Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y el que a mí viene, no le echo fuera.
(Jn. 6:37)
Respecto a que todo el que quiera, puede venir, ya hemos contestado a la pregunta de ¿a quién tenemos que ir?, diciendo que es a Jesús. Analizando las implicaciones de esta respuesta, encontramos que las Escrituras nos presentan a Jesús como la revelación del Dios de nuestra salvación; como el Dador-de-descanso; el Agua y el Pan de vida; el Libertador; la Luz del mundo; y la Resurrección y la vida. Querer venir a él, por lo tanto, tendría que estar motivado por el deseo de llegar a Dios, el anhelo de encontrar reposo, el hambre y la sed de justicia, el suspirar por la verdadera libertad, el amor a la luz, y el deseo más ardiente de ser liberados de la muerte y vivificados a una nueva vida.
Con todo esto, ¿qué significa venir a Jesús? Estamos tan acostumbrados a oír esa frase que seguramente se considerará superfluo ocuparse en aclarar su significado. Sin embargo, es de la mayor importancia que tratemos esta cuestión. Antes que una persona pueda prestar oído al llamamiento de venir a Jesús, y para que pueda estar segura de que realmente ha obedecido, primero se requiere que tenga el suficiente conocimiento de lo que ello implica. Está claro que la frase "venir a Jesús" es algo figurativo. En un sentido físico, nadie puede ir a Cristo. Cuando estuvo en la tierra y predicaba en las ciudades y pueblos de Canaán, entonces era factible cumplir literalmente el llamamiento de venir a él; se le podía hablar, acercarse y tocarle. Pero, incluso entonces, si alguien hubiera entendido el llamamiento en ese sentido material, es evidente que el Señor le habría enseñado que tal acción no tenía valor, pues se trataba de ir a él en sentido espiritual; lo que, para poder cumplirse plenamente, requería primero que él pasase por la muerte y la resurrección para así volver en el Espíritu y ser el pan de vida para todos los que vengan a él. A la multitud que sólo buscaba el pan terreno y murmuraba ante las palabras de Cristo: que debían comer su carne y beber su sangre para tener vida verdadera; le dijo: "¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viéreis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero? El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha" (Jn. 6:61-63). De manera que venir a Jesús es un acercarse espiritual a Cristo, el Hijo de Dios hecho carne, crucificado y muerto, resucitado al tercer día, y exaltado en los cielos, tal como está revelado en el evangelio.
Bien podemos, pues, pararnos un momento para considerar lo que supone este acto de venir a Jesús. ¿Qué implica este acercarse espiritual al Cristo de la Escritura? ¿Qué hacemos cuando vamos a Jesús? ¿Cómo es posible para un pecador ir a Cristo?
Investigar lo que significa venir a Cristo se hace doblemente urgente, debido a que el Jesús que anuncian muchos de los modernos autotitulados evangelistas y avivacionistas no es más que un abominable travestido. Y ya es tiempo de que la Iglesia, que tiene la custodia del evangelio, y a la única que se le ha encargado la predicación de la Palabra, levante su voz contra esta venta de Jesús y su presentación como un artículo religioso de saldo y rebajado, que puede ser adquirido o dejado por decisión del pecador. Venir a Jesús es, según una frase muy común, "aceptarlo como nuestro salvador personal". A la que nada tendríamos que oponer, si no fuera por las tergiversaciones conectadas a dicha frase. Todo el énfasis recae sobre la palabra aceptar. Hay que aceptar a Jesús, eso es todo; y cada pecador tiene el poder para hacerlo. Todo depende de esa aceptación. El Salvador está obligado a esperar este acto por parte del pecador. La aceptación es la señal que se le tiene que dar a Cristo para que pueda ir al pecador y salvarle. Es el acto por el cual el pecador abre la puerta de su corazón a un Cristo -que está fuera llamando-, pero que es incapaz de entrar a menos que el pecador se lo permita. ¡Oh! Sí. Se dice que la salvación es por gracia; incluso algunos de estos mercachifles de la salvación se atreven a parlotear sobre la gracia soberana. Pero la presentan como una gracia tan desvirtuada y paralítica que no sirve para nada si el pecador no consiente su acción salvadora.
Esto da lugar a todos los errores que el arminianismo ostenta diariamente en los púlpitos y en la calle. Todo el énfasis lo recibe el poder del pecador para aceptar o rechazar a Cristo, y el resultado es que el acto mismo de venir a Cristo se presenta como algo simple y natural. Todo lo que se requiere del pecador es que levante la mano, o que pase al frente, o que se ponga de rodillas y repita las palabras que el predicador recita por la radio: "Acepto a Jesús como mi salvador personal", y el asunto queda despachado. Con hacer eso solamente, entonces el Espíritu Santo vendrá al corazón del pecador y lo hará un hijo de Dios nacido de nuevo. Y, claro está, al ver que la cosa es tan natural, y que se encuentra en el poder de cada pecador el aceptar a Cristo, es lógico que se empleen métodos también muy naturales para persuadirle a que dé el paso de dejar entrar a Cristo en su corazón. De ahí los llamamientos sensacionalistas a pasar al frente con los que concluyen los sermones de estos predicadores que, ausentes de una predicación expositiva, pueden decir lo que mejor les parece. Se pone en juego todo lo que está calculado para levantar las emociones humanas. El sentimentalismo ocupa el lugar de la sana predicación de la Palabra. Se le pide a la asamblea que incline la cabeza en oración silenciosa; el órgano suena plácido; el coro puede entonar suavemente: "Cuán tiernamente nos está llamando", o: "Tal como soy, sin una sola excusa". Mientras tanto, el predicador invita y ruega, y con su voz llena de emoción pide a los pecadores que levanten la mano, que pasen al frente, que dejen entrar a Jesús en sus corazones y lo acepten como su Salvador personal. Les habla de un Dios que está suplicando el privilegio de entrar en sus corazones, y de un Espíritu Santo que está deseoso de hacerlos hijos de Dios; y, por contra, presenta al pecador como el sujeto de quien depende la vida y la muerte, el cielo y el infierno, y todo lo que tenga que ver con la salvación, ¡hasta la propia gloria de Dios en Cristo! No debe sorprendernos que el resultado sea tan "natural" como los métodos empleados. En lugar del nuevo nacimiento, sólo se suscitan emociones; alguna que otra lágrima de autocompasión sustituye al verdadero arrepentimiento, ¡y a una mera excitación del ánimo se le llama gozo en Cristo!
El resultado de esto es que las iglesias construidas sobre ese inestable fundamento del emocionalismo, necesitan constantemente más y más incitación emocional para sostenerse y mantener llenos sus locales. Los predicadores anuncian los temas de predicación más extravagantes y pintorescos para atraer a la gente. Además, ocurre que tienen necesidad de avivamientos periódicos; para lo cual contratan algún "evangelista" sensacionalista, hombre o mujer, al que anuncian en los medios de comunicación prometiendo especiales emociones y estímulos extraordinarios. Luego se dice que tales campañas han sido un éxito, y que cientos y miles de almas se han convertido por estos evangelistas. Lo que, por otra parte, es muy cierto, como los frutos lo demuestran con el tiempo, pues realmente fueron convertidos por el predicador pero no por el Espíritu de Cristo.
Yo levanto mi más completa y enérgica protesta contra este mal del sentimentalismo y el decisionismo. Nada de eso se ve en la predicación de Cristo y de los apóstoles. Y emplazo a la Iglesia a volver a una sana predicación y doctrina, a instruir a los jóvenes y a los mayores en la verdad del evangelio, y a predicar un Cristo poderoso y un pobre e inútil pecador, un pecador que puede venir a Cristo sólo por el poder de su Espíritu y su gracia. Por esa predicación reunirá Cristo a su Iglesia, y los pecadores serán salvos y crecerán en el conocimiento y la gracia de nuestro Señor Jesucristo.
¿Qué es, pues, venir a Cristo? Se trata de algo espiritual; no consiste en un mero acto natural. Es un acto que procede del corazón -de donde mana la vida-, no de las emociones superficiales y cambiantes. Es un acto del hombre completo: corazón, mente, voluntad, deseos y fuerzas. A Cristo se viene con todo esto, en plenitud. Y no es el acto del hombre natural, sino del espiritual; del que está cargado y trabajado con el pecado y busca descanso; del que tiene hambre y sed de justicia y busca el pan que no perece y el agua de vida; del que deplora sus tinieblas y busca la luz; del que clama por resurrección desde las profundidades de la muerte. Por ser un acto espiritual, ejecutado por el hombre espiritual, nunca puede ser considerado como una condición para la gracia, sino el fruto de ella por el Espíritu Santo. Además, es un acto que, en última instancia, nunca está concluido (como si alguien pudiera decir que hace tal fecha que fue a Cristo, y con eso terminó todo); antes bien, el ir a Cristo es la diaria necesidad y deleite de todo el que ha nacido de nuevo. Ahora quisiera centrar vuestra atención en varios aspectos de este venir a Cristo.
¿Qué hace una persona cuando viene al Cristo de la Biblia? Creo que podemos distinguir cuatro elementos o pasos en ese acto espiritual, a los que titularé: contrición, reconocimiento, aspiración o anhelo, y apropiación.
