en favor de la paz y siempre, también, que no haya otro modo de salvar al pueblo sino con una guerra. Si así actúa el Estado por fe, servirá a Dios con todo aquello que corresponde a las buenas obras y el Señor bendecirá su actuación. Desechamos la doctrina de los anabaptistas, que afirman que un cristiano no debe aceptar ninguna función a cargo del Estado y que nadie puede ser ajusticiado con derecho por las autoridades o que el Estado no debe hacer ninguna guerra o que no hay que prestar juramento ante las autoridades, etc.
Deberes de los súbditos.
Del mismo modo con que Dios quiere salvaguardar el bien de su pueblo mediante las autoridades, las cuales El ha impuesto para que obren paternalmente, también se ordena a todos los súbditos reconozcan el beneficio de Dios de que las autoridades disponen. Por eso se debe respetar y honrar a las autoridades como servidores de Dios; se les debe amar, estar a ellas sujetos y orar por ellas como se ora por un padre; todas sus órdenes justas y convenientes deben ser obedecidas y también se deben abonar fiel y voluntariamente los impuestos, gabelas y demás obligaciones económicas. Y si el bien público de la patria o la justicia lo exigen y el Estado se ve obligado a emprender una guerra se debe sacrificar la vida y derramar la propia sangre por el bien común y la justicia, pero haciéndolo en nombre de Dios, voluntariamente, con valor y confianza. Mas quien se oponga a las autoridades, provoca la terrible ira de Dios.
Sectas y levantamientos.
Condenamos, por lo tanto, a todos los que menosprecian al Estado: Rebeldes, enemigos del Estado, levantiscos inútiles, que nada valen, y a todos los que una y otra vez, sea públicamente, sea dando rodeos, se niegan a cumplir con los deberes exigidos.
Rogamos a Dios, nuestro bondadosísimo padre celestial, que por Jesucristo, nuestro único Señor y Salvador, bendiga a los dirigentes del pueblo y también a nosotros y a todo su pueblo. A El sea alabanza y honor y gracias por todos los siglos. Amén.