Tenemos en primer lugar el elemento de la contrición. Consiste en un dolor y tristeza según Dios producido por el hecho de que el hombre ha obtenido un verdadero conocimiento espiritual del pecado como pecado, y de sí mismo como pecador delante de Dios. Lo que no significa meramente que sepa y reconozca que hay algo malo en él; ni tiene nada que ver esto con el dolor y pesar que producen los resultados negativos y amargos del pecado; ni se refiere a un lamentarse por la persistencia de algún hábito malo. No. Este pesar de la verdadera contrición va a la raíz del asunto. Significa que el pecador está conscientemente delante del tribunal de la justicia divina; que la luz pura y penetrante de la justicia de Dios le descubre su verdadera condición y valor como pecador; y bajo la luz inexorable de esa justicia se ve a sí mismo, su naturaleza, sus obras, su bondad imaginaria, su piedad y religión, y descubre que no hay nada bueno en él, que todo es corrupción, contaminación, iniquidad, rebelión y violación de la ley de Dios; significa que oye el veredicto divino declarando su culpabilidad y la sentencia de su condenación. Pero hay más. También significa, ¡oh profundidad de la gracia!, que ahora es él mismo quien toma el lugar de Dios en ese juicio contra sí propio y su condenación; ahora aborrece su pecado, reconoce la justicia de la sentencia de Dios, y se postra en polvo y ceniza ante el tribunal divino. Ve que como pecador no puede entrar en la comunión con Dios, y confiesa que en lo que dependa de él, no hay ninguna posibilidad. ¡Ahora está lleno del verdadero dolor y tristeza según Dios!
El segundo elemento que encontramos en el acto de venir a Cristo es el reconocimiento. Con esto quiero decir un conocimiento espiritual y verdadero de Jesucristo como la revelación del Dios de nuestra salvación. Digo conocimiento espiritual, para distinguirlo del mero conocimiento natural e intelectual. Se trata de un conocimiento más del corazón que de la cabeza. Es un conocimiento del Dios de nuestra salvación en Cristo más experimental que teórico; personal más que abstracto. Y hago esta distinción no para rebajar el conocimiento doctrinal de Cristo, ni mucho menos; al contrario, sin un conocimiento intelectual de lo que Dios nos ha revelado, es imposible el conocimiento espiritual. Lo que quiero señalar es que la mera teología no es suficiente para la salvación. Alguien puede conocer todo sobre Cristo sin conocerle a él realmente. El conocimiento salvífico de Jesús supone que lo contemplamos como la plenitud que llena nuestro vacío, como el verdadero pan y agua de vida que necesitamos, como la luz que disipa nuestras tinieblas, como la resurrección que vence nuestra muerte. Es un conocimiento personal de Cristo como aquel que nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación, y redención. Este conocimiento es el que nos hace tener en cuenta que Cristo nos atañe profundamente y que poseerle es una cuestión de vida o muerte.
De esta contrición, esta tristeza según Dios, este reconocimiento de nuestra condenación por el juicio de Dios, y este verdadero conocimiento del Salvador como la revelación del Dios de nuestra salvación, surge el tercer elemento que hemos mencionado: la aspiración o anhelo.
Viendo a Jesús como la plenitud que llena nuestro vacío, como la justicia de Dios que es capaz de borrar nuestra injusticia, como la luz que disipa nuestras tinieblas, como la resurrección y la vida que vence a nuestra muerte, como el pan que sacia nuestra hambre y el agua que apaga nuestra sed, entonces le anhelamos a él y a todos sus beneficios: el perdón, la adopción como hijos de Dios, el conocimiento de Dios, la justicia y la santidad. Tenemos hambre y sed de él. Pedimos, buscamos, llamamos porque anhelamos ser liberados de la culpa y del dominio del pecado para tener paz con Dios y entrar en su bendita comunión. ¡Como el ciervo brama por las corrientes de aguas, así clama por Dios nuestra alma, por el Dios vivo según se ha revelado en las riquezas de su gracia en Jesús nuestro Señor!
Y esto nos lleva al último paso: la apropiación de Cristo y todos sus beneficios y bendiciones de la gracia. Lo cual implica que yo sé, con un conocimiento suficiente, que él es mío y yo le pertenezco por la insondable gracia de Dios sobre mí. Significa que confío en que él murió por mí, y que ahora por la fe lavo mis vestiduras en su preciosa sangre, aferrándome al perdón de pecados y a la justicia de Dios en él. Significa que por la fe vivo en él, y él vive en mí; y de él tomo gracia sobre gracia; que lo como y bebo, y que por él me acerco a Dios y entro en la comunión de su pacto. Ahora "estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo" (Fil. 3:8).
Esas son las implicaciones del acto espiritual de venir a Cristo. La manera y las circunstancias en las que cada uno lo lleva a cabo no son siempre iguales. A veces existe un llamamiento repentino a salir de las tinieblas, y se tiene una consciencia más viva del cambio por el cual se es llevado a arrojarse a las misericordias del Señor. Así fue con Pablo en el camino de Damasco. En un instante se tornó de perseguidor de la Iglesia a reconocer al Jesús que perseguía como su Salvador y Señor. En muchos casos ocurre que se es instruido e inducido gradualmente en el conocimiento de Cristo desde la infancia, y luego no se recuerda en qué momento particular se fue a Cristo. Así debió suceder con Timoteo. Esto es lo más normal con los que nacen y se crían en la Iglesia. Pero sea de una manera u otra, el acto de venir a Cristo siempre contiene los elementos de contrición, conocimiento espiritual, anhelo, y apropiación. Acto, además, nunca concluido; pues continuamente vamos a Cristo en el dolor y tristeza según Dios; en el reconocimiento de su plenitud; en anhelo y sed de nuestras almas por el Dios de nuestra salvación, para beber gratuitamente cada día del agua de la vida.
¡Todo el que quiera, puede venir! Cómo vendrá el pecador, es algo que se tratará en otro capítulo. Por ahora quede claro que el querer venir a Jesús está motivado por un verdadero arrepentimiento y dolor del pecado, que la voluntad es iluminada y dirigida por el verdadero conocimiento espiritual de Cristo como el Dios de nuestra salvación, está empujada por el fuerte anhelo del Dios vivo y de su gracia, y se expresa en apropiarse a Cristo y todas sus bendiciones espirituales. El que así viene a Cristo, nunca será avergonzado; pues está incluido en las palabras del Señor: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera" (Jn. 6:37).
CAPÍTULO X
SI EL PADRE NO LE TRAJERE
Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere. (Jn. 6:44)
Que "todo el que quiera, puede venir" es absolutamente cierto. Igual que es también seguro que todo el que vaya será recibido. Nadie que ha ido a Cristo por salvación ha sido rechazado. Nunca nadie se acercó al río de agua de vida, sediento y abatido, y se le negó beber. El que viene a comer el pan de vida no se irá de vacío. El que quiere venir a Cristo no tiene por qué dudar; no debe temer ser defraudado o avergonzado. Todo el que pide, recibe. El que busca, halla. Al que llama, se le abrirá. De esta base cierta podemos depender; esto es el evangelio. Y el evangelio es la promesa de aquel que no puede fallar jamás. Y esta promesa es tan indubitable y segura para todo el que viene a Cristo, porque ese venir supone que, antes incluso de querer, la gracia de Dios ya ha obrado en el corazón y ha dispuesto la voluntad para hacerlo. La gracia siempre es primero. El venir del pecador es fruto de ser traído por Dios.
Esto es algo que experimenta todo el que es salvo por gracia. El que va a Jesús experimenta en ese acto la dirección maravillosa y la gracia eficaz de Dios, y eso en tal forma que la dirección y la gracia es antes y produce el ir a Cristo subsiguiente. El que es salvo reconocerá con toda seguridad que esto es así. Un hijo regenerado de Dios nunca presentará su salvación como el resultado de su propia iniciativa. Nunca dirá que hubo algo de su parte que precedió a la acción de la gracia de Dios; que primero quiso ir y luego la gracia lo capacitó; que primero aceptó a Cristo y por eso Cristo le recibió; o que primero abrió su corazón y por eso Cristo pudo entrar. Ved las oraciones de los que son salvos, y tendréis la prueba de lo que digo. Todo arminianismo y toda arrogancia del libre albedrío quedan silenciados, pues en tal oración se está hablando con Dios. Uno puede presumir en presencia de los demás sobre el poder del pecador para ir o no a Cristo; pero todo es muy distinto cuando se está delante de Dios, Entonces todo se tiene que atribuir a la gracia divina. Delante de la presencia de Dios desaparece el arminiano. ¿Podrá oírse delante de Dios una oración arminiana como esta: "Te doy gracias porque has esperado hasta que a mí me pareció bien acudir, y has llamado repetidamente hasta que decidí abrir el corazón; y también porque me has dado la gracia cuando estimé oportuno recibirla"? ¿Se mostrará ante Dios la misma altanería que delante de los hombres? No. En la presencia de Dios es inútil mentir; por lo tanto, el pecador siempre atribuye en su oración todo a Dios y nada a sí mismo. Entonces dejará de pregonar el libre albedrío, y dirá: "Gracias mi Dios, porque tu gracia irresistible venció toda mi oposición; y porque abriste y entraste en mi corazón; y tú me llevaste para que yo pudiera ir". Esta es precisamente la razón de la seguridad y el ánimo del pecador cuando va a Jesús. El mismo hecho de experimentar que está siendo llevado por el Padre, es su garantía de que será recibido con toda seguridad.
Esta es la clara enseñanza de la Sagrada Escritura.
A través del profeta Jeremías, dice el Señor a su pueblo: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia". La misericordia es primero y esta es, a la vez, manifestación del amor eterno de Dios. El fruto de esto es que "clamarán los guardas en el monte de Efraín: levantaos, y subamos a Sión, a Yahvéh nuestro Dios" (Jer. 31:3,6). El querer ir al Dios de nuestra salvación es el resultado de ser atraídos por él mismo. Con unas bien conocidas palabras se lo dice Cristo a los de Capernaum: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo el que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn. 6:44,45). Parémonos un momento a considerar este importante pasaje. Nos enseña, en primer lugar, que para que el pecador pueda ir es indispensable que sea llevado por la gracia de Dios. Si el Padre no lo lleva, es imposible que el pecador vaya. Nadie PUEDE, excepto que el Padre lo lleve. Lo cual no debe entenderse como si pudiera darse el caso de un pecador que realmente quiere y anhela ir a Jesús, pero que se encuentra impedido por algún poder constrictivo. Ese caso no existe. Lo que ocurre es que el pecador no tiene poder, ni lo quiere, para ir a Cristo. Tanto el querer como el ir dependen completamente de la acción de llevar que por gracia realiza el Padre. En segundo lugar, este pasaje explica el hecho de ser llevados por el Padre como un ser enseñado por Dios, lo que da como resultado que el hombre oye y aprende del Padre. Puede comprenderse de inmediato que esto no se refiere a la predicación externa de la Palabra que hacen los hombres. La simple predicación externa del evangelio no puede lograr de ninguna manera que toda la audiencia oiga y aprenda del Padre; mucho menos puede lograr que alguien vaya a Cristo. Mas el Señor habla aquí de ser enseñados por Dios, de una iluminación espiritual que resulta en un conocimiento espiritual del pecado, de Dios, de Cristo y de las cosas que afectan a la salvación; lo que da como resultado el acto espiritual de ir a Cristo. Y, finalmente, notemos también que el fruto de este llevar y esta enseñanza divina es seguro e infalible, porque "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí".
¡Todo el que quiera, puede venir! Porque el que quiere ya ha sido enseñado para querer y venir por el poder eficaz de la gracia. Y será recibido.
La misma verdad se repite de otra forma en Juan 6:65: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre". Igual que el versículo 44, éste expresa la misma imposibilidad, la más completa incapacidad del hombre natural para venir a Jesús. ¿Cómo irá a Cristo el pecador? ¿Logrará persuadirle la mera predicación del evangelio? La predicación de la cruz concierne a cosas espirituales; y el hombre natural "no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (1ª Co. 2:14). Por lo tanto, esto le tiene que ser dado por el Padre. La voluntad y el poder para venir a Jesús son dones de la gracia. Por esa razón puede decir triunfante el Señor en medio de la oposición y abandono de la multitud en Capernaum: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y el que a mí viene, no le echo fuera" (Jn. 6:37).
¿Qué es este llevar por el cual los pecadores van a Cristo?
Permitidme contestar, en primer lugar, y en un sentido general, que se trata de una operación espiritual de la gracia de Dios, a través de Jesucristo y por el Espíritu de Cristo, por medio del evangelio, en lo más profundo de nuestro corazón -de donde manan todos los aspectos de la vida- afectando al hombre total: con su mente y voluntad y todas sus emociones y deseos. Somos llevados por el Padre, pero esto no se hace sin Cristo como mediador de nuestra salvación; tal como lo declaró nuestro Señor antes de su muerte: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo" (Jn. 12:32). A través de la cruz el Señor fue levantado a la gloria de la resurrección y la posición más excelsa a la diestra de Dios. Y en cuanto Cabeza de la Iglesia, recibió la promesa del Espíritu, para llevar por él a todos los suyos consigo a la gloria. El Padre nos lleva, y también Cristo, no como si fueran dos acciones separadas, sino de tal manera que el Padre lo hace a través del Hijo como el Mediador de nuestra Salvación.
En este acto de ser llevados, lo mismo que en el de ir a Jesús, pueden distinguirse cuatro elementos. El primer paso en el proceso de ir a Jesús es el de la contrición: el verdadero dolor según Dios. Y a este verdadero dolor por el pecado en el pecador, corresponde el acto divino de la convicción de pecado, que es la causa de ese dolor. Sólo el que ha sido puesto bajo la convicción de pecado por el Espíritu de Cristo, puede tener una verdadera contrición. El Padre lleva; el pecador va: lo que significa, por lo tanto, básicamente que el Padre convence de pecado y que el pecador se arrepiente. Esta obra, sin embargo, no debe confundirse con esa otra operación de Dios en la conciencia de cada pecador, por la que les inscribe la sentencia de su culpa y condenación y les hace asumir su responsabilidad. Cada hombre siente que es responsable delante de Dios por su pecado. No puede desembarazarse ni por un momento de ese sentido de responsabilidad. Cada pecador siente que está condenado delante de Dios. Y esto también es una obra de Dios por medio de su Espíritu. Incluso los gentiles tienen la obra de la ley escrita en sus corazones, de manera que sus conciencias les sirven de testigos (Ro. 2:15); y el Espíritu convence al mundo de pecado porque no creen en Cristo (Jn. 16:9). Pero esta es una consciencia de pecado que se caracteriza sólo por el miedo y el terror, y que provoca la huida del pecador ante la presencia del que está sentado en el trono, pidiendo a las montañas y rocas que le cubran. La convicción de pecado para salvación es sustancialmente diferente. Es una convicción de amor. Es cierto que también ésta hace que el pecador tema y tiemble delante de la majestad de un Dios justo, pero, no obstante, no intenta huir ni ocultarse, sino, más bien, se acerca a él en verdadero dolor porque ha ofendido a este Dios santo, y une su voz a la de Dios reconociendo su condenación; y ora en el amor de Dios, aunque sea con temor y temblor: "Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad" (Sal. 139:23,24). Esta convicción de pecado no puede ser la obra de un predicador, ni tampoco del pecador mismo; es solamente la obra de la gracia soberana. Y sin ella jamás podrá el pecador dar el primer paso hacia Jesús. ¡Nadie puede ir a Jesús, si el Padre no lo lleva!
El segundo paso es el reconocimiento; por éste el pecador contempla a Cristo como el Dios de su salvación, como la plenitud que llena su propio vacío, como la justicia que borra su injusticia; como la vida que vence a su muerte. En correspondencia con este acto de reconocimiento espiritual en el pecador, está la iluminación espiritual por la que Dios le revela a su Hijo. Cuando Dios convence de pecado a una persona, no la deja en la desesperación de su condenación, sino que le muestra a Jesús en toda su plenitud salvadora. Esta iluminación espiritual no es lo mismo que la luz natural por la que el pecador puede conocer todo acerca de Cristo y, hasta cierto punto, reconocer y admitir su belleza como el mejor de los hombres, como uno que fue profundamente consciente de la Divinidad, como un gran maestro o un ejemplo excepcional; pero no lo contempla nunca como la justicia de Dios, y la cruz le es locura. El Cristo de la Escritura, igual que antes, también ahora es crucificado por el pecador. Una buena muestra de esto la tenemos en el modernismo, cualquiera que sea su manifestación. El hombre natural no comprende las cosas del Espíritu, "para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (lª Co. 2:14). Y este discernimiento no puede producirlo la mera predicación del evangelio. El Señor Jesús, contemplando el resultado de su propia predicación, le da gracias al Padre porque escondió esas cosas de los sabios y los entendidos y las reveló a los niños (Mt. 11:25); y también enfatiza que nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar (Mt.11:27). Cuando el Padre nos lleva, nos revela a Jesús en todo su poder salvador; e ilumina de tal manera nuestro entendimiento que lo contemplamos como el Deseado sobre todas las cosas, como el Redentor y Libertador del pecado y de la muerte que necesitamos. Nos abre los ojos para que veamos en Jesús todas las riquezas de su gracia en la plenitud de su justicia y vida. Abre nuestros oídos para que podamos oír la Palabra de la cruz como el poder de Dios para salvación, el poder de Dios con el que nos lleva y nos hace buscar a Cristo como el precioso Salvador, el Dios de nuestra salvación.
Sin embargo, el Padre, a través del Espíritu de Cristo, no sólo afecta a nuestro entendimiento para que conozcamos al Salvador espiritualmente, sino que también opera, por el mismo Espíritu, sobre nuestra voluntad y deseos para que anhelemos y deseemos poseerle. Este anhelo o aspiración, ya dijimos en otro lugar, es el tercer paso en el ir a Cristo. A lo cual corresponde el tercer elemento en la obra de llevar que realiza el Padre, y que podemos llamar seducción o atracción. El hombre natural no ve ningún atractivo en Cristo y su justicia. Es carnal y, por tanto, piensa en las cosas de la carne. Y la mente carnal es enemistad contra Dios. Su voluntad está corrompida, y todos sus deseos son impuros. No tiene hambre ni sed de justicia. Y la mera predicación del evangelio no puede producir esos deseos de justicia y perdón de pecados. Pero cuando el Padre lleva, y por el poder de su gracia obra sobre la voluntad del pecador, entonces la cambia y la vuelve por completo, instalando en el corazón nuevos deseos para que el pecador anhele la justicia y la remisión de los pecados para tener comunión con el Dios vivo por su amor y misericordia. Y contemplando a Cristo como el único camino al Padre, suspira con fuertes deseos de poseerle y poder decir: "¡Mi Jesús, te amo; yo sé que eres mío!"
Y así, debido también al poder directivo del Padre, a través del Espíritu de Cristo, el pecador, finalmente, da el último paso en el ir a Jesús: el de la apropiación. A este acto del pecador corresponde la operación de la gracia de Dios a la que la Escritura llama sellar. Porque hemos sido "sellados con el Espíritu Santo de la promesa" (Ef. 1:13). Es por el Espíritu de Cristo, el Espíritu de la promesa, que se nos da personalmente la promesa de Dios, esa promesa de redención, reposo, satisfacción, perdón, justicia, y vida; de manera que tenemos plena certeza de que la promesa de Dios es para nosotros. Y por este Espíritu, el amor de Dios, es decir, no nuestro amor a él, sino su amor a nosotros, revelado en la muerte de su Hijo, es derramado en nuestros corazones para que tengamos confianza de que Cristo murió por nosotros, y que, no sólo a otros, sino a nosotros también, personalmente, nos da remisión de pecados y vida eterna. Así estamos asegurados de que Cristo es nuestro, y de que nos apropiamos de él y de todos sus beneficios; y con determinación y ánimo confesamos con el Catecismo de Heidelberg, en su pregunta 1ª, que nuestro único consuelo tanto en la vida como en la muerte es que no somos nuestros, sino que ¡pertenecemos a nuestro fiel Jesucristo!
Esto nos demuestra por qué es tan absolutamente seguro que "todo el que quiera, puede venir". En el querer ir y en el ir mismo el pecador experimenta el poder de la gracia de Dios llevándole. Dios le convence de pecado, y él se arrepiente; Dios lo ilumina por su Espíritu, y él ve a Cristo en toda su belleza salvadora; Dios lo atrae y seduce, y él suspira por el Dios de su salvación; Dios lo sella, y él se apropia de Cristo y de todos sus beneficios. ¿Cómo podrá ser echado fuera jamás? ¡El que va a Cristo de esta manera, nunca será avergonzado!
CAPÍTULO XI
EL VENIR Y LA PREDICACIÓN
¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? (Ro. 10:14)
El venir a Jesús, que implica también la voluntad para hacerlo, es el fruto de esa obra de gracia que el Padre realiza en el corazón, mente, voluntad y todos los afectos del pecador, y que la Escritura designa con la palabra traer. Por ese acto del Padre el pecador es convencido de pecado, iluminado con entendimiento espiritual, atraído a Cristo y sellado con el Espíritu Santo de la promesa. Esta maravillosa operación se lleva a cabo por el Espíritu Santo, como el Espíritu de Cristo, de manera tal que rebasa nuestro entendimiento.
No obstante, este acto de atraer al pecador, por el que se le capacita para ir al Salvador, abrazarle y apropiarse de todos sus beneficios salvadores, se realiza por medio de la predicación del evangelio. Sin el evangelio nadie puede ir a Cristo. Porque, en primer lugar, precisamente el Cristo al que tiene que acudir el pecador para salvación, está revelado y presentado en el evangelio según se encuentra contenido y preservado en la Escritura. No hay otro Cristo. Sin el evangelio, por lo tanto, no existe conocimiento de él; y sin conocimiento del Salvador no puede contactar con él el pecador. Poco importa lo demás; la riqueza del cristiano se mide por el conocimiento que tenga del Cristo de la Escritura. Crecer en la gracia, igualmente, no es otra cosa que crecer en ese conocimiento. Por lo tanto, la predicación del evangelio es el medio por el cual el Padre nos lleva a Cristo. Así lo reconocen las palabras de Cristo en Juan 6:44,45: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere... Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí". Este oír, ser enseñados, y aprender, tiene lugar por medio de la predicación del evangelio. Como lo expresa claramente Romanos 10:14: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?"
Además, la acción de la gracia tiene tal carácter que no viola la naturaleza racional y moral del pecador que es llevado a Cristo. No se trata de una acción compulsiva. Al pecador no se le fuerza a ir a Cristo en contra de su voluntad y sin comprender nada. Al contrario, la gracia hace que el pecador obre voluntariamente; de manera tal es vencido por la gracia irresistible de Dios, que se torna en alguien realmente dispuesto, y él mismo hace la elección, consciente y voluntaria, de volverse al Dios de su salvación. La gracia no destruye la voluntad, sólo la cambia. La mente no es desplazada, sino iluminada espiritualmente. El pecador es enseñado por Dios; pero precisamente por ello, la predicación del evangelio es un medio indispensable. Mientras Dios atrae al pecador por el Espíritu, lo llama por el evangelio; y de esta manera el pecador realiza consciente y voluntariamente el acto de ir al Salvador.
De esto se deriva lo tremendamente importante que es para la Iglesia de Cristo en el mundo que comprenda y sea fiel a su único y sagrado llamamiento: ¡predicar la Palabra! Pues ese es el medio instituido por Dios con el que le ha placido, en Cristo, atraer a los pecadores. Para ser llevado a Cristo, el pecador tiene que oír su voz, la propia voz de Cristo dicha a él personalmente. Ninguna otra cosa, excepto la palabra de Cristo, puede obrar para salvación. La palabra de un hombre, aunque saque su contenido de la Escritura, no es suficiente; el pecador tiene que oír la palabra de DIOS. La palabra humana no tiene poder alguno, sólo la de Dios es poderosa. Solamente ella es "viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu; las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (He. 4:12). Sólo la Palabra de Dios es eficaz: produce lo que declara. Dios es el único que llama a las cosas que no son como si fueran. Sólo su poderosa palabra resucita a los muertos. Cuando dice: "Sea la luz", es la luz. Cuando Cristo le dice a Lázaro: "¡Ven fuera!", el muerto sale de su tumba (Jn. 11:43,44). Cuando el mismo Cristo dice: "Ven a mí", el pecador va con toda seguridad. Esa palabra solamente la puede hablar Cristo. Nadie puede ocupar su lugar; y es absolutamente necesario que el pecador la oiga. Así lo dice el Señor: "Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán" (Jn. 5:25). Y otra vez: "Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen" (Jn. 10:27). Y el apóstol Pablo escribe en Romanos 10:14: "¿Y cómo creerán a aquel a quien (no: de quien) no han oído?"
¿Podría realmente ser de otra manera? ¿Cómo podría la palabra de un hombre; cómo los ruegos de un predicador, ocupar el lugar de la poderosa Palabra de Cristo para la salvación de un pecador? ¿Cómo creerá alguien en el Señor Jesucristo, si no es por medio de su propia Palabra? Ir a Jesús es creer en él; y creer en él es el acto de un conocimiento espiritual positivo y absolutamente cierto, junto con la más perfecta e implícita confianza en que él es la base y el supuesto necesarios de mi justicia y salvación. Por la fe me sostengo en él para la vida y la muerte; para el presente y la eternidad. Por fe vivo en medio de la muerte; por fe tengo esperanza en medio de la desesperanza. Por la fe soy indeciblemente feliz en medio de la miseria; por ella desmiento y salgo victorioso contra todas las indicaciones de mi experiencia actual: culpa, condenación, muerte, ira divina, el infierno y el diablo; y me mantengo en la confianza de que soy justificado, que vivo, que soy objeto del favor de Dios, y heredero de la vida y gloria eternas. ¡Y todo ello es verdad porque creo en Cristo!
¿Pero cómo podrá realizar un pecador tal acto de fe? ¿Descansará esa fe en la palabra de un simple hombre, aunque éste hable sobre Jesús? ¿Podrá la mera palabra humana crear esa maravillosa fe en el corazón del pecador que está muerto espiritualmente, con la voluntad pervertida, corrupto de corazón y con el entendimiento entenebrecido? ¡Te digo que es imposible! Para la fe salvadora nada puede servir de base, excepto la certeza de que estoy oyendo a Cristo, al mismo Hijo de Dios, hablarme personalmente. ¡Esa fe sólo puede ser traída por su propia Palabra, hablada por él mismo! ¡Tengo que oír la Palabra de Dios; necesito oír la voz del Buen Pastor! Tengo que oír la voz de Jesús diciéndome: "Ven a mí y descansa". Su propia Palabra tiene que llegar hasta mí, y oírle decir: "Ven a mí y bebe". Él mismo tiene que clamar delante de mi sepulcro espiritual: "¡Sal fuera, y resucita de los muertos!" Entonces, y sólo entonces, podré confiar realmente en él, descansar en él y a él acudir, apoyarme en su pecho y encontrar el reposo prometido.
Ahora bien, ha placido a Cristo hablar esta poderosa Palabra, con la que atrae a los hombres, por medio de la predicación. La Palabra de Cristo no nos viene a través de una voz interna que la introduzca inmediata, directa y místicamente en nuestros corazones. Al contrario, el apóstol escribe: "¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?" (Ro. 10:14). Cristo instituyó la predicación del evangelio como un medio por el cual quiso atraer a sí propio a los suyos y hablarles su Palabra. De esta verdad surgen varios puntos muy importantes respecto a la predicación en cuanto tal, a los que vamos a prestar atención brevemente.
Primero, es necesario enfatizar que predicar es ministrar la Palabra de Dios en Cristo. Lo cual quiere decir que está totalmente al servicio de esa Palabra. Es, y quiere ser, un medio para que la poderosa e irresistible Palabra de Cristo mismo sea anunciada. Si tienes en cuenta esto, concluirás de inmediato que escuchar la predicación de la Palabra es un asunto extremadamente serio. A la iglesia no vas para oír un "bonito sermón", ni a entretenerte con una espléndida oratoria, ni a descubrir las opiniones de algún erudito respecto a un determinado tema, sino a oír la Palabra de Cristo que él mismo te dirige. Se trata, pues, de un asunto de vida o muerte. Esto es lo esencial en la predicación verdadera: que Cristo mismo te habla a través de las palabras del predicador; y eso es lo que la distingue de una mera conferencia. Si Cristo no habla no hay predicación. Toda la sabiduría del mundo, la oratoria más brillante del más atractivo y fluido de los predicadores, todo el sentimentalismo del moderno avivacionista, todas las historias conmovedoras que pueda contar, todos sus ruegos y súplicas emocionales, son en vano. Cuando oímos la predicación verdadera de la Palabra, lo que ocurre es que estamos oyendo la voz de Jesús que dice: "Ven a mí y descansa"; le oímos proclamar: "Arrepiéntete y cree"; oímos que nos asegura: "Tus pecados te son perdonados, ve en paz". Para este preciso fin, pues, la predicación es un medio.
Segundo, de ello se sigue que un predicador, en lo que concierne al contenido de su mensaje, está limitado en su comisión según el contenido de las Santas Escrituras. El predicador no tiene un mensaje suyo para proclamarlo. Es un embajador de Cristo, y como tal debe declarar el mensaje que le ha encargado quien le envió. El que ocupe el puesto de predicador, y pretenda ser un ministro de la Palabra, pero que no tenga en cuenta ese mandato y proclame su propia filosofía respecto a temas de este mundo, el tal es un falso profeta. Y la iglesia que es infiel a su vocación y que, en lugar de predicar la pura Palabra de Dios según las Escrituras, pone su púlpito al servicio del mundo y su filosofía humanista, es una abominación a Yahvéh. Es igual que la Jerusalén de antiguo, que mataba a los profetas, y eso cuando precisamente a través de ellos Cristo quería juntar a sus hijos como la gallina junta a sus polluelos bajo sus alas; sin embargo, se opusieron a él y devoraron sin piedad al pueblo de Dios. ¡Ah, pero Cristo juntará a su pueblo con toda certeza! Los hijos de Jerusalén no perecerán. Mas el juicio sobre la Jerusalén inicua, que los esparce bajo la apariencia de estar juntándolos, será terrible. Y la iglesia moderna, que proclama la filosofía del mundo en lugar de la Palabra de Dios y el evangelio de Jesucristo crucificado, y da a sus miembros piedras en vez de pan, ¡esa iglesia es la culminación del falso profeta, el siervo del Anticristo, que será echado al lago de fuego y azufre junto con el diablo y la bestia!
Cuando uno considera la condición de lo que se conoce como Iglesia en el mundo de hoy, ésta presenta un espectáculo realmente lamentable. Parece que en su mayor parte ha olvidado la verdad del evangelio. Si uno se encuentra fuera de su iglesia local y, hambriento del pan de vida, entra en alguno de esos edificios que por su estilo arquitectónico sugiere que está dedicado al ministerio de la Palabra; en la mayoría de los casos se verá defraudado. En lugar de pan dan piedras. Es cierto que la Biblia aún está en el púlpito; y allí sale un hombre que por su atuendo parece un ministro de la Palabra, pero en cuanto abre la boca se hace evidente que es un engañador que ignora completamente su vocación, y corrompe la Palabra de Dios. Y, encima, da la impresión de ser un asno mentecato, pues, generalmente, ni siquiera tiene el dominio adecuado de la filosofía humanista que presenta con aire de erudición. La iglesia que desprecia su llamamiento de predicar la Palabra de Dios, es igual que la sal que ha perdido su sabor: sólo sirve para el estercolero.
Ante semejante situación existen razones más que suficientes para que la Iglesia de Cristo fuese fiel, y velase vigilando con diligencia para predicar y aplicar la pura Palabra de Dios en su plenitud: todo el consejo de Dios, tanto en su adoración como por los que predican la Palabra. La Iglesia tiene el deber de predicar el evangelio; y el evangelio es la promesa, la promesa cierta de Dios. Esa promesa no es otra cosa que Cristo mismo en su plenitud salvadora. Cristo, el Hijo de Dios encarnado, la revelación del Dios de nuestra salvación, que fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación; el Cristo de Dios, a través del cual Dios nos ha reconciliado consigo mismo, y por el que nos ha regenerado, justificado, perdonado nuestros pecados, adoptado como hijos; nos ha preservado para el fin, y nos glorificará juntamente con Cristo en la resurrección final. Cristo, quien recibe a todos los que van a él, no por ellos mismos, sino por la gracia del Padre que los lleva; y que sin duda dará agua al sediento, pan al hambriento, descanso al trabajado; que cambia la ceniza por belleza, la vergüenza por gloria, la muerte por vida. Ese Cristo es el contenido del Evangelio. Y esa Palabra de Cristo respecto a sí mismo es la que debe predicar el ministro. Cristo no la presenta como un simple ofrecimiento a todos los hombres, cuya recepción dependa del antojo de la voluntad humana; él no puede predicar una mera posibilidad de salvación: la promesa del evangelio es la promesa del Dios vivo, firme y segura. La salvación no es una posibilidad, sino una certeza. Dios mismo la lleva a cabo, no por voluntad del pecador, sino a pesar de su indisposición. El predicador debe proclamar que Cristo y la promesa del evangelio es algo seguro para todo el que se arrepiente y cree, para el que está hambriento y sediento, para el trabajado y cargado. El fruto puede y debe dejarlo en las manos de Dios, que es el único que puede salvar, y que tiene misericordia de quien él quiere y al que quiere endurecer, endurece.
A todo esto debemos añadir, finalmente, que el predicador tiene que ser enviado. Porque "¿cómo predicarán si no fueren enviados?" Sobre este llamamiento y misión del predicador no hay nada oculto o misterioso, pues, en los apóstoles, Cristo comisionó a su Iglesia en el mundo para predicar el evangelio. "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" es una comisión, no a cada individuo, sino a los apóstoles, y, en ellos, a la Iglesia que representaban. La Iglesia es "columna y baluarte de la verdad"; ella recibe la promesa de que el Espíritu la guiará a toda verdad. A ella le confió el Señor su Palabra. La Iglesia debe preservar, interpretar, confesar y predicar la Palabra de vida. Por esto mismo, ya que la Iglesia cumple su ministerio por medio de la predicación, el predicador tiene que ser enviado por la Iglesia. Ningún creyente individual puede constituirse en predicador por su propia cuenta; tiene que ser enviado. Ninguna clase de grupo, escuela, sociedad, comité o secta, que funcionan a menudo al margen de la Iglesia y hablan de ella en tono despectivo, ha recibido la comisión de predicar; sólo la Iglesia tiene tal comisión, y ella solamente puede llamar y enviar al predicador. Precisamente por esta razón, el predicador no se gloriará de ser "adenominacional", ni pretenderá introducir toda suerte de doctrinas nuevas y extrañas. Al contrario, se sentirá llamado por la Iglesia y, conectado con la Iglesia de todos los tiempos, proclamará el evangelio de Cristo tal como lo ha confesado esa Iglesia que ha sido guiada por el Espíritu a toda verdad.
A través de la predicación Cristo hablará su propia Palabra de poder, y atraerá a los suyos. Digo: a los suyos; porque no todos los que oyen externamente el evangelio son guiados por el Padre. No es del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Siempre habrá los que serán endurecidos, para quienes la preciosa piedra del ángulo es piedra de tropiezo y roca que hace caer. Mas a los suyos los llamará con toda seguridad, y con esa misma seguridad irán a él y serán recibidos. Porque sus ovejas oyen su voz, y le siguen, y les da vida eterna, y jamás perecerán. ¡Nadie las arrebatará de sus manos!
CAPÍTULO 12
Soberanía de Dios y Responsabilidad Humana
¿Quién eres tú, para que alterques con Dios? (Rom. 9:20)
Ya se ha enfatizado la verdad de la declaración «todo el que quiera, puede venir», y repetidamente se ha subrayado que nunca ha habido, ni habrá, un pecador que quiera ir a Cristo y encuentre el camino cerrado; o que se sienta frenado de acercarse y apropiarse de Cristo y todos sus beneficios de salvación. Por otra parte, también se ha dado el énfasis necesario a la verdad de que nadie tiene de sí mismo el querer para ir a Cristo y que ninguna persona humana puede producir ese querer en el alma. Muchos himnos de invitación dejan la impresión de que cada cual tiene el poder de aceptar a Cristo, lo que, ya hemos señalado, es falso; estos himnos están calculados para introducir en el corazón y la mente de los hombres el veneno del pelagianismo. La salvación no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia (Ro. 9:16). La voluntad para ir es el fruto de la obra de llevar que el Padre realiza. Y el número de este «todo el que quiera» está limitado a los que el Padre ha querido dar a Cristo, concederles un nuevo corazón, y llamarlos de las tinieblas a su luz admirable. No hay ninguna actividad por parte del pecador que preceda a este llevar que ejecuta el Padre, que le valga en algún sentido para su salvación.
Lo cual, como se puede comprender, coloca la salvación por entero fuera de las manos del pecador y la deja solamente en las de Dios. La salvación es una obra divina desde el principio al fin. Es tan propia de Dios como lo fue la de la creación; el hombre no coopera en manera alguna. Sólo Dios determina quién será salvo, y solamente él lleva a cabo la obra de la salvación; la salvación es del Señor. En el sentido fundamental de la palabra, pues, la voluntad para ir a Cristo tiene su raíz y es el resultado de la elección incondicional, libre y soberana de Dios, que ha escogido a los suyos para vida eterna.
Que Dios determina soberanamente quién será salvo y quién no; la doctrina de que Dios es DIOS; que es el Soberano Señor también en la cuestión de la salvación y condenación del hombre, es una verdad que de ninguna manera se amolda a la carne, y no recibe precisamente una aprobación general. ¿Cómo podría ser bien recibida ante los ojos del hombre pecador, si humilla todo su orgullo? Esta verdad arroja al hombre al polvo y, en relación a Dios, lo hace menos que la vanidad. Lo presenta como es realmente: menos que una gota en el cubo, o el polvo de la balanza. No le deja ningún poder, bondad, sabiduría o gloria. Y Dios es exaltado como el único Soberano Señor, que está en los cielos y hace todo lo que quiere: que forma la luz y crea las tinieblas, que hace la paz y crea el mal (Is. 45:7). Él, que es el Alfarero, mientras nosotros sólo barro; y que forma según su buena voluntad vasos para honra y vasos para deshonra (Ro. 9:21), y puede decirle a Faraón: «Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra» (Ro. 9:17). ¿Quién puede esperar que esta doctrina, que exalta a Dios y derriba al orgullo humano, encuentre favor ante los pecadores que siempre se ensalzan frente al Dios vivo?
No vamos a discutir las muchas objeciones que siempre se han presentado contra esta verdad. Sin embargo, existe una que es tan antigua como esta verdad misma, y que pretende presentar la doctrina de que la salvación es del Señor como algo horrible y absurdo. A ésta sí le dedicaremos atención. Se trata del bien conocido argumento que dice que la doctrina de la infalible soberanía de Dios en la materia de la salvación supone una negación de la responsabilidad humana. Si la salvación es la obra de Dios de manera tan absoluta que sólo él determina y puede decidir, y el hombre no puede hacer nada de sí mismo para redimirse y liberarse del pecado, entonces, dice la objeción, el hombre no es un agente moral, y Dios no puede en justicia considerarle responsable en el día del juicio. La doctrina de la soberanía de Dios y la responsabilidad humana están en oposición; envuelven una contradicción y, por eso, no pueden ser verdad.
¿Qué responderemos a tal objeción?
En primer lugar, quiero insistir en que esta objeción es muy antigua, siempre levantada contra el proceder soberano de Dios en el asunto de la salvación. Si estudias la historia de la Iglesia y su doctrina, verás que la principal objeción de los oponentes a la doctrina de la gracia infalible y soberana ha sido siempre la misma. Siempre han acusado a los que proclaman fielmente esta verdad fundamental de hacer con ella a Dios el autor del pecado y destruir la responsabilidad humana. Podemos sentirnos confortados si recibimos los mismos ataques, pues eso demuestra que estamos predicando la verdad. Y esto es especialmente importante si tenemos en cuenta que las mismas acusaciones le fueron hechas al apóstol Pablo y, por lo tanto, se trata de una objeción puesta directamente contra la verdad revelada en la Escritura. En el capítulo noveno de Romanos, el apóstol Pablo establece esta misma verdad de la soberanía de Dios en la salvación y condenación de los pecadores; y anticipa dos objeciones que sabe le harán, y se han hecho, contra tal doctrina. La primera se expresa por la pregunta: «¿Hay injusticia en Dios?»; y la segunda, negando la responsabilidad humana, con las palabras: «¿Por qué, pues, condena? porque ¿quién ha resistido a su voluntad?» Por lo cual, si uno predica un evangelio contra el que no se susciten esas objeciones, puede con acierto pensarse que existe algo falso en tal predicación; mientras que, por otro lado, esos cuya predicación provoque tales objeciones, pueden consolarse sabiendo que están en el lado bueno.
Segundo, quiero llamar la atención al hecho de que el apóstol Pablo no se disculpa ante esas objeciones, ni se retracta de una sola palabra de lo que ha escrito con relación a la soberanía de Dios en la salvación. No responde diciendo que el oponente no había interpretado su verdadero significado, y que su objeción era debida a un error de comprensión de su enseñanza. No; en el plantemiento del apóstol está claro que el objetante entiende perfectamente que se ha enseñado la predestinación incondicional de Dios. Sólo así tendrían sentido las objeciones citadas. Un predicador arminiano, uno que presente la salvación dependiente del libre albedrío de los pecadores, nunca se encontrará con esas objeciones. Pero el apóstol ha estado enseñando que la salvación no es del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia; y que Dios, según su buena voluntad, muestra misericordia a quien él quiere, y al que quiere endurecer, endurece. Es a esta doctrina a la que se le presenta la doble objeción: entonces Dios es injusto; y el hombre no es responsable, porque nadie puede resistir la voluntad de Dios. Es evidente que si la objeción se hubiera debido a una mala interpretación, el apóstol habría solucionado el problema con sólo modificar y explicar sus declaraciones. En tal caso ahora tendríamos en el capítulo noveno de Romanos algo así como: «Bien, señores, ustedes no me han comprendido, no han interpretado bien mis palabras. Ciertamente no era mi intención dejar la idea de que Dios sea soberano hasta el extremo de estar por encima de la voluntad humana; al contrario, su soberanía está limitada por esa voluntad. Él endurece sólo a los que resisten sus sinceros esfuerzos para salvarles; y salva a todos los que lo desean». Con toda seguridad tales explicaciones del apóstol hubieran quitado toda base a la objeción de los oponentes. Pero dado que él no dice nada de eso, es evidente que admite que los objetantes han entendido correctamente sus palabras. En Romanos 9 se enseña la predestinación incondicional, y no hay lugar para la posición arminiana. La salvación es toda del Señor; y a esto nos aferramos y mantenemos sobre la base de la Escritura, a pesar de cualquier posible objeción que presenten los que se oponen.
Tercero, quisiera indicar que el apóstol ni por un momento modifica su enseñanza apelando a la «otra cara» de la doctrina. Él no se apunta a la «otra vía». Eso queda para muchos que proclaman creer en la infalible gracia soberana de Dios, exactamente esa que recibe las objeciones de Romanos 9, pero que luego intentan mantener una teología de dos caras. Profesan creer en la predestinación infalible y la soberanía de Dios en la salvación; pero si les argumentan que con ello están violando la libertad del hombre y destruyendo su responsabilidad, entonces se ponen en otra vía de razonamiento. Dicen que aunque Dios elige a los que serán salvos antes de la fundación del mundo, y que ciertamente los salvará, no obstante, también es verdad que quiere sinceramente la salvación de todos y cada uno de los hombres. Profesan creer que la expiación es limitada, y que Cristo murió sólo por los elegidos, mas, por otro lado, también insisten en que Dios ofrece con sincera y buena intención la salvación a todos los hombres. Admiten que el pecador está muerto en el pecado y que de sí mismo no puede ir a Cristo, sin embargo, predican que Dios sinceramente, es decir, con el propósito de salvarlos, invita a los pecadores a que vayan a él, aunque no les da el don indispensable de la gracia que debe capacitarlos para acudir. Y si alguien les dice que esto es una contradicción clarísima, y que es imposible para un creyente admitir ambos elementos de la contradicción, responden que eso es un misterio profundo, y que nadie debe inquirir curiosamente más allá de esta profunda verdad.
Ahora bien, me gustaría enfatizar que para el creyente cristiano no sería dificultad alguna el aceptar misterios. Dios es grande, y nunca lo comprenderemos aunque podamos conocerle por su propia revelación. Él es el Eterno y nosotros somos hijos del tiempo. Él es infinito y nosotros no. Él es el creador del cielo y de la tierra y nosotros simples criaturas sacadas del polvo. Él es el Incomparable que mora en luz inaccesible. Cuanto más lo contemplamos, más profundo es el misterio. No admitir esto sería negar a Dios. Por lo tanto, el creyente no pretende que pueda resolver todos los problemas, y menos aún los que se refieren a la relación de Dios con sus criaturas. El creyente no niega los misterios; al contrario, su contemplación hace que caiga al suelo y adore. Sin embargo, insistimos con igual énfasis en que los misterios no son lo mismo que contradicciones evidentes; éstas no son misterios, sino muy claras insensateces. Una de dos: o Dios quiere que todos y cada uno de los hombres sean salvos, o no lo quiere. Ambas cosas no pueden ser verdad. O Dios ofrece sinceramente a Cristo que murió por todos los hombres a cada pecador, o no lo hace. Mantener ambas cosas es sencillamente imposible. O el hombre tiene una voluntad que está libre para aceptar o rechazar a Cristo, o depende absolutamente de la gracia soberana. Decir que ambas cosas son verdad es un necio despropósito. Por otra parte, si esto pudiera ser así, si esta teología de la doble vía fuese la respuesta adecuada a los objetantes de la soberanía de Dios en la salvación, seguramente la encontraríamos en el capítulo noveno de Romanos, ese sería el lugar más idóneo, pues es el lugar donde el apóstol enseña en los términos más fuertes la verdad de la infalible predestinación y soberanía de Dios para salvar a quien él quiere. Y es contra esa doctrina que se levanta la objeción de que entonces Dios tiene que ser culpable de injusticia y el hombre carente de responsabilidad. Sin embargo, el apóstol no saca «otra cara» de esta verdad. No pide disculpas; ni se cambia a otra vía de razonamiento. Deja la verdad tal como la ha declarado, con todas sus implicaciones.
En cuarto lugar, se debe señalar que la objeción de que la doctrina de la soberanía infalible de Dios destruye la responsabilidad humana es algo que sólo puede sostenerse de manera artificial. Esas dos realidades no se contradicen. La objeción no se basa en una dificultad lógica, sino que procede de una actitud pecaminosa y radicalmente mala contra Dios. El objetante no conoce el lugar en que se encuentra. Está motivado por el deseo de destronar a Dios y ocupar su puesto. La mentira del diablo: «Seréis como Dios», ciega sus ojos, distorsiona su juicio y pervierte su voluntad. Es el pecado, la enemistad contra quien es DIOS, lo que le hace argumentar que no se puede ser responsable ante un Dios que sea soberano. Que esto es así lo demuestra la respuesta de la Palabra de Dios al oponente: «¿Quién eres tú, oh hombre, para que alterques con Dios?». Cuando la Escritura dice que Dios es soberano incluso en el destino eterno del hombre, que tendrá misericordia con el que quiera tenerla, es Dios mismo el que está hablando. Y cuando tú o yo objetamos que si eso es así entonces no puede condenar, que no puede juzgarnos, y que no somos responsables delante de él, estamos altercando y replicándole. Pero si el hombre alterca contra Dios se debe a que es rebelde. Al hombre hay que recordarle cuál es su lugar. Es una mera criatura y ¡Dios es DIOS! El hombre es como una mota de polvo en la balanza, una simple gota de agua que cae del cubo. Bueno, realmente es menos que eso. Y si comprendiera su verdadera posición y la asumiera, entonces no altercaría contra Dios, ni argumentaría insensatamente diciendo que la soberanía de Dios elimina su responsabilidad. Antes bien, comprendería que cuanto mayor sea Dios, más responsable será el hombre ante el soberano Señor del cielo y de la tierra. La responsabilidad humana en relación al proceder infalible soberano de Dios es un misterio; eso es cierto. Yo no puedo penetrar en él; es demasiado profundo. Pero no es una contradicción; y la objeción es una insensatez, no tiene sentido.
Hemos hablado de responsabilidad, ¿qué es eso?: es ese estado en el cual yo estoy bajo obligación respecto a Dios. Y el hombre está por siempre bajo la obligación de amar al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Es ese estado en el cual el hombre permanece en juicio delante de Dios y es responsable de sus obras delante de él. Dios nunca destruye esa responsabilidad. Tanto si endurece a un hombre, como si lo atrae irresistiblemente por su gracia y lo salva, Dios siempre lo trata como un ser racional y moral. Cuando el hombre está en juicio delante de Dios y es llamado a cuentas por su pecado, aún el más endurecido pecador tendrá que admitir que él pecó porque amó la iniquidad y aborreció a Dios y su justicia, y que, por tanto, es digno de condenación. Cuando, a través del evangelio, fue llamado al arrepentimiento, rehusó. Al ser, por el mismo evangelio, puesto en contacto con Cristo, no quiso nada con él y le volvió a crucificar. Y aun así, con todo su pecado y rebelión contra Dios, no tiene otra alternativa que la de estar subordinado al soberano consejo de Dios. El Señor es Dios, no el hombre. Tampoco es el caso de que el pecador no sea consciente de este señorío absoluto de Dios. Tanto su propia responsabilidad, como la infalible soberanía de Dios están inscritas indelebles en su conciencia. En el mismo infierno todos los diablos y los impíos tendrán que admitir siempre que jamás prevalecieron contra la voluntad de Dios, que él es el Señor absoluto que hace todo lo que quiere, y que es justo cuando juzga. La voz rebelde será entonces silenciada para siempre.
Por otra parte, tampoco destruye Dios el sentido moral del hombre cuando por su gracia irresistible lo lleva a Cristo y le hace heredero de la salvación eterna. Pregunta a un creyente por qué fue a Cristo, y te responderá: «Porque estoy perdido en el pecado, y lo sé; porque estoy arrepentido y anhelo el perdón; porque tengo hambre y sed de justicia, y veo y conozco a Cristo como mi única justicia delante de Dios; porque deseo vivir en comunión con Dios según sus mandamientos, y sé que eso es posible sólo por la gracia de Cristo. ¡Sí, por todo eso quiero ir a él!». Preguntadle a este mismo creyente cómo llegó a saber y reconocer todo esto, y responderá sin dudarlo: «Sólo a través de la soberana e irresistible gracia de Dios en Cristo; eso me guió, me dio ojos para ver y oídos para oír, y un corazón para suspirar por él. ¡Sí, mi salvación es del Señor!». Y en el cielo los hijos de Dios redimidos caminarán por siempre en la suprema y más perfecta libertad reconociendo, sin embargo, que no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. ¡Ninguna carne se gloriará en su presencia!
CAPÍTULO XIII
Cada Vez Más Cerca
Mas creced en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. II Pedro 3:18
En un sentido puede decirse que el acto espiritual de ir a Cristo se cumple y termina de una vez por todas en el momento que nos apropiamos de él y todos sus beneficios salvadores por una fe viva y verdadera. A Cristo no se le acepta a trozos; como si se pudieran recibir sus riquezas una ahora, luego otra, y así sucesivamente, hasta llegar a ser totalmente salvos. El que viene a Cristo lo recibe y toma en toda su plenitud, y le son dadas todas las bendiciones espirituales de la gracia. En Cristo tiene redención total; no recibe perdón de algún pecado mientras otros aún le quedan en su cuenta, sino que al ir a Cristo obtiene el perdón del pecado como tal, y está asegurado de que ningún pecado le será imputado ya más. Está totalmente justificado delante de Dios, de tal manera que aunque su conciencia le acuse de haber violado, y seguir violando todavía, los mandamientos de Dios, no obstante, delante de Dios en Cristo es contado tan justo que no podría serlo más perfectamente si nunca hubiera pecado. Cuando el pecador va a Cristo no recibe sólo un poco de vida, sino que es resucitado en verdad de los muertos y hecho heredero de la vida eterna. Porque el que cree en el Hijo tiene vida eterna (Jn. 3:36). De la muerte pasó a la vida; de las tinieblas fue llamado a la luz; y de ser un pecador corrupto y culpable ha pasado a ser un hijo de Dios justo y santo. Quien está en Cristo es una nueva criatura; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas (2ª Co. 5:17).
En lo que concierne al principio de la nueva vida que está en el creyente, no es posible que pueda de manera permanente y completa volver atrás y apartarse de Cristo. La vida de un cristiano no consiste en una serie de actos separados por los que se está apartando y volviendo otra vez al Salvador. A veces puede parecer que este es el caso. En su vida consciente no siempre vive en estrecha comunión con el Señor. Además, puede caer en el pecado, y durante un tiempo parecerle que su relación con Jesús ha quedado totalmente rota. Sin embargo, a causa del principio de la nueva vida que está en el creyente, tal cosa no puede ocurrir nunca. Puede que, más aún, seguro que ocurriría, cayese del contacto con Cristo si, aunque fuera por un solo instante, permanecer en él dependiese del poder y la voluntad del hombre. Mas así como el ir a Cristo es el fruto de la acción de llevar que el Padre realiza por el Espíritu de Cristo, de la misma manera permanecer en él es resultado de estar mantenidos en la poderosa mano de Cristo y del Padre. El Salvador mismo lo declara: «Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Jn. 10:28-30).
Con todo y ser verdad lo anterior, no quita, sin embargo, que pueda decirse en otro sentido que el acto de ir a Cristo, hasta el día de nuestra muerte, nunca está cumplido y terminado. Cuando uno vuelve al hogar después de un largo viaje, el acto de venir termina tan pronto como se llega a casa. No es lo mismo en el acto espiritual de ir a Cristo. Lo cual se debe a que aunque el cristiano es por principio completamente salvo en cuanto se apropia a Cristo, no obstante, aún sigue en la carne, en su vieja naturaleza y, además, en medio de este mundo. Y todo lo que es de la carne y del mundo tiende continuamente a apartarle de Jesús y de las cosas espirituales del reino de Dios. Según el principio de salvación que está en él por gracia, es perfectamente justo delante de Dios, justificado en Cristo; pero según el viejo hombre, es corrupto, vendido al pecado. El nuevo hombre en él es celestial, pero su antigua naturaleza es terrenal. Por ello podemos decir con toda certeza, que su acto de ir a Jesús nunca está concluido. Se trata de un acto constante de fe. Continuamente se aparta del pecado, se arrepiente, va a Cristo y busca refugio en él como el Dios de su salvación.
De manera que, aunque el creyente va a Cristo de una vez por todas cuando lo recibe y se apropia de él, no obstante, también es verdad que, en un desarrollo sano y normal, se acerca a él más y más cada vez. Su conocimiento del pecado y su dolor se hacen más profundos, su aprehensión y reconocimiento de las riquezas de Cristo aparecen más claros y plenos; su necesidad y anhelo del Salvador son más fervientes; su apropiación de Cristo y todos sus beneficios llega a ser más segura y completa. Sí, más cerca, siempre más cerca, hacia la plenitud y riqueza de Cristo como está revelado en el evangelio; y de esta manera Cristo es más y más formado en el creyente.
La necesidad del crecimiento en la gracia, y que el creyente tenga una apropiación constante de Cristo es enfatizada con fuerza en la Escritura. Se nos amonesta a que no nos conformemos a este mundo, sino que seamos transformados por la renovación de nuestro entendimiento, para que comprobemos la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Ro. 12:2). Y mirando a cara descubierta, como en un espejo, la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2ª Co. 3:18). En Efesios 4:11-16 se nos enseña que Cristo «constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor». El apóstol ruega por los santos de Filipos para que su amor «abunde más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo» (Fil. 1:9,10). Y a la iglesia de Colosas escribe que deben estar arraigados y sobreedificados en Cristo, así como han sido enseñados, abundando en acciones de gracias; y que deben estar vigilantes, no sea que alguien les engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, porque sólo en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:7-9). Los creyentes deben, como niños recién nacidos, desear la leche verdadera de la Palabra para que por ella crezcan (1ª P. 2:2); y deben crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2ª P. 3:18).
Este crecimiento en la gracia consiste exactamente en un apropiarse más estrechamente cada vez al Cristo de la Escritura. Tenemos que acercarnos cada vez más. Él es la Cabeza; en él habita toda la plenitud; fuera de Cristo no tenemos nada. Somos salvos sólo porque él habita en nosotros. Crecer en la gracia, por lo tanto, solamente puede significar que Cristo se forma más y más en nosotros, y nos hacemos cada vez más semejantes a él. Tenemos que estar arraigados y sobreedificados en él; ser cambiados a su imagen y llegar a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios; y tenemos que adelantar más conforme a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo, y crecer en él, que es la Cabeza. Este llegar cada vez más cerca no es una mera experiencia sentimental, un gozo místico de salvación, o un asunto de beatos sentimientos y emociones. Al contrario, significa, por un lado, que en nosotros mismos estamos más completamente perdidos y deshechos, y a Cristo se le ve en mayor riqueza y grandeza como el objeto y base de nuestra fe y esperanza; y al mismo tiempo, por otra parte, Cristo se refleja cada vez más en la belleza de sus virtudes espirituales en todo nuestro caminar y manera de vivir.
Es verdad que cuando al principio creemos en Cristo, conocemos y confesamos que somos pecadores, perdidos y condenados delante de Dios. Pero toda una vida no sería suficiente para mostrarnos lo realmente miserables, corruptos y profundamente pecaminosos que somos. Es al crecer en la gracia y acercarnos más a Cristo cuando reconocemos con mayor plenitud y profundidad que en verdad vivimos en la muerte, y que todas nuestras justicias no son sino trapos de inmundicia. Nos volvemos más sensibles espiritualmente; de manera que pecados que antes nunca habíamos percibido, ahora son vigorosamente resaltados. Lo que antes ni siquiera considerábamos como pecado, ahora es motivo de arrepentimiento y aborrecimiento. Nuestro pesar y dolor según Dios se hace más real; y al crecer en el conocimiento y tristeza por el pecado, Cristo nos parece aún más precioso cada día. Le contemplamos con mayor claridad en toda la riqueza y plenitud de su gracia. Le reconocemos más intensamente como el único que puede cubrir nuestras necesidades; como nuestro Pan y Agua de Vida; como nuestra Vida y Resurrección. Suspiramos y tenemos hambre y sed de él con más fervor. Y las bendiciones de su gracia, la justicia y el perdón de pecados, la adopción como hijos y herederos, la sabiduría y el conocimiento, la santificación y redención, y la esperanza de la vida y gloria eternas, se nos hacen aún más preciosas. Es verdad que cuando creímos al principio en Cristo, ya nos apropiamos y tomamos no de una parte, sino de él mismo, pleno y completo; pero también es verdad que no alcanzamos a comprender las gloriosas riquezas de salvación que habían llegado a ser nuestras. Todos los años de nuestra vida presente no serían suficientes para hacernos poseedores conscientes de tantas bendiciones de la gracia. Por eso es necesario estar cada vez más cerca de Cristo, que es la Cabeza, en el único que habita toda la plenitud.
Como fuimos a Cristo, así nos acercamos más cada vez. Cuanto más plenamente perdidos en sí mismos nos veamos, como tiene que ser para que Cristo viva en nosotros por la fe, mayor será el crecimiento en virtudes espirituales y reflejaremos más a Cristo en todo nuestro caminar y manera de vivir en el mundo. Será formado en nosotros y se manifestará a través nuestro en las virtudes espirituales de santidad, amor, mansedumbre, humildad, paciencia, longanimidad, templanza en todas las cosas, oración y acción de gracias. Nos ocuparemos en nuestra salvación con temor y temblor sabiendo que es Dios quien produce en nosotros así el querer como el hacer según su buena voluntad. Amaremos la justicia y aborreceremos el pecado, al cual rehuiremos, y buscaremos el bien; mantendremos nuestras ropas limpias en medio de un mundo de tinieblas y corrupción, y viviremos en firme antítesis y en separación espiritual del mundo y sus obras infructuosas de tinieblas, representando la causa del Hijo de Dios, caminando como hijos de luz, sufriendo con él para que también seamos con él glorificados.
De esta manera nos acercamos cada vez más a Cristo.
Lo mismo que nuestra primera apropiación de Cristo, este constante ir a él es también el fruto de su propia acción por la cual nos atrae por medio del Espíritu a través del evangelio. En ese evangelio se revela la plenitud de Cristo; si queremos, pues, acercarnos a él y crecer en la gracia, tenemos que crecer en su conocimiento espiritual; y para ello debemos crecer constantemente en el conocimiento del evangelio, esto es, de las Sagradas Escrituras. En conexión con lo cual, conviene hacer una o dos observaciones que son de mucha importancia, especialmente en nuestros días.
En primer lugar, si para el crecimiento espiritual es indispensable que los creyentes crezcan en el conocimiento del evangelio tal como está revelado en la Escritura, es evidente que en ese respecto la Iglesia (me refiero a la Iglesia constituida con su principal vocación en el ministerio de la Palabra) tiene una enorme responsabilidad. Se trata de la responsabilidad de predicar el evangelio en toda su plenitud e implicaciones, puro y sin adulteración: todo el consejo de Dios. La Iglesia no debe consentir que se proclame desde el púlpito la filosofía humana; no le es lícito tener paciencia con las falsas doctrinas; tiene que insistir en la predicación de la pura Palabra de Dios, y nada más. No puede escapar a nuestra consideración que dondequiera que las Escrituras hablan del crecimiento de los creyentes en Cristo, también se les advierte contra los falsos maestros y contra la filosofía del mundo. Las falsas doctrinas no pueden hacer crecer a los santos, pues éstas no son pan, sino piedras. En la medida que una iglesia comienza a mezclar la predicación de la Palabra con la filosofía carnal de los hombres, sus miembros serán débiles y frágiles, anémicos espiritualmente; mientras que, por otro lado, en la medida que proclame el puro evangelio y sea vigilante contra la intrusión de falsos enseñadores, sus miembros serán espiritualmente sanos y fuertes, y crecerán en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
No obstante, incluso esto no es suficiente.
La predicación de la Palabra debe ser no sólo pura y sin adulteración; también debe ser rica y completa: tiene que contener todo el consejo de Dios. El bebé no puede crecer fuerte y robusto si siempre le estás dando leche. Viene el tiempo cuando necesita alimento sólido. Lo mismo ocurre espiritualmente. La proclamación de un evangelio que puedas escribirlo en la uña de un dedo, seguro que no podrá dar crecimiento espiritual a los santos en Cristo. La predicación de la Palabra debe proclamar a Cristo completo como la revelación del Dios de nuestra salvación: todos los misterios del evangelio. La predicación tiene que ser expositiva y adoctrinante. Tengamos mucho cuidado con el falso lema: «La doctrina no importa, con tal que se predique el evangelio». Eso es lo que dice el demonio. La Iglesia tiene que crecer en Cristo y estar fundada en la verdad; debe crecer en conocimiento. Y eso significa que necesita doctrina. Por lo tanto, a través del ministerio de la Palabra, tiene la obligación de adoctrinar a sus miembros en todo el conocimiento de la plenitud de Cristo.
Esto también implica que cada creyente está llamado a buscar con diligencia y atender ese ministerio de la Palabra. Es su sagrado llamamiento unirse a esa iglesia aquí en la tierra en la que se predique con más pureza la Palabra de Dios, y separarse de toda manifestación de la iglesia falsa. Nunca debe hablar con desprecio de la Iglesia, ni tener en poco el ministerio de la Palabra, o imaginar que puede crecer en la gracia igual edificándose a sí mismo en su casa. Pues es precisamente por medio del ministerio de la Palabra que Cristo habla y edifica a su Iglesia; y, a través de ese ministerio, en la comunión de los santos, él atrae a los suyos y ellos le siguen y vienen más cerca cada día.
Tal es el camino del crecimiento espiritual y del crecimiento en la gracia. Camino que ha sido abandonado y casi olvidado por la mayor parte de lo que se llama Iglesia en nuestros días, acarreando con ello su propia destrucción. Es un camino despreciado por miles de los que profesan ser cristianos. Mas, a pesar de todo, es el único camino que existe. Y nosotros convocamos a la Iglesia y a cada creyente particular a que vuelva a él, para que ya no seamos como niños, fluctuantes y llevados por todo viento de doctrina, sino que crezcamos en aquel que es la Cabeza, esto es, nuestro Señor Jesucristo.
Está claro, pues, que nuestro ir a Cristo nunca queda terminado en esta vida. Siempre será sólo un pequeño principio de la nueva vida lo que tendremos en tanto que estemos en el cuerpo de esta muerte; siempre conocemos en parte, hasta que veamos cara a cara. El paso final de nuestro ir a Jesús no lo daremos hasta que la casa terrenal de este tabernáculo sea deshecha y entremos en nuestra casa de Dios, no hecha a mano, eternal en los cielos. Al otro lado de la muerte y del sepulcro nos espera el perfecto conocimiento y la semejanza de Cristo, en el dominio de la resurrección, donde él hará nuestros cuerpos mortales semejantes al suyo glorioso, y nos atraerá a sí mismo en eterna perfección por su Palabra final: «¡Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde antes de la fundación del mundo!» ¡Entonces seremos semejantes a él y le veremos cara a cara!
ÍNDICE
Capítulo I: Todo El Que Quiera, Puede Venir
Capítulo II: Al Dios De Nuestra Salvación
Capítulo III: A Descansar
Capítulo IV: Al Agua Viva
Capítulo V: Al Pan De Vida
Capítulo VI: Al Libertador
Capítulo VII: A La Luz
Capítulo VIII: A La Resurrección
Capítulo IX: El Acto De Venir
Capítulo X: Si El Padre No Le Trajere
Capítulo XI: El Venir y La Predicación
Capítulo XII: Soberanía de Dios y Responsabilidad Humana